16-09-2025
Lo que nos trajeron los gringos
¡Ah, los gringos! Sí, “gringos”, aunque me lapiden los acartonados defensores del lenguaje políticamente correcto (que es de las mayores estupideces inventadas en años recientes). En este país, a los estadounidenses o norteamericanos los hemos llamado de toda la vida “gringos”. Y eso no es irrespetuoso ni insulto. Es costumbre, es cariño, es retruécano cultural. Y lo digo como alguien que trabajó en compañías gringas, para empresas gringas y con montones de gringos.
Los gringos, esos personajes que llegaron a Venezuela como quien aterriza en una película: con acento de serie de televisión, piel que se achicharraba bajo el sol como arepa olvidada en el budare sobre anafre prendido, y una fascinación inexplicable por la arepa, que miraban como si fuera una reliquia precolombina.
Vinieron cargados de maletas, pero no eran maletas cualesquiera. Eran cofres de costumbres, manías, electrodomésticos, palabras raras y una forma de vivir que nos sacudió el mapa emocional y cultural.
Y entre todas esas cosas que trajeron, venían los famosos macundales. ¿De dónde salió esa palabra que usamos para todo cachivache, aparato, o cosa que no sabemos cómo nombrar? Pues de ellos mismos. El término venezolano “macundales” nace en los campos petroleros, en los inicios de la explotación. “Mac and Dale” (o Mac & Dale), referente a una marca de herramientas. Se convirtió en “macundales” por la pronunciación criolla. Con el tiempo, la palabra se volvió comodín: lo mismo servía para una licuadora que para una caja de herramientas.
Vamos con la cocina, que es donde se cuece la identidad. Antes de la llegada de los gringos, el desayuno era café negro o con leche, arepa con nata y queso, un poco de perico y plátano. Pero llegaron ellos con sus corn flakes, sus waffles congelados, sus panquecas, sus tazones de avena, su jugo de naranja en cartón, y esa obsesión por desayunar rápido, sin conversación ni sobremesa. ¿Un venezolano desayunando en silencio? Muy difícil… Algunos lo probaban con curiosidad, como quien prueba helado de salchicha. Otros se rindieron al encanto del desayuno exprés; otros volvieron corriendo a la arepa y a la empanada, como quien regresa a los brazos de un ex que nunca debió dejar.
Y no contentos con eso, nos trajeron el brunch. Esa comida que no es ni desayuno ni almuerzo, sino una excusa para “bautizar” el jugo y comer panquecas con tocineta y un kilo de mantequilla sin culpa a las once de la mañana. En Caracas, los domingos se llenaron de gente vestida como para ir a misa, pero en vez de rezar, se sentaban en terrazas a comer huevos benedictinos y hablar de series gringas como si fueran parte de la familia. “¿Viste el último episodio?” se volvió más común que “¿Cómo está tu mamá?”
Y hablando de series… ¡ay, la televisión! Nos trajeron a Bonanza, luego a Dinastía y Dallas y un montón más, años más tarde a Cheers y Seinfeld, y esa idea de que uno podía vivir en un apartamento gigante en Nueva York siendo mesonero. Nos enseñaron que los vecinos podían ser excéntricos, que los perros podían tener psicólogos, y que los dramas familiares se resolvían con un abrazo y música de fondo. De repente, nuestras novelas se llenaron de abogados, ejecutivos y mujeres que corrían en tacones por pasillos de oficina, como si eso fuera lo normal. Y nosotros, que veníamos del melodrama de haciendas y secretos, empezamos a soñar con ascensores y cafeterías.
Pero no todo fue pantalla y desayuno. También nos trajeron el aire acondicionado central, el concepto del open house, y esa fiebre de ponerle nombres gringos a los muchachos: Kevin, Brittany, Ashley, Jason. En los años 80, uno no sabía si estaba en Catia o en un capítulo de Beverly Hills 90210. Y no faltaba el niño que decía “my name is Jason” con acento de Maracaibo.
En la cocina, nos trajeron el microondas. Ese aparato mágico que prometía calentar todo en segundos, pero que también convirtió el arroz en goma y el café en lava. Y trajeron el barbecue, que no es lo mismo que nuestra parrilla. El barbecue venía con salsas dulzonas, hamburguesas congeladas y papas envueltas en papel aluminio. Algunos lo adoptaron con devoción; otros lo miraban con sospecha, como quien ve a alguien ponerle kétchup a la empanada. Porque aquí, la carne se asa con leña o al carbón, se voltea con cariño, y se acompaña con yuca, guasacaca y conversación.
Y tecnología, ¡ni hablar! Los gringos nos trajeron el televisor a color, el VHS, el fax, el beeper, la computadora personal, el internet por dial-up, y más adelante, el celular con tapa que parecía salido de una película de espías. Nos enseñaron que se podía guardar comida en una nevera con dispensador de hielo, que el horno podía tener reloj digital que nadie sabe poner en la hora, y que el teléfono podía tener identificador de llamadas. Y nosotros, que veníamos del ventilador de aspas y la radio de perilla, nos montamos raspin fly en la ola tecnológica como quien se sube a una patineta sin saber frenar.
Y los carros… ¡ay, los carros! Los gringos nos trajeron marcas que se volvieron parte del paisaje urbano: Ford, Chevrolet, Dodge, Jeep, Buick, Pontiac. En los años dorados, tener un Impala era como tener un altar rodante. El Mustang era símbolo de rebeldía, el Camaro de velocidad, y el pick-up Silverado de poder criollo. En las calles y carreteras, se veían esos carros como quien ve una estrella de cine: brillantes, ruidosos, y con ese olor a gasolina que se mezclaba con el perfume de la modernidad. Y no faltaba el tío que decía “este carro es americano, eso no se daña nunca”.
Y el idioma, ¡ni se diga! De repente todo era “cool”, “okey”, “bye”, “sorry”. Los gringos nos metieron el inglés por las orejas, y nosotros lo mezclamos con el español como quien hace un batido sin receta. Así nació el espanglish criollo: “Me fui pa’l mall a comprar unos jeans en special, pero estaba full”. Una poesía urbana que ni Shakespeare se habría atrevido a escribir.
Y así, entre “shopping”, “delivery” ,“take out”, “follw up”, fuimos armando un diccionario paralelo, uno que se habla en los centros comerciales y en las colas del cine. Puede ser que, a la luz de estadísticas, haya pocos venezolanos que hablen inglés, pero eso sí, aquí todo el mundo canta en inglés de corrido. El otro día en un centro comercial en Margarita, en la zona abierta donde hay mesas y sillas, había un gentío viendo en una pantalla gigante el concierto de Coldplay con la Orquesta Sinfónica de Venezuela dirigida por Dudamel. Cuando Chris Martin arrancó con Viva La Vida, todos empezaron a cantar:
“Ay yus tu rul de güorl
Sis wud rais güen ay gueiv de güord
Nau in de mornin’, ay eslip alón
Suip de estrits ay yus tu oun”.
Ajá, Chris Martin, báilame ese trompo en la uña.
Y quizás lo más curioso de lo que nos trajeron los gringos es su forma de ver el mundo. Esa obsesión por planificar, por hacer listas para todo, por medir el tiempo como si fuera oro. En un país donde el tiempo se mide en “ya vengo” y “eso es rapidito”, los gringos nos convencieron de usar agendas, de llegar puntual a las citas (bueno, intentaron), y a decir “gracias” por todo, incluso por cosas que no merecían agradecimiento. Nos trajeron el “customer service”, el “feedback”, el “deadline”, y nosotros los recibimos con cara de “¿y eso con qué se come?”
Pero también se contagiaron. Aprendieron a bailar salsa con dos pies izquierdos, a comer hallacas sin preguntar qué tenían adentro y a decir “chévere” con acento de Texas. Algunos se quedaron, se casaron con criollas y terminaron celebrando el Día de Acción de Gracias con pan de jamón, ensalada de gallina y arroz con leche. Y aprendieron que aquí no se vive sólo para trabajar, sino que también se trabaja para vivir… y para celebrar.
Así que sí, los gringos nos trajeron muchas cosas. Algunas útiles, otras absurdas y muchas que adoptamos con gusto y sazón. Porque si algo sabemos hacer los venezolanos, es agarrar lo que llega, meterle sabor y convertirlo en parte de nuestra fiesta. Y en esa mezcla, en ese sancocho cultural, los gringos son sólo otro ingrediente más—son uno que, aunque a veces sepa a mantequilla de maní, termina haciendo que todo sepa mejor. Maravilloso…
