[Col}> ¿Con qué instrumento se cuenta la vida? / Soledad Morillo Belloso

10-08-2025

Soledad Morillo Belloso

¿Con qué instrumento se cuenta la vida?

La vida no se cuenta con relojes. Eso lo sabe cualquiera que haya querido con ganas, perdido sin remedio, reído hasta que se le saltara el botón o llorado con la risa atravesada entre pecho y espalda. El reloj mide el tiempo, sí, pero no la vida. Es como ese señor de oficina que siempre anda con corbata apretada y cara de que nunca ha comido arepas con mantequilla: puntual, cuadrado, sin chispa.

La vida, en cambio, es como una señora, guapa ella, que canta boleros desafinados mientras barre la acera y cada vez que puede se pone los zapatos de tacón que le traen recuerdos y callos. La vida no se deja medir por manecillas ni por calendarios. Se mide con otras cosas, más rebeldes, más del corazón, de la piel y del estómago.

La risa es uno de los mejores medidores. Pero no esa risa de compromiso que uno suelta como quien paga el peaje. No. La risa buena es la que se escapa sin permiso, la que aparece en medio de un velorio porque alguien recuerda que el difunto odiaba los velorios y las flores, y ahí está como protagonista sin derecho a protesta.

Hablo de la risa que brota en la cocina mientras se revuelven cuentos junto al arroz y alguien dice “¡se te quemó otra vez!”. Esa risa deja huella, no en el reloj, sino en el alma. Cada carcajada de esas que te sacuden es como un segundo de eternidad con cosquillas.

En las casas donde se cocina con cariño y sin apuro, la vida se mide con cucharas de palo. No hay reloj que compita con el tiempo que tarda un guiso en agarrar el sabor de los aliños. Las abuelas sabían que el reloj no sirve ni para cocinar ni para vivir.

Ellas medían el tiempo por el olor que salía del caldero, por el silencio que se hacía cuando todos probaban la primera cucharada y alguien decía “¡esto está como para pedirle matrimonio!”. Y si el arroz se pasaba, no era un error: era una señal de que la vida también se pasa, y hay que estar pendiente antes de que se pegue al fondo.

Las arrugas también cuentan. No las que la gente trata de esconder con cremas carísimas que prometen milagros y entregan decepciones. No. Las que se lucen como medallitas ganadas en combate. Cada línea en la frente es una pregunta sin respuesta. Cada surco junto a los labios, una risa que se quedó a vivir.

Las arrugas no mienten. Son como espejos sin filtro, como selfies sin retoque. Y si uno las mira con cariño, puede leer en ellas toda la historia: los amores, los sustos, los viajes, los regresos, los días en que uno se sintió invencible y los días en que no se sintió ni sombra.

Ah, la vida también se mide con canciones. No por lo que duran, sino por lo que despiertan. Hay canciones que duran tres minutos,  pero guardan años de recuerdos, y hay silencios que duran segundos,  pero pesan como si fueran sacos de cemento.

Un buen abrazo, por ejemplo, no tiene tiempo fijo. Se mide por lo que cura. Hay abrazos que son como relojes de arena: uno siente cómo el dolor se va cayendo poco a poco, hasta que queda sólo el alivio y el olor a colonia.

Y sí, la vida también se mide con el miedo. El miedo que te paraliza, pero también el que te empuja. Porque si no hubo miedo, ¿hubo riesgo? Y si no hubo riesgo, ¿hubo vida? El miedo es como la sal: no se ve, pero si falta, todo sabe a cartón.

Los momentos en que uno se atrevió, a pesar del susto, son los que realmente valen. No por lo que duraron, sino por lo que te movieron por dentro, como cuando uno se lanza a bailar sin saber los pasos y termina inventando su propio ritmo.

Hay objetos que también miden la vida. Un par de zapatos gastados que recorrieron despedidas, regresos y caminos desconocidos. Una taza que aún se usa porque “tiene buena boca” y no hay otra que aguante el café caliente sin que se raje.

Un vestido que ya no se pone pero que guarda el olor de una noche pasional e inolvidable, aunque haya terminado con una picada de zancudo en la frente. La vida se mide con lo que queda después del desorden: los platos rotos, las cartas que nunca se mandaron, los sueños que todavía insisten.

Si algún día te da por repasar tu vida, no busques el calendario. Los años no están en las cifras ni en los relojes que dejaron de andar. Están en los objetos que decidiste no botar: la cucharita mellada de la abuela, el pañuelo con aroma a alguien que ya no vuelve, la libreta con recetas de cocina que parecen poemas caseros. Están en las cartas que nunca enviaste por miedo o por pudor, pero que aún guardan la tinta de lo que fuiste capaz de sentir.

Tu tiempo está en los silencios que decidiste respetar, en las risas que estallaron en los momentos más inadecuados, en los abrazos y los besos que duraron más de lo que la gente considera “normal”. Está en los días que parecían cualquier cosa, pero que ahora recuerdas con una ternura que te desarma.

Porque la vida no se mide por lo que pasó, sino por lo que se quedó pegado. Y si algo se quedó —aunque sea un aroma, un gesto, una frase que alguien te dijo sin saber que te marcaría para siempre— entonces viviste.

Viviste en cada decisión chiquita que rompió la costumbre. En cada vez que te quedaste cuando todos se iban, o te fuiste cuando nadie lo esperaba. Viviste en los errores que te enseñaron a reírte de ti mismo, en los amores que no duraron pero que te dejaron el corazón más grande, y en esas arrugas que son mapas de todo lo que te ha tocado sentir.

¿Y entonces? Entonces, si alguien te pregunta cuántos años tienes, o cuál es el puntaje de tu vida, no respondas con números. Di que tu vida se cuenta en historias. Que tienes cinco abrazos que te salvaron, tres canciones que te reconstruyeron, una risa que te cambió el destino, y una arruga que te recuerda que sobreviviste.

Di que estás hecho de cucharas de palo, de silencios compartidos, de miedo con sabor a aventura y de recuerdos que huelen a mango de bocado y a guayaba madura.

Porque la vida no se mide en años. Se mide en intensidad. En lo que uno se atreve a sentir, a perder, a recordar.

Tengo buena memoria. Todavía. Pero no es una memoria rencorosa ni contable: recuerda más lo que me ha hecho reír hasta doler el estómago que lo que me ha hecho fruncir el ceño. La risa alimenta; la rabia desgasta. Y yo prefiero nutrirme.

Estos días volvió a mí una escena que me narró una amiga judía, de esas que cuentan historias con acento, alma y un guiño de siglos. El episodio ocurre una tarde en un café caraqueño, donde se reúnen varias señoras —amigas, parientes, expertas en meriendas y recetas— para comentar el matrimonio al que asistieron días atrás.

“Los novios se fueron de luna de miel a Havai”, dice una de ellas, en ese español bordado con yiddish y acento de Europa oriental, como si las palabras vinieran envueltas en papel de seda.

La hija, que también está en la mesa, la corrige con cariño:

“Mamá, es con doble v.”

Y la madre, sin perder el compás ni el peinado, responde:

“Bueno, a Havavai.”

Cada vez que me río, mi vida se alarga como pompa de jabón. Se vuelve infinita.

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[LE}> «Osar», mejor que «osar a»

27-08-2025

El verbo osar se emplea generalmente seguido de un infinitivo y sin la preposición ‘a’.

Uso no recomendado

  • Nadie osaría a poner en duda el favoritismo de Sinner de cara a este torneo.
  • Quienes osaron a invertir han acumulado interesantes rentabilidades.
  • La curiosa imagen de un atrevido aficionado que osó a estar en la grada sin camiseta.

Uso recomendado

  • Nadie osaría poner en duda el favoritismo de Sinner de cara a este torneo.
  • Quienes osaron invertir han acumulado interesantes rentabilidades.
  • La curiosa imagen de un atrevido aficionado que osó estar en la grada sin camiseta.

En la actualidad, el verbo osar se construye mayoritariamente como transitivo seguido de un infinitivo sin preposición, tal y como se aprecia en el Diccionario del estudiante, de la Real Academia Española, o en el diccionario académico, que añade una nota que indica que era usado también como intransitivo.

Fuente

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