18-10-2024
Carlos M. Padrón
Ocurrieron tal y como los cuento. Los nombres, cuando los hay, son ficticios.
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Evangelina, que era costurera, en su casa daba clases de costura a varias muchachas del pueblo, y su rasgo más destacado era decir lo que creía, fuera lo que fuese y ante quien fuese.
Nerea, una muchacha del pueblo que en cuanto a su físico nada tenía que agradecer a la Providencia, sorpresivamente se casó con un muchacho igualmente muy poco favorecido en su físico. Tuvieron una hija, y cuando Evangelina lo supo dijo a sus alumnas que ella tenía que ver a esa niña.
Un día, cuando una de las alumnas llegó a clase le dijo a Evangelina que había visto a Nerea que, con su niña en brazos y acompañada de su marido, bajaban a revisión médica de la niña. Una vez que Evangelina estimó el tiempo en que ese trío tardaría en pasar frente a su casa, ya de regreso del médico, pidió que cada alumna montara guardia por un rato, turnándose con otra, para que le avisaran apenas vieran que el trío se acercaba.
Cuando la vigía de turno los vio venir, avisó a Evangelina, que de inmediato se apostó en el muro de su casa y, llegado el momento, salió al camino, interceptó a Nerea y le pidió que le dejara ver a la niña. Con orgullo de madre, Nerea descubrió la cara de la criatura, que la traía cubierta por un pañal, y cuando Evangelina, asombrada, vio que la niña era muy linda le dijo a Nerea: “Pues, ¿sabes lo que te digo? Que para ser hija tuya no puedes pedir más”.
