16-09-2025
Lo que nos trajeron los alemanes
Los alemanes llegaron con maletas llenas de sueños bien doblados, apellidos que parecían trabalenguas de feria y una seriedad que uno pensaba: “¿Será que esta gente desayuna sin sonreír?” Pero no. Lo que pasa es que su humor viene en barril, fermentado, servido con espuma y acompañado de salchichas que humean como cuento recién contado.
No vinieron a imponer ni a mandar. Vinieron como quien toca la puerta con respeto y dice: “¿Y si le ponemos chucrut a esa arepa?” Y ahí empezó la mezcla. Porque lo que trajeron no fue sólo comida ni costumbres, sino una manera de vivir que se nos metió como papelón en limonada: inesperada, chispeante y sabrosita.
Trajeron su idioma, sí. Con esa r que no se pronuncia, se lanza. Una r que ruge como trueno tropical, que vibra como tambor de San Juan. Cuando dicen Strudel, uno siente que viene tormenta dulce. Cuando dicen Bier, el vaso se llena solo. Esa r no se susurra, se celebra. Es como decir “te quiero” con acento bávaro y corazón criollo.
Y si vamos a celebrar, empecemos por el pan. ¡Ay, el pan! Crujiente como hoja seca en diciembre, con nombres que parecen hechizos: pretzel, streusel, pumpernickel. Nos enseñaron que el desayuno no es apuro, es ceremonia. Mantequilla untada con cariño, mermelada casera, café en taza de porcelana, no en vaso plástico que se derrite si lo miras feo.
Y si hablamos de ceremonia, hay que hablar del cochino. Porque si alguien sabe cocinar cerdo con devoción de misa mayor, son los alemanes. Lo deshuesan como quien compone un vals, lo adoban como quien pinta un óleo, y lo hornean con paciencia de relojero.
El resultado: cochino crujiente por fuera, jugoso por dentro, con piel dorada que suena como tambora cuando la muerdes. En la Colonia Tovar, el cochino no es comida: es rito, es fiesta, es abrazo servido en bandeja. Y si le ponen ensalada de papas y chucrut al lado, eso ya no es plato, es tratado de paz.
También nos regalaron la cerveza artesanal, esa que tiene cuerpo, alma y apellido. Fundaron cervecerías que hoy son templos del lúpulo, y nos enseñaron que beber no es perder el juicio, sino brindar por la vida, por el vecino que te prestó la manguera, por el perro que no ladra y por la nube que no llueve.
Y hablando de vecinos, trajeron algo que aquí parecía ciencia ficción: la puntualidad. Esa costumbre de llegar a la hora que uno dice, no “entre seis y siete, dependiendo del tráfico, la luna y si me provoca”.
Al principio nos pareció brujería. ¿Quién llega a las seis en punto? Pero luego entendimos que la puntualidad también es una forma de cariño. Y empezamos a intentarlo… a veces… cuando Mercurio no está retrógrado y el gallo canta con ganas.
Nos enseñaron a construir casas que no se caen con el primer aguacero, a sembrar jardines que no se marchitan en dos días y a usar herramientas con nombres raros pero eficaces. El alemán promedio puede arreglar una licuadora con un destornillador y una ceja levantada. Y si no puede, la convierte en lámpara, artefacto o escultura funcional. Todo es posible con un poco de ingeniería y mucha terquedad.
Pero no todo fue orden y eficiencia. También trajeron sus fiestas. ¡Ah, las fiestas alemanas! El Oktoberfest, que aquí se celebra con más entusiasmo que el cumpleaños de la tía favorita. Música, cerveza, bailes que parecen ejercicios aeróbicos y una alegría que se contagia como gripe en autobús.
Y la Navidad, con sus mercados, sus galletas de jengibre y sus árboles decorados con precisión milimétrica. Nada de luces que parpadean como si tuvieran nervios. Aquí, la Navidad alemana es sinónimo de orden, dulzura y aroma a canela que te abraza desde la puerta.
Y si hablamos de música, también nos trajeron partituras que se mezclaron con el alma criolla. En Maracaibo, los saraos alemanes se llenaban de valses interpretados por músicos como Pepe Villalobos y Julio Añez Puche. La danza expresionista también dejó huella: desde las visitas de Pina Bausch hasta las escuelas venezolanas inspiradas en el tanztheater. La música alemana no sólo se escuchó, se bailó, se vivió. Y aquí se quedó. Muchos profesores de música y músicos de nuestras orquestas tienen apellido alemán y corazón venezolano.
Y en medio de todo eso, trajeron historias. Historias de guerra, de migración, de esperanza. Historias que se mezclaron con las nuestras y que hoy forman parte del sancocho nacional. Porque en Venezuela, cada migrante es condimento, nota musical, estrofa nueva en el canto colectivo.
Y si hablamos de mezcla, hay un rincón que merece su propio brindis: la Colonia Tovar. Ese pedacito de Alemania sembrado en las montañas de Aragua, donde el aire huele a pino, a pan recién horneado y a nostalgia bien llevada. Fundada en 1843 por inmigrantes bávaros, la Colonia es testimonio vivo de cómo la memoria puede convertirse en ritual.
Allí, entre casas de madera con techos a dos aguas, jardines que parecen cuentos de Grimm y salchichas que rivalizan con cualquier parrilla criolla, se celebra la posibilidad de pertenecer a dos mundos a la vez. El chucrut convive con la arepa, el strudel con el papelón, y el joropo se cuela entre los valses como quien pide pista en una fiesta donde todos son bienvenidos.
Y si hablamos de raíces que se quedaron, basta con mirar los apellidos que llegaron con acento alemán y hoy suenan como ventolera. Apellidos como Schneider, Römer, Müller, Becker, Klein, Bauer, Braun, Busch, Baumann, Berger, Vollmer, Brandt, Zingg, Blohm. Fundaron panaderías, cervecerías, comercios, industrias.
Y muchos simplemente se quedaron a vivir, a amar, a criar hijos que hoy bailan joropo con apellido bávaro y alma venezolana. En la Colonia Tovar, en El Jarillo, en Puerto Cabello, en Maracaibo. en Caracas y más allá, esos nombres ya no se pronuncian con timidez, sino con orgullo y sabor a papelón.
Y si de memoria hablamos, no podemos olvidar a Alexander von Humboldt, el científico alemán que llegó a Venezuela en 1799 y vio más allá de los mapas. Observó cómo la tala de árboles afectaba el Lago de Valencia y fue el primero en advertir que el ser humano podía alterar el clima.
Su mirada era integral: ciencia, justicia y naturaleza como un solo cuerpo. Inspiró a Bolívar, a Darwin, y a generaciones que hoy siguen luchando por proteger lo que somos y lo que tenemos. Humboldt no sólo midió montañas, midió el alma de un continente.
Así que sí, los alemanes nos trajeron muchas cosas. Algunas prácticas, otras deliciosas y muchas profundamente humanas. Nos enseñaron que la disciplina no está peleada con la alegría, que el orden puede convivir con el sabor, y que la mezcla, cuando se hace con respeto y cariño, siempre da como resultado algo hermoso.
Y si no me creen, vayan a cualquier panadería alemana en Caracas, pidan un Strudel de manzana (con esa r que truena), y díganme si no es una forma de decir “te quiero” con masa, canela y memoria compartida.
Podría escribir páginas y páginas sobre los alemanes en Venezuela. Pero no es cuestión de jugar a la historiadora que no soy. Les sugiero referirse a trabajos maravillosos de Karl Krispin, y Kurt Nagel, por sólo mencionar a dos “alemanólogos”. Léanlos. Se van a dar un gustazo. Y si los leen saboreando un strudel de manzana, mejor.
