22-09-2025
Sentir de pronto amanecer
Quizás tenía que sumergirme. No en cualquier tristeza, sino en una densa, espesa, que llega como la marea cuando nadie la espera. Una tristeza como guarapo fermentado, como sombra que se posa en la espalda sin pedir permiso.
Tuve que bajar, sí. Bajar como quien busca raíces en la tierra húmeda, como quien se deja tragar por el pozo para ver si al fondo hay eco, o canto, o algo que se parezca a sí misma.
Y allí, en lo hondo, el alma y el cuerpo se encontraron. No como aliados, sino como sobrevivientes. Se miraron con ojos de barro, con costillas temblando, y entendieron que no podían quedarse allí. Que la tristeza, aunque legítima, no era morada. Era umbral. Era semilla. Era impulso.
Entonces, sin aviso, sin preludio, sin redoble de tambores, sentí de pronto amanecer.
No fue el sol. Fue algo más antiguo. Fue como si el cuerpo recordara que sabe danzar. Como si el alma, que había estado muda, decidiera cantar. El mundo, que hasta hace un segundo dormía en su propio silencio, abrió los ojos. Y yo con él.
La luz no llegó caminando. Llegó bailando. Como quien entra a una fiesta con los pies descalzos y el corazón en la mano. Como quien trae arepas calientes envueltas en servilletas bordadas por la abuela. Como quien dice “aquí estoy” sin decirlo.
Sentir de pronto amanecer es como oír un tambor lejano que de pronto está dentro del pecho. Es el olor a café antes de que alguien lo prepare. Es el canto de un gallo que no vive cerca, pero que igual te despierta. Es el cuerpo que se despereza sin que tú se lo pidas, como si supiera que hay que celebrar algo.
Y ahí está el sol, sin pedir permiso, entrando por la rendija, tocando la mejilla suavemente, como diciendo “ya es hora”. No hay solemnidad. Hay picardía. El amanecer no llega con trompetas.
Llega con suspiros, con estirarse en la cama, con sonrisa, con el murmullo del día que empieza a vivir. Llega con olor a salitre, con el canto de las sardinas, con el susurro de las madres que preparan desayuno mientras tararean boleros.
Sentir de pronto amanecer es recordar que la oscuridad no es enemiga, sino antesala. Que la tristeza puede ser semilla. Que el cuerpo y el alma, cuando se encuentran en el fondo, también pueden encontrar el impulso para subir. Y cuando suben, no hay cielo que los detenga.
Es un ritual íntimo. Los ojos se abren, la piel se estira, el alma se acomoda. Y todo lo que parecía roto empieza a tener ritmo. No se trata de olvidar la noche. Se trata de entender que la noche fue necesaria para que el día tuviera sentido.
Porque hay amaneceres que no se ven. Se sienten. Se llevan dentro. Se paren con dolor, pero también con júbilo. Y cuando llegan, no hay sombra que los opaque. Son luz que se sabe merecida. Son canto que se sabe cuerpo. Son memoria que se sabe ritual.
Porque a veces hay que tocar el abismo con los dedos, dejar que la tristeza nos desarme como lluvia sobre papel, para que el alma y el cuerpo, en su desnudez más honesta, recuerden que están hechos también de fuego, de tambor, de semilla. Y entonces, sin aviso, sin permiso, sin explicación, ocurre el milagro: sentimos de pronto amanecer.
