29-08-2025
Soledad Morillo Belloso
Más que receta, milagro
Busco la palabra justa. La que diga sin rodeos, la que defina sin exagerar. No la encuentro. ¿Será que no existe? O quizás sí, pero se esconde entre aromas y memorias.
El pernil de cochino a la venezolana se cocina en Caracas, Carora, Maturín o Mérida, pero también en Miami, Madrid o Montreal. No reconoce fronteras: más que un plato, es patria que se guarda en el paladar y se despierta en el anhelo de volver, aunque nunca se haya ido del todo. Su sabor persiste, sin importar clima, horno ni acento.
Donde hay un venezolano, hay cocina convertida en santuario. Da igual si es verano en Nueva York o si hay frío en Argentina: el rito se repite. El pernil se aliña con recuerdos, se hornea con paciencia, se sirve con gratitud. Y cuando el aroma invade, algo se enciende. No es hambre: es arraigo. Es certeza de que, cerca o lejos, seguimos siendo parte de lo mismo.
Reúne a quienes partieron y a quienes se quedaron, a los que extrañan con llanto y a los que evocan sin tristeza. Es puente entre la abuela que cocina en Maracay y el nieto que lo intenta en otro continente. Un hilo invisible une cocinas dispersas, transforma la ausencia en cercanía.
No todos lo preparan igual, pero todos lo hacen con el mismo deseo: recordar, aunque sea por un instante, al país que se lleva dentro. Ese lugar que se dora con papelón, se adoba con cuentos, se sirve con risas. La Venezuela que resiste, se reinventa y nunca deja de convocar.
El pernil no tiene patria chica. Se cocina en casas de bahareque y en hornos de acero, sin importar acento ni ideología. Es ceremonia que atraviesa clases, geografías y generaciones. Cuando se adoba, también se macera la esperanza. Se cuece el país que soñamos: lento, profundo, servido con orgullo.
No espera diciembre. Puede aparecer en medio de un apagón, en una reunión improvisada, en un reencuentro largamente postergado. “Vente a comer el sábado, que voy a hacer pernil”. Y entonces el aire se perfuma con aromas que no sólo alimentan: consuelan, evocan, sanan. El ajo convoca, la naranja suaviza, el papelón recuerda que lo amargo puede volverse festivo.
Prepararlo es acto de fe. Se cocina para muchos, incluso para los que ya no están. Por si acaso ese a quien tanto extrañamos aparece sin avisar. Porque el pernil no es sólo alimento: es banco de madera donde se sientan los vivos y los aparecidos, los que emigraron y los que no se fueron. Es la forma en que el venezolano dice: “Somos.”
Cada corte guarda una historia. La parte dorada para el que siempre llega tarde. La costilla para quien dice que no come grasa, pero no aguanta dos pedidas. La grasita achicharrada seduce al más desconfiado. El jugo se guarda como oro líquido, testimonio de encuentro. Y si sobra, se transforma en arepa rellena, en almuerzo del día siguiente, en cuento que se repite. Porque el pernil no se termina: sigue viviendo en la memoria, en la conversación, en el olor que se queda pegado al alma.
En tiempos de fractura, el pernil une. Al que vota distinto, al que reza distinto, al que piensa distinto. Frente a la bandeja humeante, todos somos iguales: tenemos hambre, queremos reír, necesitamos pertenecer. El pernil no pregunta por ideologías, pregunta por afectos. Y en ese gesto de compartir, de servir, de decir “agarra tú primero”, se revela una Venezuela generosa, capaz de convertir la carne en símbolo, la mesa en país.
Es metáfora de lo que somos y de lo que podríamos ser. Un país que se cocina lento, se adoba con historia, se dora con paciencia, se sirve con alegría. Que convierte la escasez en ingenio, la tristeza en chascarrillo, la ausencia en canto. Que, como el pernil, sabe que lo mejor está en el centro: en lo compartido, en lo sabroso, en lo que se reparte sin mirar a quién.
Sin necesidad de fiesta ni calendario, el pernil hace lo suyo. Reúne lo disperso. Consuela lo roto. Nos da la bendición. Porque en Venezuela, cualquier día puede ser sagrado si hay pernil en la mesa y ganas de seguir creyendo.
Sí, necesitamos un buen pernil. Como quien busca un reencuentro y un abrazo caliente. No es sólo carne bien aliñada: es país que se hornea, memoria que enamora, esperanza que se parte y reparte.
Nos recuerda que aún sabemos ser gente, que podemos compartir sin preguntar por credos ni colores, que hay sabores que nos igualan. Que el país no está en los palacios y los cuarteles. Que frente a una bandeja humeante, todos somos hijos del mismo cuento, del mismo fogón.
Nada está perdido. Hay rituales que sobreviven al exilio, a la escasez, a la soledad, al desencanto. El país vive en la cocina, en el gesto de servir, en la risa que estalla cuando alguien dice “esto quedó como lo hacía mi abuela”.
Al pernil lo necesitamos. Para reconciliarnos. Para que el que se fue y el que se quedó mastiquen juntos el mismo recuerdo. Para que el país, ese que a veces parece tan roto, se vuelva entero, servido en bandeja, bañado en jugo, compartido sin reservas.
Un buen pernil no arregla todo, pero lo dice todo. Dice que seguimos creyendo. Que no es posible matar la fe. Que seguimos cocinando futuro con lo que tenemos. Que la alegría, como el cochino, se dora vuelta y vuelta, con paciencia.
Y como creo en la inclusión, cuando hago pernil y sé que vienen mis amigos judíos, también preparo cordero. Porque nadie debería quedarse por fuera de la mesa. Porque la celebración no se trata sólo del plato, sino del gesto. Porque compartir es reconocer al otro, honrar sus creencias, sus costumbres, sus afectos. Y así, entre cochino y cordero, la mesa se vuelve más grande, más cálida, más nuestra.
Al final, el pernil no es sólo lo que se sirve: es lo que se convoca. Es memoria de país que se cuece, esperanza que se reparte. Es certeza de que, mientras haya alguien dispuesto a adobar con amor y servir con alegría, Venezuela sigue viva en cada cocina, en cada gesto que dice “aquí cabemos todos”. Y si hay pernil —o cordero, o lo que toque—, hay país. Hay futuro. Porque donde se cocina con afecto, se reconstruye lo que parecía perdido. Y eso, más que receta, es milagro.
Ah, sí había una palabra. Y la encontré: milagro.