14-09-2025
Lo que nos trajeron los inmigrantes españoles
Ah, los españoles… Cuando llegaron como inmigrantes a Venezuela, no sólo trajeron maletas llenas de ropa bien doblada, santos envueltos en papel periódico y fotos de abuelos con cara de “no me hables antes del café”. Trajeron una manera de estar en el mundo. Una forma de hablar distinguiendo las ces y las zetas de las eses, de regañar con cariño, de cocinar con abundancia y de contar historias que empiezan en Galicia, pasan por Oviedo y Barcelona, y terminan en Ciudad Bolívar, con escala en un bodegón de Chacao y alguna fiesta patronal en Valencia (la nuestra).
Los gallegos llegaron con esa mezcla de terquedad y ternura que los hace únicos. Montaron panaderías donde el pan sobado se convirtió en religión, y si el pan no estaba caliente, mejor ni lo mencionaras. “¡Ese pan está frío, respeta!”, decían con tono de juez supremo.
Y nosotros, que no somos bobos, aprendimos que el pan se come calientico, con mantequilla, y acompañado de cuentos largos que empiezan con “Cuando yo llegué a este país…”
Los asturianos trajeron gaitas, fabada y esa nostalgia que se cura con sidra y trabajo duro. Montaron negocios donde el olor a chorizo se mezclaba con el de la empanada criolla. Y si había fiesta, sacaban la gaita y armaban tremendo jolgorio: mezcla de romería y parranda caraqueña. “Esto no es Asturias, pero se le parece”, decían mientras brindaban con papelón con limón.
Los catalanes llegaron con precisión, con orden, con esa manera de hacer las cosas que parece coreografía. Montaron pastelerías donde el brazo gitano se volvió primo hermano del quesillo, y tiendas donde todo estaba etiquetado, contado, medido. “Això està bé”, decían, y nosotros respondíamos “¡Está chévere!” sin saber que estábamos hablando el mismo idioma del afecto.
Y los refranes… ¡Ay, los refranes! Nos trajeron una enciclopedia de sabiduría popular: “Más vale pájaro en mano que cien volando”, “A quien madruga, Dios lo ayuda”, “Donde fueres, haz lo que vieres”.
Nosotros los agarramos, los mezclamos con los nuestros y creamos unos híbridos que ni Cervantes entendería. “Más vale arepa en mano que jamón ibérico en vitrina”. Porque aquí todo se tropicaliza, se sazona, se vuelve fiesta.
También trajeron esa costumbre sabrosa de montar negocios con nombres que parecen sacados de una novela picaresca: “Ferretería El Gallego”, “Bodegón La Española”, “Carnicería Don Pepe”. Y si el negocio prosperaba, le añadían “y algo más”. Así nacieron joyas como “Panadería La Ibérica y algo más”, donde vendían pan, café, chucherías, papel higiénico y hasta consejos matrimoniales.
Pero si hay algo que nos une con España —como el arroz con la leche y el azúcar en el arroz con leche— es la música. Mi papá alucinaba con Sarita Montiel, una mujer que cantaba cuplés con voz de terciopelo, fumaba puros como quien recita poesía, y vivía como quien sabe que la vida es un escenario. Saritísima no sólo era diva, sino género propio.
El Poliedro de Caracas, el Teresa Carreño, el Forum de Valencia y cuanto teatro, club y sala de shows y fiestas existe en Venezuela han sido testigos de conciertos que se volvieron rituales. Raphael, con su voz de drama y terciopelo, nos enseñó que un “yo soy aquel” podía sonar como bolero y como zarzuela.
Cuando yo era una niña con pretensiones de gente grande (ya no soy niña y sigo sin ser grande) Fórmula V —con su pop alegre y contagioso— nos hacía bailar como si estuviéramos en una fiesta de pueblo, con papelillos y cotillón. Cuando sonaba “Eva María se fue buscando el sol en la playa” o “Cuéntame”, más de uno se enamoraba sin saberlo.
Las canciones de Fórmula V se volvieron parte del paisaje sonoro de nuestras vacaciones, nuestras fiestas con picó, nuestras tardes de radio AM. Y aunque eran de España, se volvieron nuestros. Donde suena Fórmula V, hay memoria, hay alegría y hay corazón.
Rocío Dúrcal, que ya nos había enamorado con su “Amor en el aire”, nos cantó rancheras con acento madrileño y nos hizo llorar con “Amor eterno”. Julio Iglesias vino con su sonrisa de galán y nos dejó tarareando “Me olvidé de vivir” mientras hacíamos cola en el abasto. Nino Bravo, con su “Libre como el sol cuando amanece, yo soy libre como el mar”, con esa voz de viento y montaña, nos enseñó que la libertad no se explica: se canta. Su música cruzó el Atlántico y se quedó en nuestras radios, en nuestros corazones.
“¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti?” Con esa sola línea, inolvidable, Perales convirtió el desamor en una pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez. Su música se siente como carta escrita a mano, como suspiro en la ventana. Es la España que nos canta desde el alma y se nos metió en el cuerpo.
Tenemos la mente y el corazón inundados de canciones que nos marcaron de por vida. Los Hombres G, con sus letras de rebeldes del destape, nos hicieron brincar en el CCCT como si estuviéramos en Madrid. Melendi, con su acento asturiano y sus “Likes y cicatrices”, llenó el Poliedro y nos recordó que la melancolía también se canta con ritmo. Mocedades volvió después de 36 años y nos regaló “Eres tú” como si el tiempo no hubiera pasado.
Serrat, con su voz de mar y sus versos de calle, nos cantó “Mediterráneo” y nosotros lo hicimos nuestro, aunque el mar que nos baña sea el Caribe. Serrat y Sabina nos enseñaron que la nostalgia puede tener ritmo, que la memoria se canta, y que un español puede sonar como si hubiese nacido en El Hatillo.
Ah, Alejandro Sanz, con sus letras que duelen bonito. “Corazón partío” se volvió himno de despecho, y “Amiga mía” sonó en radios, taxis y serenatas improvisadas. Porque cuando Sanz canta “Y si fuera ella”, todos tenemos una historia que nos aprieta el pecho. Y cuando dice “No es lo mismo”, entendemos que “lo mismo “ es una enfermedad del lomo y que hay canciones que no se oyen: se sienten.
Cuando Plácido Domingo cantó “Caballo Viejo” junto a Simón Díaz, la ópera se vistió con liqui liqui y el joropo se volvió sinfónico. Fue en el Teresa Carreño, con la Orquesta Sinfónica Juvenil de Venezuela, donde el tenor español se dejó llevar por el alma llanera y convirtió ese clásico en un puente entre dos mundos. Un momento en que la música venezolana se sintió universal, y la voz de Domingo galopó con elegancia por los versos de Tío Simón.
En Venezuela, la afición taurina ha sido más que espectáculo: ha sido rito, herencia y tertulia. Desde las ferias de San Cristóbal y Mérida hasta la Maestranza de Maracay, la Fiesta Brava ha reunido generaciones enteras que celebran el arte del toreo como quien honra una tradición que cruzó el Atlántico con acento español y se sembró en tierra andina y maracayera. Las plazas se llenaban de emoción, de pañuelos blancos, de olés que retumbaban como ecos de siglos.
Y junto a esa pasión por el toro, late también el corazón flamenco. Porque aquí, cuando suena una guitarra rasgueada y una voz se quiebra en quejío, no importa si estamos en Caracas o en Maracaibo: el alma se nos va detrás del zapateo.
El flamenco, con su duende y su drama, encontró en Venezuela tierra fértil para el aplauso. Desde tablaos improvisados en El Hatillo hasta noches de cante jondo en Margarita, el arte flamenco se volvió nuestro, como si el taconeo también llevara arepa en el alma. Porque aquí, el toro embiste con dignidad, y el flamenco se canta con ron y sentimiento.
Lo más hermoso que trajeron fue la costumbre de reunirse. De hacer de la comida un acto sagrado. La paella llegó como ritual dominical: arroz, reunión, cuentos y ese tío que siempre dice “Esto no es paella, pero está bueno”. Porque lo importante no es la receta, sino el acto de compartir.
Los inmigrantes españoles nos enseñaron que la nostalgia se cura con trabajo, que el humor es medicina, y que el hogar se construye con refranes, recetas, canciones y rituales compartidos.
Nos enseñaron a hablar con carácter, a discutir con pasión, a celebrar con comida y a llorar con dignidad. Y nosotros agarramos todo eso, lo mezclamos con tambor, con ron, con hallaca y con chisme, y lo convertimos en identidad.
Así que cuando alguien diga “los españoles nos trajeron muchas cosas”, tú responde: “¡Claro que sí! Nos trajeron sabores que se volvieron nuestros, como si el aceite de oliva aprendiera a bailar joropo y el ajo se mezclara con papelón sin perder su acento.
Llegaron con sus churros, sus pucheros, sus empanadas gallegas, sus paellas con aroma a mar y memoria. En sus maletas venían recetas que se transformaron al calor del fogón criollo: el arroz con mariscos se volvió más picante, el gazpacho se tropicalizó, y hasta el turrón encontró rival en el dulce de lechosa.
En cada mesa venezolana hay un eco de esa herencia: un sofrito que recuerda a la abuela española, un jamón serrano que se come con arepa, un vino de Rioja que se besuquea con las hallacas en diciembre. La comida española no se quedó en nostalgia: se volvió mezcla y sabor con pasaporte venezolano.
Nos trajeron cultura, las tabernas de La Candelaria que se replicaron en todo el país, refranes con garbo, canciones inolvidables y una manera de vivir que se nos metió en la piel.
Y nosotros, como buenos venezolanos, lo mezclamos todo y lo convertimos en fiesta. Porque al final, donde canta un asturiano, baila un margariteño. Donde cocina un catalán, come un caraqueño. Donde cuenta un gallego, se ríe un guayanés. Y cuando canta Alejandro Sanz corea toda la familia. Porque en Venezuela, la historia no se escribe: se canta, se cocina, se celebra.
Adrede, he dejado por fuera a los canarios y a los vascos, porque merecen capítulos especiales.
