30-08-2025
Con amor del bueno
Aquí no se dice “me provoca un dulce”. Aquí se dice: “dame ese cuadrito para quitarme el salado”. El chocolate venezolano no es golosina, es amor dulce envuelto en papel brillante, consuelo portátil. Es ese pedacito que se reparte en la mesa como repartiendo bendiciones: “toma, para que te acuerdes de que aquí se te quiere”. Y si hay visita, se saca el mejor, el que hace que uno diga “¡Ave María Purísima!”, pero con el paladar pecando con gusto y sin arrepentimiento.
En las casas nuestras, el chocolate se comparte con confianza, con risita, festejando el placer de estar en buena compañía. Se parte en trocitos, se pasa de mano en mano: “El que reparte chocolate y no prueba, o está bravo o enfermo.” Y ahí mismo le llega su pedacito, porque aquí nadie se queda sin probar. Chocolate compartido, corazón agradecido. Y si alguien se pone rencoroso: “cómete un pedacito, que donde hay chocolate, hay perdón.”
El chocolate venezolano tiene maña. Se derrite lento, enamora sin apuro. Sabe a tierra mojada, a tambor de playa, a domingo sin agenda. Cuando se lo muerde, se activa la memoria: la merienda en la escuela, el cuadrito escondido en la gaveta, el cacao en polvo que la mamá le ponía al arroz con leche “para que agarre cuerpo”. Chocolate en la merienda, alegría sin agenda. Y si el día está feo, un cuadrito lo endereza: “Si el mundo se va a acabar, que me agarre con chocolate en la boca.”
A mi marido le podía faltar de todo: gasolina, paciencia, hasta los reales para el mercado. Pero nunca, jamás, un chocolatico. Él decía que el día no arrancaba sin su cuadrito, como quien necesita bendición antes de salir. Y si no lo encontraba, se ponía como gallo sin corral: daba vueltas, abría gavetas, revisaba los bolsillos del pantalón de ayer, hasta que aparecía ese tesoro marrón. Lo saboreaba con los ojos cerrados: “Con chocolate en la boca, hasta los problemas saben a fiesta.” Ese cuadrito era su alegría portátil, su modo de decir “aquí estoy, listo para echarle pichón; contigo, pan y chocolate.”
Y están los que se lo comen a escondidas. Abren la gaveta con sigilo, revisan detrás del arroz, y encuentran ese cuadrito que no estaba para ellos, y se lo bajan con cara de “yo no fui”. Se les nota en la sonrisa ladeada, en el papelito arrugado que queda como evidencia, en el dedito untado que delata la travesura. Y cuando los descubren: “es que chocolate robado sabe mejor.” El que come chocolate a escondidas, tiene alma de niño. Y el que se chupa los dedos, sabe que el bombón era bueno.
En velorios, en cumpleaños, en bautizos y hasta en peleas, el chocolate es palabrero. Se ofrece a terciar: “vamos a arreglar esto de la mejor manera”. Y funciona. Porque nadie se resiste a un chocolatico bien dado. Y para el mal de humores: “cómete un chocolatico para que te endulces”.
El chocolate es el antídoto oficial contra el despecho y el mal de amores, más eficaz que cualquier consejo de comadre o playlist de baladas lloronas. Cuando el corazón se rompe, lo primero que hay que buscar no es terapia, es un bombón. El chocolate abraza sin brazos. Se derrite en la lengua como susurrando promesas nuevas, y mientras se saborea, el alma se va recomponiendo poquito a poco. Chocolate en la boca, silencio en la pena. Y si el despecho es de marca mayor, se sube la dosis: taza de chocolate caliente, torta húmeda de chocolate, bombones rellenos y hasta cucharadas furtivas del pote de crema de chocolate. Mi vecina, que ha llorado por tres amores y medio, afirma: “El que no cura el despecho con chocolate, se le queda pegado el recuerdo.” Y eso sí que no. Aquí se llora con sabor, se supera con dulzura, y se prepara el paladar para un próximo querer.
Y si alguien pregunta qué tiene de especial, uno responde sin darle muchas vueltas: “Tiene lo que tiene Venezuela: sabor, carácter y ganas de vivir.” Porque el chocolate venezolano no es sólo cacao. Es historia, es costumbre, es pasión envuelta en papel. Es ese pedacito que uno guarda “por si acaso”, pero que siempre termina compartiendo. Chocolate en la cartera, por si la nostalgia aprieta. Y si alguien lo ofrece sin pedir nada a cambio, uno sabe que ahí hay amor a la venezolana.
Nunca falta, claro está, el nutricionista improvisado que suelta la frase aguafiestas: “Pero eso engorda.” Y ahí es cuando uno respira hondo, se acomoda el cuadrito en la boca como quien se pone una medalla, y responde: “Qué va… el que engorda es uno.” Que el chocolate no tiene la culpa de nada. Él está ahí, quietico, noble, esperando complacer. El que se desmanda es uno, con las ganas de repetir. Pero el chocolate, ese no engorda: ese acompaña.
Cuando un venezolano se mete un cuadrito de chocolate en la boca, no está comiendo: está reclamando lo suyo. Ese pedacito marrón es patria concentrada, historia que se derrite lento, resistencia envuelta en papel. En ese instante íntimo, casi sagrado, se es dueño de algo que nada ni nadie puede quitar. Ni la inflación, ni el apagón, ni el olvido, ni los ladrones de poder. El chocolate venezolano tiene ese truco de convertir lo cotidiano en ritual, lo amargo en dulzura. Pega lo que alguien rompió.
Es como si al saborearlo, se dijera: “Esto es mío, esto me recuerda quién soy.” Y no importa si estás en Caracas, en El Tigre, en Margarita o en cualquier parte del mundo con la nostalgia pegada al pecho. El cuadrito de chocolate te conecta con la tierra, con el tambor, con el fogón, con una abuela diciendo “no te lo comas todo, guarda para mañana.” Pero ese cuadrito no se guarda, se chupa, se saborea, se deja que se derrita… y que la memoria haga su trabajo.
“Chocolate criollo: sabor con apellido.” Y ese apellido es el de todos nosotros. El que se lleva en la lengua, en la sangre, en la risa. El que no se borra ni haciendo trampa. Porque el que ha probado chocolate venezolano sabe que hay cosas que no se negocian. Y ese sabor, ese orgullo, esa dulzura con carácter, es una de ellas.
