[Col}> La vida no da reembolsos / Soledad Morillo Belloso

09-08-2025

Soledad Morillo Belloso

La vida no da reembolsos

Si algo he aprendido en esta obra de teatro que es la vida —con sus actos improvisados y sus personajes que entran sin avisar— es que uno no debe arrepentirse de las cosas que hizo, aunque hayan salido como arepas insípidas, torcidas o quemadas por un lado. Porque al menos las hiciste, las viviste, las metiste en la sartén de la experiencia.

¿Que te lanzaste a decirle “te quiero” a alguien que terminó siendo más frío que nevera de pescadería? Bueno, al menos no te quedaste con la duda. ¿Que renunciaste a un trabajo para perseguir un sueño que terminó siendo más esquivo que el WiFi en la playa? Pues mira, por lo menos lo intentaste, y eso ya es mucho.

Lo que sí pesa —como bolsa de mercado sin carrito— son las cosas que uno no hizo. Esas que se quedaron en el “mañana lo hago”, “después me atrevo”, “cuando tenga tiempo”. Y así se va llenando el archivo de arrepentimientos con papeles que ni siquiera tienen historia, sólo tienen el sello de “nunca pasó”.

Por eso, yo prefiero equivocarme con estilo, tropezar con gracia, y meter la pata con dignidad. Porque, al final, la vida no es un examen de opción múltiple, sino una novela de realismo mágico donde uno tiene que escribir sus propios capítulos, aunque a veces se le corra la tinta.

Es curioso, pero resulta que, aunque el cuerpo diga lo contrario —con sus crujidos de bisagra vieja y sus protestas al subir escaleras—, yo hoy me siento más joven que hace 30 años. No sé si es que la juventud se mudó del espejo al alma, o si simplemente aprendí a vivir con menos miedo y más descaro.

La juventud no es una etapa, es una actitud con arrugas. Es saber que el tiempo no se detiene, pero uno puede caminar más lento y disfrutar el paisaje. Es tener el descaro de seguir soñando, aunque ya no te inviten a fiestas.

Así que sí, aunque el cuerpo se queje como radio mal sintonizada, yo me siento más viva, más ligera, más traviesa que nunca. Porque sé que la edad no se cuenta en años, sino en ganas.

Hoy, si pudiera, me iría de viaje por el mundo y así, sin itinerario, sin esas preocupaciones que la gente de mi edad carga como si fueran parte del equipaje obligatorio. Nada de pastillas organizadas por colores, ni de hablar del colesterol como si fuera un personaje de telenovela.

Me iría con una mochila ligera, un par de zapatos cómodos —pero no ortopédicos, por favor— y el corazón abierto como ventana en verano. Me sentaría en plazas desconocidas, comería cosas impronunciables, y me perdería a propósito en ciudades que no aparecen en los folletos turísticos.

No me importaría si el hotel tiene ascensor, si el desayuno es alto en azúcar, o si el clima afecta “las rodillas”. Me importaría reírme con desconocidos, aprender a decir “gracias” en diez idiomas, y descubrir que el mundo es más grande que los miedos que uno acumula con los años.

Porque hoy, si pudiera, no buscaría comodidad, buscaría vértigo. No buscaría certezas, buscaría historias. Y si al final del viaje me doliera todo el cuerpo, que sea de tanto vivir.

Y si me preguntaran por qué me fui en ese viaje, diría que me cansé de esperar el momento perfecto. Me fui porque entendí que la vida no da reembolsos, y que los sueños no tienen fecha de vencimiento, aunque uno sí.

No me llevaría reloj, porque ya bastante tiempo he perdido mirando cómo se escapa. No me llevaría agenda, porque quiero que los días me sorprendan como visita inesperada con torta incluida. Y no me llevaría miedo, porque ese sí que pesa más que cualquier maleta.

En este viaje imaginario —que quién sabe si mañana se vuelve real— no hay espacio para conversaciones sobre pensiones, ni para comparar marcas de cremas antiedad. Hablaría de atardeceres, de libros que huelen a polvo y magia, de canciones viejas  que uno pensaba olvidadas pero que vuelven como viejos amigos, y de canciones nuevas que hay que escuchar dos o tres veces para aprenderse la letra.

Y si me tocara dormir en un tren, en una posada con goteras, o en una playa con mosquitos, que sea. Porque prefiero eso a dormir en la comodidad de lo conocido, donde todo está en su lugar pero nada se mueve.

Yo me levanto todos los días como quien se sacude el polvo de los sueños rotos, buscando dejar atrás lo malo —lo que pesa, lo que pincha, lo que no suma ni enseña. Me preparo el café como si fuera un ritual de resurrección y, mientras el aroma me despierta el alma, pienso: ¿qué puedo hacer hoy para que las arrugas sean por risa y no por lágrimas?

Porque si algo quiero en esta vida es que mi cara sea un mapa de carcajadas, no un registro de tristezas, que de esas ya tuve bastante. Que cada línea en mi piel cuente una historia divertida, un chiste mal contado, una noche de baile improvisado, una conversación que terminó en ataque de risa.

Las lágrimas, cuando vengan, que sean de esas que limpian, no de las que empañan. Y si alguna se escapa, que se mezcle con el maquillaje y se convierta en arte abstracto.

Así que sí, me levanto todos los días con la firme intención de vivir bonito, de reírme aunque no haya motivo, de hacerle cosquillas al drama y de convertir cada arruga en una medalla de alegría.

Y si al final de todo me preguntan qué hice con mi vida, quiero poder decir que la viví con descaro y ternura, que lloré muchísimo pero me reí todavía más, que viajé aunque fuera con la imaginación, y que mis arrugas —esas queridas líneas del tiempo— no son marcas de tristeza, sino huellas de carcajadas, de asombro, de amor sin protocolo.

La mejor descripción que alguien puede dar de mí es: “Ella está flaca como un palo y loca como una cabra. Y no lo esconde”. Porque, ¿para qué esconder lo que da vida? La flacura es un dato, pero la locura es vocación. Y si la cordura consiste en vivir según el manual, yo prefiero escribir mis propias instrucciones en servilletas, con tinta de café y carcajadas.

No me interesa parecer sensata, aunque lo soy, me interesa ser feliz. Y si eso me hace parecer loca, pues que lo digan, porque lo estoy que lo llevo con estilo. La vida no da reembolsos, y yo no pido ninguno.

Uno de los mejores poetas de la historia, Henry David Thoreau, escribió sobre “vivir deliberadamente”. Así quiero vivir yo: deliberadamente.

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