[SE}> Agua bendita a la venezolana / Soledad Morillo Belloso

02-09-2025

Soledad Morillo Belloso

Agua bendita a la venezolana

La mañana del bautizo amaneció con el gallo desafinado y la abuela ya en faena y regañando al tío Chicho por olvidar las velas. El sol  despuntaba y ya la casa olía a litros de limpiador de lavanda y a nervios de mamá primeriza.

La bebé, Marianita del Carmen, estaba vestida como virgen de procesión: faldellín de encajes que picaban más que chisme de vecina, escarpines apretados y una cinta en la cabeza que parecía antena de señal celestial. Lloraba con fuerza, como si intuyera que la iban a sumergir en agua bendita sin consulta previa.

La madrina, la prima Elena —experta en llegar tarde pero siempre maquillada como para fiesta de quince años— apareció con un rosario enredado en el brazo y una bolsa de regalo que parecía más para una despedida de soltera que para un bautizo. El padrino, Ramón José, llegó con una botella de cocuy “por si el cura se anima”.

La misa fue un espectáculo. El padre Clemente, con más bautizos encima que años de sotana, soltó su sermón con voz de locutor de radio AM:

“Hoy esta criatura entra al redil del Señor, aunque llore como si la metieran en el corral de los cochinos”.

Cuando le cayó el agua bendita, Marianita pegó un grito que hizo temblar los vitrales. La abuela soltó: “¡Esa bebé tiene carácter, igualita a la bisabuela Domitila!” y todos aplaudieron como si acabara de ganar el Miss Venezuela.

La merienda fue un festín. Sobre el mantel de angelitos tropicales se alineaban empanaditas sudadas de orgullo, pastelitos de queso que se deshacían con sólo mirarlos,  bollitos de maíz envueltos en hojas de plátano como reliquias ancestrales y tequeños en suficiente cantidad para que no hubiera pleito.

La torta, una obra de arquitectura azucarada, tenía tres pisos y una palomita de fondant que parecía más loro que símbolo de paz. La abuela, al verla, soltó: “¡Eso no es paloma, eso es un animal mitológico!” y el primo Juanito le tomó foto con su celular y procedió a postearla como si fuera digna de publicación en el  National Geographic.

Los niños, con las caras pintadas de chocolate corrían entre las piernas de los adultos como si el patio fuera parque de diversiones. Uno se metió debajo de la mesa y salió con una empanada en la mano y una servilleta en la cabeza, gritando que era “el monaguillo ninja”.

No faltó bebida: jugo de guayaba, papelón con limón en vasos de cotillón que decían “Feliz Bautizo”, y el infaltable café negro servido en tacitas desparejadas, porque “bautizo sin café es como arepa sin relleno”. Y claro, una tizana de color extraño y ron para los guarapazos y brindar como Dios manda.

Entre mordiscos, tragos y carcajadas, se tejían las historias. La tía Milagros recordaba cómo en su bautizo se cayó la pila, el compadre Ramón José juraba haber visto una paloma  sobrevolando la casa el día de su confirmación, y la madrina lloraba otra vez, esta vez porque “la torta le recordó a su primer amor”.

Los regalos para la bebé llegaron como bendiciones envueltas en papel brillante y lazos exagerados. Había de todo: vestiditos bordados con florecitas que parecían salidos de novela de época, zapatitos tan pequeños que daban ternura sólo de verlos, y mantas tejida por  monjitas del colegio que juraban haber usado “lana bendecida por San Blas”.

No faltaron los clásicos: el set de cucharita y tenedor plateado, el marco para la foto del bautizo con espacio para poner un mechón de pelo, el inevitable peluche gigante que terminó ocupando más espacio que el coche y un florerito horroroso con dibujos de  dragones chinos.

Algunos regalos venían con tarjetas escritas en cursiva, deseándole a Marianita del Carmen “una vida llena de luz y amor”. La abuela, con ojo clínico, iba clasificando todo: lo útil, lo simbólico y lo que “se guarda por si acaso algún día se hace una rifa”. Porque en bautizo venezolano, cada regalo es parte del anecdotario familiar.

Los recuerditos de salida estaban alineados sobre una mesita primorosamente adornada con florecitas de papel crepé, como si fueran tesoros esperando ser reclamados. Cada uno venía en su bolsita de celofán, una estampita de la Virgen, una velita decorada con cinta dorada, y un mini frasquito de agua bendita que la abuela había llenado personalmente “con fe y con pulso de cirujano”. Algunos incluían una medallita que decía “Gracias por acompañarnos en el bautizo de Marianita del Carmen”, escrita con letra que parecía sacada de manual  de caligrafía.

Los niños se peleaban por los que traían caramelitos, y los adultos los guardaban como reliquias, sabiendo que en casa, junto al televisor o en el escaparate, ese recuerdito se convertiría en testigo de una tarde de bendiciones.

Caida la tarde, con el último pastelito devorado y el café comenzando a perder fuerza, ya idos  los convidados, abuelos, papás y padrinos cayeron redondos en los sofás como soldados después de batalla.

Algunos con los zapatos en la mano, otros con la barriga llena y la mirada perdida en el techo, contemplaban el reguero como quien ve una obra de arte abstracto: platos sucios, servilletas arrugadas, tazas huérfanas y una empanada solitaria sobre el televisor.

En aquel silencio casi sagrado, nadie se atrevía a decir “hay que recoger”, aunque todos lo pensaban. La abuela, con los pies hinchados y el delantal manchado de torta, se acomodó en su butaca con un suspiro que parecía oración.

El compadre Ramón José roncaba con ritmo de tambora, y la madrina Elena dormía con la boca abierta y el rosario enredado en el moño.

Y justo cuando parecía que el descanso iba a durar al menos diez minutos, se oyó el berrido agudo, sentido, como si la bebé reclamara atención divina. La abuela se levantó con una agilidad que desafiaba la lógica y la ciática. “¡Mejor los berridos que el reguero!”, pensó mientras caminaba al cuarto, dejando atrás el campo de batalla doméstico.

Y entre bostezos y risas, los demás quedan a cargo de la recogedera;  limpiar, acomodar, y seguir queriendo.

No sé para ustedes, pero para mí esto basta y sobra para levantar la voz, para plantarse con firmeza y decir que este país, con sus rituales, sus risas, sus sabores y sus saberes, merece ser defendido.

El país no se trata sólo de geografía ni de bandera: se trata de la gente, de gestos sencillos que nos definen, de abrazos que no necesitan palabras, de bautizos que terminan en fiesta y de abuelas que se levantan impulsadas por amor.

Por todo eso, yo abrazo el país que somos. Y lo defiendo, con memoria viva, con alegría terca y con la certeza de que aquí, incluso en medio del reguero, hay belleza que no se rinde.

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