13-07-2025
Escucharme
Hablar conmigo misma no es un hábito que escogí conscientemente. Surgió como una necesidad. Al principio eran pensamientos sueltos, frases que flotaban mientras caminaba por la calle o me quedaba en silencio frente al espejo. Conversar conmigo misma es una forma sutil de conectarme con quien soy. No es simplemente “hablar sola”; es dialogar internamente desde distintas esquinas de mi propia identidad: mi insufrible y estricta mente racional, mi comprensiva parte emocional, la voz del recuerdo, del deseo, de la frustración, la rabia o la esperanza.
Es como tener una brújula que me orienta cuando el mundo exterior me abruma. En estos diálogos coexisten voces contradictorias: la que anhela y la que desdeña, la que sueña y la que duda.
Con el tiempo, esos monólogos se volvieron más claros, casi como si me sentara a conversar con una amiga de toda la vida. Y tal vez, en el fondo, eso soy para mí: una compañía leal que a veces me escucha, otras me ignora, pero que siempre está ahí.
En mis diálogos internos hay frases que repito hasta el cansancio, palabras cuyo significado cambia con los días, silencios que dicen más que las palabras. Me interrogo con curiosidad, me reprendo con dureza. A veces, me sorprendo debatiendo dos formas contrapuestas de enfrentar la vida. ¿Me rindo ante el maquillaje frívolo de la viuda sonriente, o me deshago de todo vestigio de disfraces banales?
Lo primero es muy tentador y me ganaría aplausos. Lo segundo es lealtad a la verdad y eso no es popular en la sociedad de “pasar la página”. No llego aún a una conclusión, pero me doy cuenta de que pensar en voz alta, aunque sea en la voz del pensamiento, me obliga a mirarme de frente.
Hablar conmigo misma es como detener el mundo por un momento. Es cerrar la puerta y sentarme con mis sombras y mis luces, con mis alegrías y mis feroces contradicciones.
En ese espacio no hay máscaras. Soy simplemente yo, sin adornos. Es allí donde logro encontrar claridad en medio del caos, como si mi propia voz pudiera guiarme cuando todo afuera deja de tener sentido.
También he aprendido a tenerme paciencia. Porque no siempre me entiendo. Hay días en que mis pensamientos son un remolino y no logro seguirles el paso. Pero incluso en esos momentos, hablar conmigo me recuerda que estoy viva, que estoy aquí, intentando comprenderme.
Hablar conmigo es también un acto de memoria. Me traigo al presente fragmentos del pasado, recuerdos que creía archivados, versiones antiguas de mí que dejaron huellas invisibles.
En esos momentos, la conversación se vuelve un puente entre quien fui y quien soy. Me escucho como si pudiera entenderme mejor con la distancia del tiempo, como si al narrarme pudiera perdonarme por errores que aún duelen o agradecerme por el coraje de decisiones que tuve que tomar. Es curioso cómo, al hablarme, descubro historias que aún no había contado, ni siquiera a mí.
Y cuando el mundo parece ir demasiado rápido, cuando todo afuera exige respuestas inmediatas, me refugio en ese espacio donde puedo hablar sin presión, donde no tengo que demostrar nada, ni rendir cuentas, ni estar bien todo el tiempo.
Me doy permiso para sentir, para llorar sin pretextos, para burlarme de mí misma y reír de mis torpezas. Es en esa intimidad donde encuentro lo más parecido a la libertad: ser yo, sin filtros. Y quizá eso sea, al final, lo más valioso de todo este diálogo interior: que me devuelve a mí misma, una y otra vez, con más comprensión.
Hablar conmigo misma con comprensión, y no desde la autocompasión, implica un acto de madurez emocional: no se trata de justificarlo todo ni de buscar consuelo fácil, sino de asumir mí realidad con honestidad. La comprensión no adorna el dolor, pero sí lo escucha con respeto. Reconozco mis errores sin minimizar su impacto, pero también sin castigarme eternamente por ellos. Es ese equilibrio delicado entre la exigencia y el perdón.
Cuando me hablo, me hago preguntas difíciles sin ponerme contra la pared. Me invito a reflexionar, desde el deseo de crecer, no desde la culpa. Es una mirada interna que no suaviza la verdad, pero que tampoco hiere. Es decirme: “esto pasó”, “sí, fallé”, y al mismo tiempo: “sigo aquí, voy a entenderme y a avanzar”. Es una forma de introspección serena, en la que mi voz es guía y no juez.
Hablarme con comprensión implica escucharme sin dictar veredictos. No se trata de negar mis errores o evitar la autocrítica, sino de cambiar el tono con el que me hablo: transformar la dureza en amabilidad, la impaciencia en espera, el reproche en sosiego. Una conversación comprensiva es ese instante en que, en lugar de reprocharme “¿por qué fracasé?”, me digo “hice lo mejor que pude”.
También es darme el permiso de estar mal, de no tener todas las respuestas, de sentirme vulnerable sin censura. Es sostenerme con palabras en vez de exigencias, y recordar que no tengo que ser perfecta para ser valiosa.
Tal vez algún día no necesite tanto estas conversaciones, o quizás las necesite más. No lo sé. Pero hoy sigo hallando en ellas un rincón silencioso donde puedo ser quien soy. Sólo yo, hablándome, escuchándome, acompañándome, comprendiéndome.
Y es que hablar conmigo misma es, en el fondo, una forma de cultivar una relación de cuidado con quien siempre está: yo. Ya no se trata de vencerme ni de convencerme, sino de acompañarme.
Porque entiendo que no necesito estar completa para estar presente, ni tener todo resuelto para merecer paz. En esa voz que me escucha sin interrumpirme, que no me humilla cuando me equivoco ni me idolatra cuando acierto, voy descubriendo una nueva manera de habitarme: con honestidad, sin dramatismos, con profundidad.
Así, cada conversación interna se convierte en un acto de restauración. No porque todo se cure con palabras, sino porque nombrarme con verdad me salva del olvido. Hablarme con comprensión es recordarme que soy hogar, incluso cuando todo afuera es incertidumbre. Que en medio del ruido puedo encontrarme, y que el mayor gesto de amor propio es ese: quedarme conmigo, sin condiciones… sólo quedarme.
