[*Opino}– Las fotos antiguas, tesoros; las de hoy, epidemia

11-09-2015

Carlos M. Padrón

En el artículo que copio abajo hay dos afirmaciones que comparto plenamente.

  1. Hoy en día nos sacamos tantas fotos sonriendo que la idea de que alguien pueda encontrar auténtica profundidad y poesía en la mayor parte de ellas es absurda.
  2. La «necesidad histérica» que hay hoy de tomarse fotos mostrando alegría.

Durante mi niñez, adolescencia y primeros años de juventud, las fotos tenían un gran valor, tanto en la familia como en lo social, pues, por ejemplo, un muchacho daba cualquier cosa con tal de hacerse con una foto de la muchacha que le gustaba.

Tal vez por esto fue por lo que el primer regalo que me hice en mi vida, a la edad de 19 años, fue una cámara fotográfica marca REGULA IIIa, alemana, que, en un bazar de la Plaza Candelaria, en Santa Cruz de Tenerife, me costó, en oferta, 1.200 pesetas.

Con esa cámara —que don Julián Acevedo, dueño de la tienda de fotografía que había en la calle San José, donde yo revelaba los rollos, me enseñó a usar— pude tomar fotos de las muchachas que me gustaban, de familiares que murieron hace ya muchos años, y de momentos de relevancia en mi vida, tanto en Canarias como en Venezuela.

Son fotos que aún conservo, y muchas de ellas las he publicado en este blog. Para tomarlas bien debí seguir antes un curso de fotografía, pues mi cámara era totalmente manual y, por supuesto, no era digital, y la llevaba conmigo a cualquier evento relevante.

Ahora, sin embargo, hablando en plata, lo de la fotografía se ha puteado. Las cámaras digitales, que hace pocos años causaron furor, han sido reemplazadas por las que tienen todos los celulares, pero cuando sé que iré a algo en lo que quiero tomar fotos, llevo mi cámara digital ya que hasta el momento no he visto ningún celular que tome fotos mejores que mi cámara.

Pero como todo el mundo tiene celular, todo el mundo toma fotos y más fotos de lo que sea y, lo que es peor, las sube a la nube, o las envía por e-mail o por WhatsApp sin siquiera pensar que alguno de sus destinatarios no tenga interés en ellas porque, en los más de los casos, son repetitivas.

Casi la totalidad de esas fotos carecen de valor artístico, no tienen ni profundidad ni poesía, y responden a una necesidad histérica de algo parecido a exhibicionismo, ostentación o narcicismo.

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11 SEP 2015

Jonathan Jones

¿Por qué la gente no sonríe en las fotos antiguas?

Tal y como los usuarios que le hacen esa pregunta a Google han podido comprobar con exactitud, existe una lúgubre ausencia de sonrisas en las primeras fotografías de la historia.

Los retratos fueron uno de los principales atractivos de la fotografía desde su invención. En 1852, por ejemplo, una chica posó para un daguerrotipo con la cabeza ligeramente girada, lanzando al objetivo una mirada firme y segura, y sin sonreír. Así, queda conservada para siempre como una joven de lo más severo.

Esa severidad aparece por doquier en las fotografías victorianas. Charles Darwin, que según todas las fuentes era un hombre afable y un padre cariñoso y bromista, parece congelado en la melancolía en todas sus fotos. En el gran retrato del astrónomo John Frederick William Herschel realizado en 1867 por Julia Margaret, su profunda introspección taciturna y su pelo enmarañado, bañado por la luz, le daban el aire de un rey Lear trágico.

¿Por qué nuestros ancestros, desde los desconocidos que posaban para retratos familiares a los personajes famosos y de renombre, se ponían tan sumamente tristes delante del objetivo?

No hay que observar durante mucho tiempo estas antiguas y solemnes fotografías para ver cuán incompleta está la respuesta aparentemente obvia: que congelan sus caras para poder aguantar los largos tiempos de exposición. En el retrato que Julia Margaret Cameron le hizo a Tennyson, el poeta rumia y sueña, su rostro es la máscara sombreada de un genio. No se trata de una mera extravagancia técnica, sino de una elección estética y emocional.

La gente del pasado no era necesariamente más pesimista que nosotros; las personas no deambulaban por el mundo en un estado de tristeza perpetua, aunque, de haberlo hecho, estarían justificados, al vivir en un mundo con altísimas tasas de mortalidad en comparación con el Occidente actual, con una Medicina del todo deficiente para nuestros estándares.

De hecho, los victorianos se tomaban con humor incluso los aspectos más lúgubres de su sociedad. El libro de Jerome K. Jerome, «Tres hombres en una barca», ofrece una imagen reveladora del sentido del humor victoriano, juguetón e irreverente. Cuando el narrador bebe un trago de agua del río Támesis, sus amigos bromean diciéndole que probablemente pille el cólera.

La broma es fuerte teniendo en cuenta que estaban en 1889, sólo unas décadas después de que dicha enfermedad arrasara Londres. Aunque ahí estaba Chaucer escribiendo !Los cuentos de Canterbury», que aún arrancan carcajadas, en el siglo de la peste negra. O Jane Austen, que encontró cantidad de elementos tronchantes en la época de las guerras napoleónicas.

La risa y el regocijo no sólo eran habituales en el pasado, sino que estaban mucho más institucionalizados que hoy en día: desde los carnavales medievales, donde comunidades enteras disfrutaban con payasadas y extravagancias cómicas desenfrenadas, hasta las imprentas georgianas, donde la gente se reunía para enterarse de los últimos chistes.

Lejos de reprimir los festivales y la diversión, los victorianos, que inventaron la fotografía, también confirieron a la Navidad el carácter de fiesta laica que tiene en la actualidad.

Así las cosas, la seriedad de la gente en las fotografías del siglo XIX no puede ser prueba de una tristeza y depresión generalizada. No se trataba de una sociedad que vivía en una desesperanza perenne. Más bien, la verdadera respuesta tiene que ver con la actitud hacia el retrato en sí.

Las personas que posaban para las primeras fotografías, desde las severas familias de clase media que dejaban constancia de su estatus hasta los famosos captados por el objetivo, las concebían como un momento significativo. La fotografía aún era muy poco corriente, y hacerse una foto no era algo que ocurriera todos los días. Para mucha gente, podía tratarse de una experiencia única en la vida.

Posar para la cámara, en otras palabras, no era muy distinto de hacerlo para un cuadro. Era más barato, más rápido (a pesar de los largos tiempos de exposición) y significaba que unas personas que nunca habían tenido la oportunidad de ser pintadas, ahora podían hacerse un retrato; pero, al parecer, la gente se lo tomaba con la misma seriedad que se reservaba a los cuadros. Aquello no era una “instantánea”. Al igual que los cuadros, la fotografía se concebía como el registro atemporal de una persona.

Los retratos al óleo tampoco están plagados de sonrisas. Las obras de Rembrandt serían muy distintas si todo el mundo estuviera sonriendo. De hecho, rezuman conciencia de la mortalidad y del misterio de la existencia, que no son precisamente motivos para reírse. Desde la mirada rojiza del papa Inocencio X retratado por Velázquez a la Violante de Tiziano, y su seriedad íntima, son contados los retratos con caras sonrientes que encontramos en los museos.

La excepción más famosa es, claro está, la Mona Lisa, y Leonardo da Vinci se esforzó durante años para que esa sonrisa “funcionase”. Sus coetáneos se sorprendieron al ver un retrato sonriente. En el siglo XVIII, los artistas pintaban a personas risueñas —el escultor Houdon incluso dio a la estatua de mármol de Voltaire una sonrisa— para captar la nueva actitud, sociable y alegre, de la Ilustración.

No obstante, en líneas generales, la melancolía y la introspección dominan el retrato al óleo, y esa sensación de la seriedad de la vida pasó de la pintura a los albores de la fotografía.

De hecho, la pregunta podría reformularse: ¿por qué las fotografías antiguas son mucho más conmovedoras que las modernas?

Lo cierto es que la grandeza existencial de los retratos tradicionales, la gravedad de Rembrandt, aún sobrevive en la fotografía victoriana. Hoy en día nos sacamos tantas fotos sonriendo que la idea de que alguien pueda encontrar auténtica profundidad y poesía en la mayor parte de ellas es absurda. Las fotos representan la sociabilidad: queremos transmitir que somos gente sociable y feliz. Así que sonreímos, nos reímos y hacemos el tonto en selfis infinitos, infinitamente compartidos.

Un selfi risueño es la antítesis de un retrato solemne, una mera representación momentánea de la felicidad. No tiene ninguna profundidad, y, por ende, ningún valor artístico. Como documento humano resulta inquietantemente desechable. (De hecho, ni siquiera es lo bastante sólido como para hacer una bolita: basta con pulsar “borrar”).

¡Qué hermosas y cautivadoras son las fotografías antiguas en comparación con nuestros ridículos selfis! Probablemente aquella gente seria se divertía tanto como nosotros, si no más, pero no tenían la necesidad histérica de demostrarlo con fotos. Al contrario, cuando posaban para una fotografía pensaban en el tiempo, la muerte y la memoria.

La presencia de esas realidades solemnes en las fotografías del pasado las hace mucho más valiosas que las instantáneas con una felicidad tonta colgadas en Instagram. A lo mejor, nosotros también deberíamos dejar de sonreír a veces.

Fuente

[Hum}– Así somos los venezolanos / Aníbal Nazoa

ASÍ SOMOS LOS VENEZOLANOS.

Por Aníbal Nazoa

Si en uno de esos coloquios vía satélite que están de moda se me preguntara cuál es a mi juicio el rasgo distintivo del venezolano, no vacilaría en responder que la imprecisión, la indeterminación, es nuestro signo capital.

Somos el país del más o menos, del más acaíta y más allaíta, más arribita y más abajito; en eso nos parecemos a los ingleses, que jamás dicen «near» sino «not far from» tal o cual parte, ni aceptan que ninguna cosa sea definitivamente buena sino «not bad at all».

Pero nosotros vamos mucho más allá, rozamos los límites del surrealismo en nuestro comportamiento y lenguaje cotidianos. Cualquier extranjero que nos visite por primera vez enloquecería si oyera, como se oye corrientemente, a un electricista, plomero o cualquier técnico venezolano ordenando a su asistente: «Tráeme la vainita ésa de bichar los perolitos del coroto». Lo asombroso no es la terminología en sí, lo increíble es que el ayudante comprenda perfectamente bien la orden y traiga exactamente lo que se le está pidiendo. Misterios de la lexicografía y la semántica venezolanas.

El mismo extranjero tal vez moriría en el intento si tratara de comprender la nomenclatura de nuestras ciudades. Para empezar, en las urbanizaciones venezolanas las casas no se identifican por números sino por nombres, los cuales suelen dar origen a grandes confusiones. Así, por ejemplo, siendo (por razones que desconozco) San Judas Tadeo uno de los nombres preferidos por la clase media para bautizar a sus viviendas, no es raro que en una misma calle haya seis quintas con el nombre de San Judas Tadeo, para desesperación de quien busque tal dirección.

Luego tengamos en cuenta el estilo venezolano de dar las direcciones. Rara vez un venezolano dice: «Avenida Betancourt, Edificio Lusinchi, tercer piso, numero 33″. No la forma habitual de dar la dirección es: “Maás alantico de la Plaza Alfaro Ucero, pasada la panadería, un edificio blanco con unos ladrillitos arriba, junto a una casa rosada con rejas verdes que tiene al lado una mata de mango», añadiendo, de paso, alguna formula misteriosa como «del lado de allá, no como quien va sino como quien viene».

En materia de tiempo, el venezolano es uno de los seres más indescifrables que existen. Solemos, por ejemplo, concretar una cita «en la tardecita» o «en la nochecita», pero nadie sabe a ciencia cierta qué es la tardecita, que para uno es la tarde a primera hora y para otros la última parte de la tarde, ya cerca de la nochecita, que tampoco es un

concepto claramente establecido (naturalmente, ¿cómo va a estar claro si es de noche?), pero en todo caso citarse a una hora fija y precisa es visto como algo desconsiderado y hasta reaccionario.

Mejor se dice «a golpe de» o «tipo cuatro, cinco». «A las cuatro y pico en punto», que en todas partes es un chiste, en Venezuela es una hora que puede corresponder a una realidad.

No aspiro a que me lo crean, pero en una ocasión oí decir a un locutor de una emisora radial de provincia “la hora legal de Venezuela: las cinco y media pasaditas».

Capítulo aparte merecen nuestras relaciones con los taxistas. Hay que ser extremadamente cuidadosos en los tratos con estos caballeros que abolieron por su cuenta el uso del taxímetro sin que el Gobierno chistara y sin que nadie sepa por qué sus vehículos se siguen llamando taxis.

Para contratar una carrera de taxi, el francés —pongamos por caso— sube en el coche y ordena: «25 rue Caucheman». El inglés hace lo propio e indica: «34 Peninton Road», y ya. El venezolano introduce media cabeza por la ventanilla del auto y pregunta: «¿Por cuánto, más o menos, me lleva a Prados del Este?” Es muy probable que el chofer le responda: «¿¡Prados del Este!? Ah, no, yo pa’allá no voy», y arranque, obligándolo a saltar. En caso de que acceda, el pasajero no indica la dirección de su destino sino que se dedica a guiar al conductor: «En el próximo semáforo a la derecha,… en la esquina a la izquierda, otra vez a la izquierda y después derechito por la subida…”.

Agréguese a esto, como una muestra de nuestro gusto por la imprecisión, que aquí practicamos la curiosa costumbre de regatear con el taxista, que no pocas veces acepta hacernos alguna rebaja en el costo del servicio. Y para cerrar el capítulo del transporte, recordemos que los colectivos, aunque tengan paradas fijas establecidas, por lo regular no se detienen en ellas sino donde lo exija el pasajero, según la fórmula universalmente aceptada. «Donde pueda señor…»

Podría seguir citando ejemplos de nuestra afición por la imprecisión y la vaguedad, pero para no cansar a los lectores concluyo con dos que considero pertenecientes al propio reino de la poesía.

En todas partes, para expresar el sentimiento que inspira cualquier hecho o circunstancia se suele decir, «me da miedo» «me da rabia», «me da asco» o «me da» lo que sea, según el caso. En Venezuela decimos «me da cosa»…¿qué es cosa? ¡Vaya usted a saber!

El otro ejemplo parece extraído de alguna obra de Lewis Carrol: los venezolanos —sólo nosotros y nadie más en el mundo— hemos inventado un término para designar el color más indefinido y difícil de nombrar de todo el universo: el color de «mono-corriendo».

[LE}– ‘Puesta a punto’, no ‘puesta apunto’, y ‘a punto de’, no ‘apunto de’

11/09/2015

‘Puesta a punto’, no ‘puesta apunto’

La locución puesta a punto se escribe en tres palabras, tal y como señala el Diccionario Académico, y no en dos, puesta apunto.

Es frecuente encontrar en las noticias una escritura inadecuada de esta expresión:

  • «El Barça debe quedar al margen de esta puesta apunto, ya que la FIFA así lo exige en su sanción»,
  • «Este lunes, mientras el resto de la plantilla descansaba, el de Torrente comenzó su puesta apunto» o
  • «Guerra necesita comenzar a trabajar con el Málaga desde ya para completar su puesta apunto».

Como señala el Diccionario Académico, puesta a punto alude a la ‘operación consistente en regular un mecanismo, un dispositivo, etc., a fin de que funcione correctamente’.

Tal como indica el Vocabulario de Fútbol, de Antonio Teruel Sáez, en el mundo del deporte se emplea esa locución (o poner[se] a punto) para referirse al entrenamiento o ejercicio que permite a los jugadores ‘alcanzar la intensidad física ideal para jugar un partido o una competición’.

También se usa cuando un jugador, después de un largo periodo de inactividad por lesión, está físicamente preparado para volver y no perjudicar el juego de sus compañeros.

En cualquier caso, la locución puesta a punto está formada por tres palabras, y, en los ejemplos anteriores, lo correcto habría sido escribir 

  • «El Barça debe quedar al margen de esta puesta a punto, ya que la FIFA así lo exige en su sanción»,
  • «Este lunes, mientras el resto de la plantilla descansaba, el de Torrente comenzó su puesta a punto» y
  • «Guerra necesita comenzar a trabajar con el Málaga desde ya para completar su puesta a punto».

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‘A punto de’, no ‘apunto de’

La locución a punto de, que seguida de infinitivo expresa la proximidad de una acción, se escribe en tres palabras, como indica el Diccionario Académico, y no con dos, apunto de.

En los medios de comunicación se observa en ocasiones la escritura inapropiada de esta expresión:

  • «Hoy, apunto de cumplirse 30 años del lanzamiento de aquella versión, sale al mercado Windows 10»,
  • «El Real Madrid, apunto de fichar a Kiko Casilla» o
  • «¿Qué hacer si están apunto de despedirte?».

Según se aprecia en los diccionarios habituales de referencia, a punto de, en tres palabras y seguida de infinitivo, y no apunto de, indica que una acción va a realizarse inmediatamente, o que iba a realizarse, pero se vio interrumpida por alguna razón.

Así pues, en los ejemplos iniciales lo apropiado correcto habría sido escribir

  • «Hoy, a punto de cumplirse 30 años del lanzamiento de aquella versión, sale al mercado Windows 10»,
  • «El Real Madrid, a punto de fichar a Kiko Casilla» y
  • «¿Qué hacer si están a punto de despedirte?».

Fuente