18-09-2025
Lo que nos trajeron los inmigrantes cubanos
¡Ah, los cubanos que llegaron a Venezuela en los años 60! No vinieron con las manos vacías. Traían maletas cargadas de historias, acentos sabrosos, recetas que hacían bailar el paladar, una manera de vivir que convertía cualquier reunión en rumba y una cara de alivio porque habían llegado a un país donde existía la esperanza de libertad.
Se instalaron como quien pone una olla de arroz con pollo al fuego: con sazón, paciencia y alegría. Ante la impronta de la crisis que se produjo en Cuba, Venezuela, que ya había recuperado la libertad, les abrió la puerta.
Trajeron el arte de hablar cantando. Un cubano no conversa: interpreta. Uno les preguntaba la hora y ellos responden con una crónica, una décima, y si te descuidas, hasta con un bolero. El “asere, ¿qué bolá?” se mezcló con nuestro “epa, chico”, y nació una jerga híbrida que sólo se entiende entre panas con café en mano.
Y hablando de café, trajeron el colado fuerte, oscuro, espeso como secreto de abuela. Ese que se sirve en tacitas diminutas pero despierta hasta al más dormido. Lo tomaban a cualquier hora, como si el reloj fuera adorno. Con el café venía la tertulia: política, pelota, música, amores perdidos y recetas milagrosas para curar el despecho con guarapo de caña y son de Benny Moré.
En la cocina dejaron huella como quien perfuma una habitación. El congrí se coló en nuestras mesas, el lechón asado empezó a competir con el pernil navideño, y el mojo de ajo se volvió el mejor amigo del pescado margariteño. ¿Y el arroz con leche? El nuestro era tímido; el cubano venía con canela, cáscara de limón y una historia detrás de cada cucharada.
También trajeron música, esa que no se escucha: se vive. El son, el guaguancó, la guaracha. Nuestros oídos se llenaron de tumbadoras, maracas, timbales y pasos que no sabíamos que nuestros pies podían dar. Las fiestas se alargaban hasta el amanecer. Y no sólo bailaban: enseñaban a bailar. Con paciencia, con gracia, con ese “ven acá, mi amor, que tú tienes ritmo en la sangre”. Nos enseñaron que el cuerpo tiene memoria y que el alma se sacude con un buen danzón.
En las barberías eran poetas con tijeras. Cortaban el pelo mientras contaban historias de su barrio en La Habana, de la vez que vieron a Celia Cruz en vivo, o del primo que tocaba el tres como los dioses. De allí se salía con el pelo arreglado y el corazón contento.
En las esquinas, cafés y mercados trajeron el arte de la conversación. El cubano no habla por hablar: habla para conectar, provocar, reír. Nos enseñaron que el chisme bien contado es casi literatura, y que la exageración embellece la verdad con legítima picardía.
También trajeron refranes que se mezclaron con los nuestros y crearon híbridos gloriosos. “El que no tiene de Congo tiene de Carabalí” se encontró con “el que nació para martillo, del cielo le caen los clavos”, y nació una sabiduría popular que no se aprende en libros, sino en cocinas y patios.
Y ojo, no todo fue fiesta. Muchos llegaron con nostalgia, con heridas, con historias duras. Pero incluso eso lo transformaron en arte, en humor, en resistencia. Nos enseñaron que la tristeza se puede cantar, que el exilio se puede cocinar, que la memoria se puede bailar.
Los cubanos que llegaron en los 60 no sólo se quedaron: se mezclaron. Se volvieron parte del tejido venezolano, como el papelón con el jugo de limón. Y hoy, cuando escuchamos un “mi hermano, cómo tú estás” (con el “tú” antes del verbo), sabemos que no es sólo una frase de saludo: es un pedacito de Cuba bailando en nuestra tierra.
La radio, la televisión, el cine y la publicidad no habrían alcanzado su esplendor sin los cubanos que llegaron a Venezuela. Lo digo como brindis a la memoria compartida, porque trabajé muchos años en ese mundo.
No sólo trajeron talento técnico y artístico, sino una sensibilidad narrativa que convirtió los medios en rituales de pertenencia. En la radio, su influencia se sintió en la musicalización, el humor costumbrista y la creación de personajes entrañables que hablaban como el pueblo y para el pueblo.
En televisión, aportaron una escuela de actuación y producción que elevó el drama cotidiano a arte popular. Y en el cine, ¡ay el cine!—trajeron una mirada capaz de contar lo íntimo con grandeza.
La publicidad también se impregnó de ese sabor cubano: jingles con tumbao, locuciones con picardía, campañas que tocaban el corazón. No era sólo técnica: era alma. Como si cada cuña fuera una guaracha, cada aviso una décima, cada programa una tertulia de esquina. Donde un cubano pone voz, el pueblo encuentra eco.
La música del exilio cubano no sólo cruzó fronteras: se sembró en el alma venezolana como semilla de pertenencia. Boleros como Dos gardenias, sones como El manisero, y guarachas que llegaron en maletas junto a fotos y recetas, se volvieron parte de nuestro repertorio emocional.
No eran sólo canciones: eran relatos cantados de nostalgia, resistencia y alegría. En radios, fiestas y patios con sillas de mimbre, esas melodías se mezclaron con el cuatro y el tambor, creando una fusión que ya no distingue origen.
Hoy, cuando suena un son cubano en una esquina de Porlamar o en un matrimonio en Barquisimeto, no se pregunta de dónde vino: se baila como propio, porque lo es.
Hay canciones que se volvieron himnos. Se sembraron en nuestra memoria colectiva como cantos de ternura migrante.
“Guantanamera”, con su estribillo que todos pueden cantar, se volvió ritual en reuniones, peñas y actos escolares. No importaba si alguien era cubano, venezolano, colombiano o portugués: al decir “Guantanamera, guajira Guantanamera”, se invocaba algo más grande que una canción. Era puente entre la necesidad de compartir y el deseo de pertenecer.
“Cuando salí de Cuba” —esa sí que duele bonito—. En las voces de quienes llegaron con maletas llenas de recuerdos y esperanzas, se convirtió en lamento dulce, bolero que hablaba por todos los que dejaron atrás una tierra amada. En Venezuela, se cantaba como si fuera propia, como si el “cuando salí de Cuba” fuera también “cuando llegué a Venezuela”.
Cuando Celia Cruz pisó suelo venezolano, no llegó como visitante: llegó como reina. Su voz, que parecía tener azúcar y tambor, encontró eco inmediato en un país que también canta con el alma. En los años dorados de la televisión y la radio, Celia fue figura querida, invitada estelar en programas como Sábado Sensacional, donde su “¡Azúcar!” se volvió grito compartido.
En las fiestas, sus canciones eran garantía de pista llena, y en los barrios, su imagen adornaba paredes como si fuera parte de la familia. Venezuela no sólo la aplaudió: la adoptó. Porque cuando Celia cantaba, el Caribe entero se reconocía en su voz.
En el Caracas de los años ochenta, cuando la bohemia tenía acento caribeño y las noches olían a ron y tertulia, Concha Valdés Miranda encontró en Le Groupe un escenario íntimo donde su voz y sus letras se volvieron confidencias cantadas.
Allí, entre luces tenues y copas medio vacías, la autora de ‘El que más te ha querido’, ‘Orgasmo’ y ‘Házmelo otra vez’ no sólo interpretaba: confesaba. Su presencia era magnética, y su repertorio una mezcla de despecho y ternura que hablaba directo al corazón del público caraqueño. Le Groupe no era apenas un local más: era templo de la canción con alma, y Concha, allí, se volvió sacerdotisa.
Y sobre el humor cubano se puede escribir un libro gordo. Cuando Álvarez Guedes venía a Venezuela decía: “óyeme tú, que llegué a casa”.
Ese “óyeme tú, que llegué a casa” no era solo una frase: era declaración de afecto, manera de decir “aquí me siento en familia”. Porque Venezuela, con su alma de arepa y tambor, le abría los brazos como si fuera barrio propio. Y él, con voz de ron y picardía, nos regalaba carcajadas que sabían a malicia buena, a refrán improvisado, a cuento que aunque escuchado mil veces, te arrancaba lágrimas de risa.
Tengo muchos amigos cubanos que se volvieron también venezolanos. O que son descendientes de cubanos que vinieron a Venezuela. He trabajado con ellos y también tengo “comadres” cubanas, que hoy son tan venezolanas como yo.
Esos cubanos que vinieron nos trajeron su manera de decir “aquí estoy”, con café fuerte, guaracha encendida y manos que saben levantar lo caído. Nos trajeron la costumbre de no rendirse, de hacer familia donde antes sólo había vecinos.
Y en cada gesto, nos enseñaron que la alegría también migra, y que el alma cubana sabe hacer patria en cualquier esquina donde se escuche un tumbao.
