10-07-2025
Próximo y prójimo
Empatía. Cuatro sílabas que cargan un peso enorme. No es un concepto, ni un valor. No es una virtud aprendida de caletre. Es un acto radical de presencia. Porque sentir con otro, exige mucho más que oídos atentos: exige corazón expuesto y dispuesto.
En un mundo cada vez más ruidoso, veloz y fragmentado, la empatía se alza como un gesto relevante. Lejos de ser una cortesía superficial, es una práctica radical de humanismo. No nace del deber, sino de la decisión de abrir el corazón y dejar que lo ajeno nos importe.
No, la empatía no es cómoda. Tampoco es rápida. No consiste en decir “te entiendo” como quien pasa de largo. Requiere una presencia dispuesta. El acto de sentarse junto al dolor del otro sin intentar taparlo, arreglarlo o explicarlo.
La empatía mira con profundidad. Dice: “Te veo en tu caos, siento tu belleza rota, y aquí estoy”. No necesita escenarios grandilocuentes. Sucede en una pausa oportuna, en un silencio que acompaña, en una mirada que no juzga. Es una ternura que no pretende brillar, sino sostener.
Y qué importante es recordar que esta empatía también debe dirigirse hacia adentro. Porque con demasiada frecuencia somos nuestros peores jueces, incapaces de ofrecernos la compasión que sí damos a otros.
Empatizar con uno mismo es atreverse a perdonar nuestras propias caídas, a comprender nuestras flaquezas, a abrazar con suave piedad lo que aún no entendemos de nosotros.
La empatía no es fácil. Es renunciar a tener respuestas y, en cambio, ofrecer compañía. A veces, sólo eso. Porque cuando alguien nos mira con honestidad y no intenta arreglarnos, se nos devuelve una parte perdida de nosotros mismos.
Vivimos en un mundo que simplifica. Y en medio del batiburrillo de la banalización, la empatía es un gesto profundamente humano. Es decir: “te veo en tu dolor. Y por eso, me quedo”. Es un pacto silencioso, casi sagrado, de comprensión. No necesita ruidosas demostraciones ni se pasea por las frases hechas. Basta un abrazo en silencio, una mano que sostiene, un pañuelo que se ofrece para enjugar lágrimas.
Quizá la empatía no sea sólo un puente entre dos. Tal vez sea, en su esencia más profunda, el refugio que construimos cuando al fin entendemos que nadie debe caminar solo.
¿Quién soy yo, si no puedo sentir lo que tú sientes? ¿Quién soy si tu dolor me es ajeno, y tus angustias me resbalan por la pendiente de la indiferencia?
Empatía… esa palabra que suena breve pero pesa como un mundo. No es sólo comprender, es habitar por un instante el universo compungido de otro. Calzarse sus zapatos, andar sus caminos, mirar por sus ventanas, respirar su aire.
A veces me pregunto si la empatía no es sino un acto deliberado de valentía. Porque hay que ser valiente para abrir el corazón y dejar que entre lo ajeno. Hay que ser corajudo para decir: “No comprendo del todo, pero estoy aquí, contigo”. En esa vulnerabilidad, en esa apertura, se tejen los lazos más humanos.
¿Y si al final la empatía no fuera sólo sentir al otro, sino permitirnos ser transformados por ese sentir?
Empatía no es “estar por cumplir”. Es ofrecer nuestra piel para que la otra piel duela un poco menos.
La empatía no es un concepto inocuo flotando entre letras. Se vuelve carne y hueso en los gestos, calma en las ausencias, refugio en medio del vendaval. No necesita pedestal, ni aplausos. Sólo sentimientos.
Porque tal vez, el corazón humano no pide soluciones. Sólo pide que alguien esté próximo y diga: “no estás solo. Me duele lo que te duele”. Y eso, en algunos momentos, lo es todo.
No sorprende que la palabra “prójimo” comparta raíz etimológica con “próximo”. Porque empatizar es acortar distancias. Es no dejar que alguien camine solo, y entender que el consuelo no siempre tiene forma de solución.
A veces, basta con alguien que diga en voz baja: “Estoy aquí, contigo”.
En ese simple gesto —estar, acompañar— ocurre algo luminoso: una grieta en la coraza del mundo. Y por ahí, entra la luz.
