[*Opino}– La razón y el instinto maternal

29-09-2015

Carlos M. Padrón

Varias veces he dicho aquí algo muy sabido: que los instintos son lo opuesto a la razón. Y que, como el maternal es el más fuerte de ellos, hay que tenerle miedo y mirar con cuidado a quienes lo ejercen: las mujeres.

Por si alguien alberga dudas al respecto, tal vez las diluya el artículo que copio abajo, que es el más completo que al respecto he encontrado, salvo porque trata de llamar razones a lo que no lo son.

La parte que más me impactó de ese artículo es la explicación de «por qué diablos las mujeres se siguen prestando a esta maldición bíblica», o sea, a la maternidad. Lo hacen porque la Naturaleza, que sólo está interesada en perpetuar la especie humana, se las ha ingeniado para que el poderosísimo instinto maternal haga parecer agradable lo que en realidad es el epítome del masoquismo.

Y ese desmedido e irrazonable interés de las madres por sus hijos pudiera ser justificable mientras éstos son indefensos bebés, pero cuando son adultos y se ganan la vida por sus propios medios, resulta aún casi más irrazonable, porque ahí no se ve por lado alguno el interés de la Naturaleza. Al contrario, se ve un apego que llega a ser enfermiza dependencia que puede llevar a las madres a tratar a esos hijos adultos como si fueran bebés.

¿Será éste otro síntoma de las nuevas generaciones? Pregunto porque en mis tiempos —mientras fui niño, adolescente y adulto joven— nunca lo vi, y, cuando lo veo ahora, simplemente me inspira una mezcla de miedo y lástima.

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28 de septiembre de 2015

Victoria Torres

La maternidad es una condena

Sólo me falta que me parta un rayo. Dios (yo también soy atea, es sólo una forma de hablar) me está castigando por las veces que miré con cara de desaprobación y de superioridad a una gorda tirar de un carrito de bebé con un gurruño de pelo a modo de moño, tres dedos de raíz y una vestimenta dictada a pachas entre un daltónico y un mono loco con una bomba atómica en las manos.  Y me decía para mí: “Es tener hijos, y mira cómo se abandonan”.

También me está castigando por la de veces que llamé a alguna amiga y, a la pregunta de “¿Qué tal estás?”, te soltaba una parrafada interminable sobre las eternas anginas de su hijo, parrafada que nunca escuchabas porque habías desconectado nada más empezar. Y pensabas: “Te he preguntado qué tal tú, nena; te estás olvidando de que existes, nunca pensé que serías de Ese Tipo de Madre”.

Y me castiga mucho, pero mucho mucho, por haber creído que lo del techo de cristal era un camelo y que mis compañeras de trabajo madres son todas unas flojas quejicas a las que se les cae el bolígrafo a la hora en punto, y sus hijos, son unos seres débiles que se enferman todo el rato. “Lo que pasa es que ahora tienen otra prioridad”, las censuraba mentalmente.

Pero, sobre todo, me castiga hasta límites insospechados por haber visto a mi amiga del alma dar el pecho a demanda a su hija meses y meses más allá de los tres de rigor, y haber sentido cómo me recorría el cuerpo un horror interno similar al bicho de «El grito» mientras contenía mis ganas de decirle: “Pero hija, que nos hemos criado juntas, que somos mujeres liberadas del siglo XXI, que no me puedo creer que seas tan antigua, que esto es una puta esclavitud…“.

Eso sí, jamás confesé nada de esto en voz alta. Y no lo hice porque intento ser respetuosa con las opciones vitales de los demás, por mucho que no las entienda ni las comparta. Allá cada uno con sus razones, allá cada uno con las mentiras que se cuenta o los embolados en los que se mete para tratar de sobrevivir. Y, sobre todo, porque pienso que hay algo importante que se me escapa, algo que no llego a comprender y que lo explica todo.

Pues bien, he tenido una epifanía de manual y AHORA LO ENTIENDO TODO, absolutamente todo. Entiendo las ojeras, entiendo el desaliño, entiendo las prisas, entiendo las prioridades (menuda expresión tramposa, ¿es que nadie entiende que no hay tribu ni abuelos ni nadie? ¿que si tú no recoges a tu hijo de la guardería se quedaría allí para siempre?), entiendo que rechacéis ascensos, que no tengáis vida social y que no podáis hablar de otra cosa, y hasta casi llego a entender que sólo «feisbuqueeis» [usar Facebook] sobre ellos, pero, por favor, con cariño os lo digo: vale ya de cansinismo. Vuestros hijos van a necesitar tres vidas para borrar todas las fotos vergonzantes que circulan de ellos.

La causa de este súbito ataque de comprensión y de empatía es que he sido madre de mellizos. Sí, de mellizos, y os agradezco que os ahorres el comentario (que si son naturales, que si no te aburres, que si son iguales, que si no se parecen en nada, que si me pasa a mí y me muero… Señora, ¿quién le ha preguntado?) y la compasión, porque sí, ser madre es una condena, y ser multimadre, un auténtico infierno.

Digámoslo claro de una vez: hemos estado tantos años postergando la maternidad y tenemos una imagen tan irreal e idealizada de ella que no nos atrevemos a reconocerlo. La maternidad no es como tú la pintas, Purificación Mascarell, es mucho peor. Hace año y medio que no salgo, no me relaciono con adultos, no viajo, no voy al cine, no leo libros, no entro en mis pantalones, no acudo la primera al último local de moda, no voy a exposiciones, no escucho conferencias, no paseo por la feria del libro, y no tengo tiempo ni de mirarme al espejo. Y, lo que es peor, que no duermo más de dos horas seguidas. Y sin cafeína, ni vino.

Sí, tienes toda la razón: ser madre consiste en renunciar a todo lo que eras antes y me temo que para siempre. Entonces ¿por qué diablos las mujeres se siguen prestando a esta maldición bíblica que arrasa con todo, con sus vidas, sus expectativas, su carrera laboral, su manicura y sus artículos plagados de citas culturetas que ya no tienen tiempo de escribir?

Ahí es donde te equivocas, porque tener hijos es la mayor condena, pero también la mayor de las bendiciones. No hay nada, ningún triunfo profesional, ningún congreso, tesis, libro o película, fiesta con amigos, «viaje desde Moscú hasta Pekín» o «ático con vistas espectaculares» que pueda compararse ni de lejos con la emoción verdaderamente íntima, única e irrepetible de ver a un niño probar el chocolate, andar o ver el mar por primera vez.

Después de una adolescencia y de una juventud estirada al máximo, llena de contradicciones y sinsabores, fracasos vitales y algunas pequeñas victorias, dramas emocionales y desengaños de todo tipo, en las que siempre te ha faltado algo para ser feliz, llega tu hijo a volver del revés tu mundo.

Cuando ves a tu hijo recién nacido salir de tu vientre, cuando te mira como si no hubiera nada más importante en el mundo, cuando aprende lo que es un beso y un abrazo, y te los da cuando menos te lo esperas, cuando te reconoces en él y ves que es un ser inteligente y lleno de ambición, curiosidad y energía, en esos momentos sientes que, por fin, todo encaja, que estás donde tienes que estar y que la felicidad, si es que existe, se parece mucho a esto.

Ésa es la clave, querida amiga, la verdadera verdad de las cosas. No es la pueril ilusión de ser madre porque nadie tiene ni puñetera idea de lo que realmente significa hasta que no le vomitan, en modo catarata del Niágara, dos veces encima y de madrugada (tienes que probarlo, es exquisitamente repugnante).

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La razón de que la gente se siga embarcando en esta locura es, ni más ni menos, las altas dosis de felicidad que genera. La risa de un niño cualquiera es preciosa, pero la risa de tu niño te coge el corazón y te lo agita tan fuerte que piensas que te va a estallar de júbilo. Y no sólo dan felicidad sincera, gratis y a mansalva. Yo no me he drogado nunca, pero el nirvana que me embarga mientras amamanto a dúo a mis mellizos me resulta mucho mejor que la heroína, porque, de paso, no me mata.

Te aseguro que ver crecer a un bebé es mucho más interesante que toda la historia de la filosofía, la literatura y el arte juntas; y si es ver crecer a dos, y siendo además niño y niña, es realmente apasionante; siempre pensé que los roles de sexo eran una patraña, pero el nene da el biberón a la muñeca de una forma muy extraña, más cercana al asesinato que a la alimentación.

Viendo las estrategias que son capaces de desplegar para lograr sus objetivos, entiendo perfectamente que el hombre haya llegado a la Luna.

Y si hablamos de diversión, cualquier ocurrencia de mis bebés —y las tienen a cientos todos los días— es mejor, más real y más auténtica que todos los memes y vines juntos. Y eso que todavía no hablan ni entienden muy bien de qué les hablo cuando hago que el primer ministro húngaro sea el malo de todos los cuentos que invento. Tengo la suerte de disfrutar de una jornada continua que me permite pasar con ellos las tardes y jugar por toda la casa al escondite, enseñarles a meter la mano hasta el codo en harina, mancharse de barro y hacer todo tipo de gamberradas.

Sobre los motivos del padre, habría que preguntarle a él por qué quiso tenerlos a pesar de no sentir la «llamada de la selva» como él dice. Yo creo que es el mayor acto de amor que nadie ha tenido ni tendrá hacia mí. En un momento de agotamiento y agobio absoluto, le pregunté si se arrepentía y se enfadó, dado que ahora no se concibe sin los bebés. Nos peleamos más, es cierto, pero también nos reímos más: de los niños, con los niños, de las cosas que llegas a hacer con tal de que coman y, sobre todo, de las situaciones surrealistas e inimaginables en las que te ves envuelto.

Si me preguntas si merece la pena la renuncia, es que no has entendido nada. Mi ventaja es que yo ya he vivido tu vida y te digo que la mía ahora es mucho mejor. Por muchas veces que hayas visto «atacar naves en llamas más allá de Orión y Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser», nunca verás a tu hijo, entre atónito y fascinado, intentando atrapar con la mano el agua de la ducha. Ahora, mírate de verdad al espejo y piensa quién “se atonta y se amuerma, se vuelve prosaica y gris, envilece su mente y estanca su intelecto”.

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