[Col}– ‘Carta para Tiziana’ / Susana Tibaldi

28-06-13

clip_image002

Susana Tibaldi, autora del artículo «Las crisálidas que se volvieron mariposas«, me ha hecho llegar ahora «Carta para Tiziana«, carta ésta, dirigida a su nieta, que Susana envió para participar en el concurso «Carta de Amor» promovido por la emisora LV3, la radio líder del Interior de Argentina, y que fue elegida y leída al aire.

Al envío de la carta a la emisora, Susana añadió esta nota:

«Querido Roni, usted pide que le enviemos una Carta de Amor, y desde 2011 estoy por animarme a enviarle una.

Puedo dar fe de que, por muchos y bellos amores que me ha sido dado sentir, el que hoy alcanza la profundidad del amor perfecto es el que siento hacia mis nietos, esos diminutos duendes que llevarán mis genes al futuro y me harán conocer el final del siglo XXI.

A diferencia de los otros amores de la juventud, los desmesurados, los que desordenan el corazón y la piel —hogueras insoportables donde sólo se arde una o varias veces a lo largo de la vida, y por poco tiempo—,  este amor tiene lo esencial; es algo que fluye, sin imaginar reciprocidad.

Susana t».

~~~

Texto de la carta

Carta para Tiziana
(En jardín de infantes)

Por Susana Tibaldi

Intentaré contarte algo de mi propia infancia para que, cuando puedas leer, entiendas por qué no dudo en suspender mis reuniones, acortar mis viajes, disminuir las horas con mis libros, o decidir un viraje en mi rumbo al regresar de mi trabajo, para partir juntas a la calesita, a visitar los lobitos del zoo, o a mirar con los prismáticos cómo construyen su panal las «bandidinas», antes de preparar juntas los ñoquis para la cena del conejo rosado, y despedir la tarde hamacándonos, mientras cantamos:

La Luna cayó al pinar
y en él se quedó enredada.
¡Ay, qué será de la Luna
cuando llegue la mañana!

Yo, a los cinco años, vivía en una casa antigua con jardín, donde florecían azucenas, y en los largos veranos maduraban las uvas al borde de las acequias.

Cada vez que la recuerdo siento la misma sensación de ternura por ella, la única casa del pueblo pintada de rojo, con sus cuatro pinos de más de veinte metros de altura, que si hubieran parecido gigantes a cualquier adulto, ¡imagina lo que eran para mí! Entre sus hojas oscuras vivían cientos de loros en sus nidos colgantes, espinosos e inalcanzables en las ramas más altas.

No tuve hermanos de mi edad, y mis únicos amigos fueron los verdes, chillones y alborotadores loros, con quienes hablaba, reía o lloraba mis penas. Las siestas resultaban lo mejor de aquellos veranos. Los adultos dormían, siempre dormían, y entonces era el momento de libertad total y yo podía correr por la quinta de frutales, conversando en voz alta con los únicos que me entendían y me respondían: los loros.

Igual que a vos, a mí también me gustaban los mapas, y pedía a mi padre que me explicara sobre países lejanos, China, Siam, Egipto, fascinándome la diversidad de personas que compartían conmigo ese extraño globo donde yo estaba colgada de los pies, y que giraba en un universo lleno de luces.

En las siestas solitarias les contaba a mis loros cuentos de viajes por la selva, les hablaba de leones y tigres de Bengala, del desierto y las arenas movedizas que tragaban camellos. Incluso sacaba mis preciosos libros e intentaba mostrarles las fotos, mientras ellos pasaban volando y chillando.

«Cuando sea grande conseguiré una escalera muy alta, y subiré hasta sus nidos para conocer sus pichoncitos», les prometía y dejaba los choclos mas dorados y sabrosos sobre las ramas bajas de los pinos esperando que los loros los comieran antes que las hormigas.

El olor caliente de aquellas horas de los larguísimos veranos de Cruz del Eje lo siento tan presente en mi piel que aún hoy, habitando una ciudad de cemento, de humo, de ruidos indescifrables, sigo rodeada de naranjos, limoneros, ciruelos, con sus cortezas aromáticas en los resplandores dorados por los que corren las iguanas llevándose los huevos de las gallinas.

Aspiro y entra fresco aún, transparente, el aire filtrado por las hojas tiernas de los parrales llenándome los pulmones cansados y —como entonces, cuando el sol ardía el suelo polvoriento y subían desde el horizonte copos de nubes blancas formando manadas de elefantes y ejércitos de extraños seres—, sigo escuchando las voces de mis loros, llamándome.

Su compañía se ha extendido a lo largo de mi vida, y cada vez que la mano de la soledad me apretó, cerrándome el camino, oscureciendo mis mañanas, volví a buscarlos.

Verdes, tornasolados, alocados, ruidosos, inasibles en lo más alto de mis altísimos pinos, firmes, fieles, sinceros, siempre con tiempo suficiente para dedicarme y escucharme y responderme, allí están mis loros todavía volando dentro de mi corazón.

No quiero olvidarme de la Hermana Balbina, mi profesora de piano, porque fue otro ser vivo, paciente, de una dulzura poco frecuente en los maestros de aquella época. Con fe inquebrantable me enseñó a rezar antes de que yo pudiera aprender las primeras letras, y acomodaba mis manos sobre el teclado para que sonara «el martillito».

No pude pasar de las escalas, pero de ella aprendí que el Piamonte es un lugar bello con nieve, y cuando las alumnas terminaban sus lecciones, se sentaba al piano y cantaba para mi canciones en su dialecto dulcísimo; canciones de castillos y princesas de su patria lejana. Me enseñó que sólo la caridad puede salvarnos, y que en África existían niños sin juguetes, sin dulces, sin pianos.

Así fue cómo cada día yo le entregaba las monedas que me daban para mis golosinas, y ella me decía que las enviaba para comprarles comida y remedios a los niños negros.

Una mañana me recibió sonriente, sosteniendo un ejemplar de la revista «El negrito», de la Fundación San Pedro Claver; la abrió y leyó mi nombre: Yo había sido elegida madrina de un niño africano. Volví corriendo a contárselo a mis loros: ¡Teníamos un ahijado! Fue el acontecimiento más importante de mi corta existencia.

Pedí que lo bautizaran con el nombre de Ricardo, y le imaginé un rostro, una sonrisa, y frecuentemente pienso que quizás todavía mi ahijado africano desconocido esté recorriendo las sabanas, entre sequías, incendios e inundaciones, compartiendo las aguadas con las corzuelas, los búfalos, las cebras.

Agradeciendo a los loros, a la querida Hermana Balbina, y a Ricardo, a mi amiguita Ely y a mi gato Guillermo, lo que cada uno de ellos me regaló de su tiempo, y las experiencias imborrables que me dejaron, a mi infancia le faltó algo fundamental: una gran familia llena de hermanos; un tío bohemio que me regalara chocolatines mientras me llevaba a pasear a «Mogrovejo» —ese paraíso que se extendía por detrás del río, tierra de fantasía con su monte cerrado que escondía el canto del «crispín» en sus serenos «mistoles» donde guardaban su miel rosada las avispas negras—; y una tía, tal vez, que colgara guirnaldas de Navidad en las puertas; o alegres primos que saltaran sobre el colchón de moras que eran las delicias de las palomitas.

Sí, le faltó mucho, pero lo único que no puedo perdonarle al destino es que no me diera una abuela. ¡ Una! Alguien que ya hubiera pasado casi todo en la vida, e iniciado el camino de regreso.

Una abuela que, ya superadas las urgencias de crecer, educar, ordenar, enamorarse, construir, cocinar, conseguir dinero para subsistir o estudiar, tuviera ya libres todas sus horas para escuchar, comprender, reír, soñar, entender el idioma de los pájaros, hablar con las abejas, recorrer los piquillines buscando un «camoatí» y, sin mirar relojes, con todo el tiempo que tienen aquellos seres que aprendieron que cada paso hacia la meta es tan sólo una meta en sí mismo, me amara como nadie me amaría nunca, sin esperar nada, como yo te amo hoy, Tiziana.

Tu abuela Mumi.

~~~

Para escuchar lo leído por Roni en la radio, clicar AQUÍ.

5 comentarios sobre “[Col}– ‘Carta para Tiziana’ / Susana Tibaldi

  1. Muy bonita la carta que sencillamente expresa todo el sentir, en su literatura, de una amante abuela por su nieta Tiziana.

    Me gusta

  2. Susana: en 1960 fui maestra en el Jardín de Infantes «Platerillo» de la Escuela Nueva José Martí, de Barrio Juniors, en Córdoba, y enseñé a mis alumnos el Romance de la Luna Presa. Tengo una foto en la que ellos están representando el poema. No recuerdo ni la fuente ni el autor.

    Hace cincuenta y dos años que vivo en Mendoza, y ayer, buscando esos datos, porque quería utilizarlos en un cuento, encontré el sitio en el que envías la Carta para Tiziana que tiene la belleza de las cosas simples.

    Te aseguro que me emocioné, porque yo también se lo he recitado a mis nietos. Llegué a pensar que tal vez has sido alumna mía. No encontré ningún otro dato sobre el romance. Te agradecería que, si tienes alguno, me lo hagas llegar por E- mail.

    Cordialmente: Leonor

    Correo electrónico: l.sinay@yahoo.com

    Me gusta

  3. Querida Leonor, no fui alumna tuya. El libro me lo regaló una amiga cuando éramos niñas, creo que tenía 9 años. Se llama LA LUNA DE LOS NIÑOS. El autor es Julián Lapeña. Te mandare un mail.

    Abrazos,
    Susana

    Me gusta

Deja un comentario