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Empáticos oscuros: cómo reconocerlos y protegerse de ellos

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[SE}> Cariño en budare / Soledad Morillo Belloso

31-08-2025

Soledad Morillo Belloso

Cariño en budare

Díganme la verdad, sin rodeos ni diplomacias acartonadas: ¿ustedes conocen a algún venezolano que no se derrita por una cachapa bien hecha? Porque si lo conocen, tráiganlo, que hay que revisarle el alma, el olfato, el paladar y hasta el árbol genealógico. Porque la cachapa no es comida. Es hechizo. Es cariño servido caliente. Donde hay cachapa, no hay tristeza que aguante.

Una buena cachapa arranca con ese sonido del maíz tierno molido, ese que huele a campo mojado, a sol de mediodía, a tierra que da gracias. Se extiende sobre el budare como quien se echa una siesta en hamaca, y empieza a dorarse con calma, como si supiera que está a punto de convertirse en milagro. El budare no miente: si canta, hay fiesta. El queso, ese que no se pide por porción sino por fe, se derrite encima como quien confiesa pecados dulces. Y cuando la doblas, cuando la sirves en plato de peltre, en hoja de plátano o en lo que haya, ahí es cuando empieza la magia de verdad. Más vale una cachapa en mano que mil promesas en plato frío.

El primer bocado no se da por hambre. Se da por devoción. Cachapa que se respeta, se come con los ojos cerrados. Se suspira, se hace una pausa como quien va a decir “te quiero” por primera vez. La cara de quien muerde una cachapa recién hecha es la cara de quien recuerda. Hay una sonrisa que se dibuja sin permiso, una mirada que se pierde en el infinito, una ceja que se arquea como diciendo “esto era lo que me hacía falta y no lo sabía”. Cachapa caliente, corazón contento.

Ese primer bocado no es sólo sabroso. Es revelador. Es como abrir un álbum de fotos sin papel. Como volver a casa después de años. Como que te abracen sin decir nada. Cachapa con queso, abrazo sin palabras. Es como que te digan “todo va a estar bien”, sin promesas vacías. La cachapa habla de amor. Amor sin adornos. Amor que se sirve caliente, que se derrite, que se comparte.

Nosotros los venezolanos somos gente de maíz. Somos dulces, dorados y tercos como el sol del mediodía. No sólo lo comemos: lo honramos. Lo sembramos con esperanza, lo molimos con paciencia, lo cocinamos con alegría. El maíz no se discute, se honra. Lo tenemos en el ADN, nos corre por las venas, nos une en la mesa, nos canta en el budare. Está en la arepa, en la hallaca, en el majarete, en el atol. Pero la cachapa… ah, la cachapa es su poema más dulce. Su declaración más tierna. Su abrazo más largo. Quien come maíz, recuerda quién es.

Viene el segundo bocado. Y ahí aparece el recuerdo nítido de la infancia, de esa voz que te decía “cómetela, que estás en los huesos”, aunque uno estuviera redondo como tambora. En cada mordisco de cachapa, hay un pedazo de abuela, de mamá, de tía, de tata, de madrina. Te lleva de vuelta a la carretera, a la parada obligada en el tenderete del interior, donde el budare nunca descansa y el queso canta. Donde se dora el maíz, se enciende la esperanza. Te lleva a la mesa de la casa vieja, donde todos hablaban al mismo tiempo y nadie se peleaba por la última cachapa porque siempre había otra en camino.

La cachapa tiene un poder indiscutible: el de reconciliarte contigo mismo y con la vida. Pero hay más: cura el mal humor, borra el cansancio, quita el patatús, hace olvidar que el dólar subió y que el agua no llegó. Cachapa servida, memoria encendida. Es abrazo, es besuqueo, es carcajada. Es ese momento en que todos en la mesa se callan, porque están ocupados saboreando la felicidad. Y ese silencio no es vacío. Es lleno. Es sagrado.

Y si alguien dice que no le gusta, uno sospecha. El que no se emociona con una cachapa, necesita terapia de budare. Porque ¿cómo no amar algo que sabe a infancia, a tierra, a cariño? La cachapa no es un plato típico. Es una declaración de amor. Es testimonio de que, a pesar de todo, seguimos teniendo razones para sonreír. Quien se olvida del maíz, se pierde del mapa emocional. El maíz es pertenencia. Es decir “yo soy de aquí” sin necesidad de pasaporte. El que no ama el maíz, no ha probado la patria.

Quien ama la cachapa, entiende a Venezuela. Porque en ese bocado está el mapa de querencias de un país que no se rinde. Que canta, que cocina, que recuerda. Que se sienta a la mesa con dignidad, aunque falte todo menos el sabor.

Y si algún día nos preguntan qué nos une, qué nos define, qué nos salva… respondamos sin titubeos: nos unen muchas cosas, entre ellas, el maíz, el budare, y esa cachapa que nos devuelve el alma.

Así que, por favor, no me vengan con cuentos zoquetes. Un venezolano que no ame la cachapa con queso derretido y desparramado, con su toque de mantequilla o de nata, tiene el corazón en modo avión. Y necesita aterrizaje forzoso en cualquier budare que se respete. ¡Urge que alguien corra y le haga la caridad!

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