[SE}> Qué bien me sabe / Soledad Morillo Belloso

01-09-2025

Soledad Morillo Belloso

Qué bien me sabe

Apenas arrancaba el siglo y el calendario todavía olía a siglo viejo, como cuando uno abre un baúl y sale ese olor a papel guardado y promesas que nunca se cumplieron. Fue entonces que me dio por escribir una novela de época. Ficción, sí, pero con corazón de verdad. La ambienté en esa Venezuela que ya empezaba a estirarse los huesos, queriendo sacudirse las cadenas, aunque todavía las tenía tatuadas en la piel como cicatrices que ni con agua bendita se borraban.

Entre mantuanos de cuello tieso, monjas de rezo eterno y callejones con olor a perro mojado y jazmín, apareció una mujer que no estaba pensada para ser protagonista, pero se metió en el cuento como quien no pide permiso y terminó siendo el alma de la historia: la negra Contemplación. Tata de la protagonista, sí, pero también madre de todos los que alguna vez probaron su sazón. Tenía manos de santa y corazón de fogón encendido. Cocinaba como quien reza bajito, como quien canta para sí, como quien cura sin decirlo.

No cocinaba por hambre ni por obligación. Cocinaba por fe, por costumbre buena, por puro amor. Y entre todos sus platos, hubo uno que la volvió leyenda en los rincones de Caracas: el bienmesabe. No era cualquier dulce. No era postre de domingo ni chuchería de niños. Era bálsamo, abrazo, alivio. Se decía —y yo lo escribí así, porque así lo sentí— que nadie lo preparaba como ella. Que su bienmesabe tenía poderes. Que quien lo comía sentía que las penas se aquietaban, los dolores se dormían, y el alma encontraba reposo.

Pero el truco no estaba en los ingredientes. No era el coco ni el azúcar ni los huevos. El truco estaba en la hora. Contemplación lo preparaba en la madrugada, cuando el mundo aún dormía, los cocuyos seguían en su baile amoroso y el silencio era tan profundo que se podía oír el pensamiento. A esa hora, con luz temblorosa de velas, comenzaba su ritual.

Agarraba cocos grandes, los partía sin titubeo, como quien sabe que el coco no se abre con dudas. Sacaba la pulpa, la metía en agua caliente, y con un mazo la iba triturando, como quien muele recuerdos. Luego, con un pañito, extraía la leche, espesa y blanca como leche de madre. Le echaba amarillos de huevo —los que hicieran falta, porque decía que el bienmesabe no se hace con tacañería— y una pizca de sal, para que no se nos olvidara que la vida también tiene su amarguito.

En otra olla, azúcar y agua se volvían almíbar, sin revolver, porque el almíbar se hace con paciencia, no con apuro. Al punto de hilo, lo sacaba del fuego y agregaba la mezcla de coco y huevos. Lo batía hasta lograr una crema, lo volvía al fuego, revolviendo despacito, como quien acaricia. Al hervir, lo dejaba reposar.

Entonces venía el bizcocho, ese que Contemplación siempre tenía escondido en la alacena, como quien guarda un secreto. Lo picaba en rebanadas finas, lo bañaba con jerez dulce, y lo colocaba en una dulcera de cristal. Encima, la crema. Y para coronar, un merengue hecho con claras, azúcar y canela, batido a punto de nieve, como quien le pinta cielo de nubes al postre.

Antes de que cantara el gallo, el bienmesabe estaba listo. Pero Contemplación no lo hacía sólo para los de casa. Cada madrugada preparaba tres: uno para el Convento de San Jacinto, otro para los mendigos frente a la Catedral, y el tercero para Carlota y los que estuvieran en la casa, fueran señores o servicio. El mismo bienmesabe para todos. Porque Carlota, que también salió de mi imaginación, era estricta en dos cosas: que todos somos hijos de Dios, y que compartir no es opción, es deber. Y que el que se lo come solo, se le seca el alma (eso lo decía bajito, pero con mirada de regaño).

Contemplación y Carlota son personajes que inventé, sí. Pero lo que no tuve ni tengo que inventar es lo que se siente cuando uno se mete la primera cucharada de bienmesabe en la boca. Eso es real.

El nuestro es un país suavecito, que aunque tiene carácter fuerte, sabe ser tierno cuando quiere. Ese dulce tiene memoria. Nos recuerda quiénes somos. Nos dice, sin palabras, que hay cosas que no se negocian. Como el sabor. Como la dignidad. Como el alma. Como la nación. En cada bocado hay historia. Es un dulce casero que amansa las rabias y no deja olvidar que venimos de una emancipación escrita con tinta de obituarios.

Y si usted quiere saber cómo se pinta una tarde venezolana, de esas que se quedan en la memoria como estampita de infancia, imagínese esto: una mesa bajo la sombra de una mata de mango, hojas cayendo lentas como si tuvieran sueño. Un mantel de cuadritos, una dulcera de cristal en el centro, y alrededor, gente querida, con la risa fácil y el corazón abierto. El bienmesabe servido en platos hondos, cucharas que hacen silencio al entrar. El sol bajando despacito, los niños jugando a la ere detrás del portón, y pajaritos cantando como si supieran que ese momento no se repite.

Entre cuentos viejos, risas que se escapan sin permiso y cucharadas generosas, la merienda se convierte en fiesta. El bienmesabe pasa de mano en mano, como quien reparte bendiciones. Los niños piden más, los abuelos cierran los ojos al probarlo, los vecinos se asoman por la reja. Y se les invita a pasar. Porque en Venezuela, un dulce no se come solo. Se comparte. Se celebra. Se canta. Y el bienmesabe, como todo lo que vale, sabe mejor cuando se reparte.

Una merienda no es sólo comida: es reencuentro, es ternura, es país servido en plato hondo. Y el bienmesabe, ese que cura sin receta, sigue diciendo lo que no se puede decir con palabras: que aquí, a pesar de todo, seguimos sabiendo a nosotros mismos.

El bienmesabe no es sólo coco, huevo y azúcar. Es tiempo detenido. Hay recetas que no se escriben, sino que se heredan por el alma. Y en cada cucharada hay una promesa: la de seguir siendo nosotros, aunque insistan en cambiarnos.

La tarde se va poniendo color melocotón y el calor se vuelve brisa. La dulcera quedó vacía, apenas unos restos que alguien quita con el dedo y se lo chupa. Las penas se hicieron más chiquitas, y el país duele, pero con ternura.

Hay dulces que no sólo se comen. Se sienten. No son toque, son caricia. Dan amor y piden amor. Como Venezuela.

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