03-07-2025
Tiempos difíciles
Hay dificultades que no estallan de golpe. Se filtran sigilosamente en la cotidianidad, se cuelan entre los resquicios de la confianza, llegan como una brisa helada que eriza la piel. No anuncian su llegada con estruendo; de la nada, aparecen. Y entonces todo es distinto, aunque la luz siga siendo luz y los relojes sigan marcando el tiempo.
La realidad se vuelve líquida, resbaladiza, como si el mundo fuese un espejo al que nadie se atreve a mirar de frente. Lo presunto se desmorona, las palabras pierden peso, y lo que fue comienza a sonar más fuerte que el presente.
Los tiempos difíciles se instalan en los rincones, en las pausas entre palabras, en la mirada esquiva de quien ya no busca respuestas. Son tiempos de caminos que se bifurcan sin señales claras, de silencios que pesan más que cualquier voz. La farsa se disfraza de promesas vacías y rimas impostadas. Nos aferramos a etiquetas, a narrativas tranquilizantes, a la ilusión de que comprender es lo mismo que controlar. Pero la realidad es más compleja, más cruda, más implacable.
Esos tiempos, los difíciles, nos desafían, y exigen un nuevo pacto con eso que algunos llaman esperanza. Nos confrontan con nuestras propias sombras, nos obligan a diferenciar entre la calma y la resignación, entre el miedo y la prudencia, entre la espera y el abandono. El mundo parece encogerse y las sombras se alargan. Son tiempos de silencios densos, de preguntas que nadie responde, de sendas sin señales. El dolor se apodera de todo.
Los tiempos difíciles nos revelan de qué estamos hechos. Nos arrancan las certidumbres cómodas y nos obligan a andar descalzos sobre terreno agreste. Cada paso es una apuesta sin garantías. Cada decisión, una tertulia con el destino. No hay fórmulas exactas ni rutas predefinidas. Sólo hay instinto, una voz que nos dice que no hay que ceder ante la niebla, que hay que respirar. En esos momentos en que el mundo pesa demasiado, algo tan mínimo y elemental como respirar se convierte en sublevación, en rebeldía de la esperanza.
Un día, sin previo aviso, el dolor se cansa de agredirnos, de ahogarnos, de cegarnos. Y vemos un destello. No es grande, no es obvio, pero ahí está, existe. Es una línea que resiste, una chiribita que se defiende de la extinción. Miramos de frente a la incertidumbre. En silencio. Y allí nacen revelaciones, resuena la verdad. Allí habita lo esencial.
Sí, la esperanza es elusiva, frágil, casi imperceptible. A ratos es apenas un reflejo en la distancia, una tenue luz asfixiada por el peso de los días. Viaja en la brisa de la incertidumbre. Es leve, pero resistente. Ligera, pero indispensable. Se despliega con cautela, tambaleante al principio, hasta que aprende a sostenerse en el aire. La esperanza, como las alas de la mariposa, carga la delicadeza de lo efímero, pero también el brío de lo que se rehúsa a desaparecer. Nos advierte que toda oscuridad sucumbe ante el amanecer. La esperanza no tiene cláusulas de fiel cumplimiento, y el rumbo que toma no sortea las tormentas, pero nos permite seguir avanzando, nos concede no quedar atrapados en el suelo.
La esperanza persiste, como un susurro apenas audible en la noche. Se acurruca en las sombras, en el latido cansado de quienes aún no se rinden. No promete finales felices ni remedios automáticos. No disuelve la pena ni borra las cicatrices, pero camina a nuestro lado.
Avanzamos, con el dolor sedado sobre los hombros y la esperanza como un hilo tenue que apenas se percibe, pero que nunca se rompe del todo. No hay promesas de un mañana más fácil. Pero hay un mañana. Hay pasos por dar, páginas por escribir. Y eso, en los tiempos difíciles, es suficiente.
