[Col}– Quiroprácticos. Experiencia personal / Leonardo Masina

15-09-10

Caricat.Leo

Dicen que uno no ve las cosas hasta que le tocan muy de cerca.

Hace unos 31 años, cuando aún vivía yo en Caracas, justo antes de salir de viaje para Atlanta a un curso —viaje al que iba a llevarme a mi mujer, en estado de 4 meses, y a mis dos hijas de 2 años—, mi mujer quedó tan tocada de la columna que no podía ni moverse.

De inmediato el médico desaconsejó el viaje por cuanto se trataba de una luxación con pinzamiento en la columna en la zona lumbar y, posiblemente, habría hasta que operarla.

Ya resignado a ir solo ­­­­y más bien viendo la posibilidad de anular el ir a ese curso, pero en realidad preocupado por el estado en que estaba mi esposa que prácticamente no podía moverse, mi padre habló con un conocido suyo que era quiropráctico, un holandés que se llamaba Van der Hoven (o Hoeven) muy grande y con unas manos grandísimas.

Por la amistad con mi padre, el holandés atendió a mi esposa de inmediato. No tardó ni 15 minutos en la primera sesión, y mi esposa ya salió caminando y casi sin dolor. La volvió a atender al día siguiente por otros 15 minutos, y a los tres días otra vez, y le dijo que podía viajar tranquilamente y que, una vez que hubiese parido, sería bueno que volviese a una revisión.

Mi mujer quedó perfectamente, tanto fue así que ya nunca volvió a visitar al quiropráctico.

Hace unos 20 años, estando ya todos en Valencia (España), volvió a resentirse de la columna, y, estando mis hijas en el Colegio Americano, le pregunté al director si conocía algún quiropráctico aquí en Valencia. Como todo buen useño, en efecto, sí conocía a uno que nos recomendó.

A partir de esa fecha, mi mujer empezó a ir periódicamente, y ahora, aunque el quiropráctico no es el mismo, sigue yendo un par de veces al año y se encuentra de maravilla.

El lector se preguntará a qué viene todo esto. Aquí va la explicación.

Hace casi 9 años, a raíz de la muerte de mi hermano, me había ido a Italia a buscar a mi madre, ya que no me quedaba más familia y prefería que ella viniese a pasar el invierno aquí en Valencia. Justo el día antes de viajar para Valencia estaba yo esperando que una mujer aparcase, y, mientras ella hacía la maniobra, me distraje mirando una puerta medieval. La mujer, en lugar de poner la primera puso retroceso y aceleró, y con el parachoques trasero de su carro dio un fuertísimo golpe contra el frontal del mío, tomándome completamente desprevenido.

Al carro de ella se le encajó el maletero, y al mío sólo se le deformó el parachoques.

La mujer salió hecha una fiera, acusándome de haberle dado por detrás. Menos mal que su torpeza fue “admirada” por otros y me salvé.

Al día siguiente había una niebla de las que se cortan con cuchillo, y un viaje que tenía que durar unas 5 horas, terminó durando 17, con trasbordos de aviones y aeropuertos, cargado de bolsos como un burro, que es lo que uno es en realidad.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, ya en casa, me dolían el brazo y la pierna izquierda. La cosa fue tan en aumento que el dolor se volvió insoportable hasta que me tuvo que ver un neurocirujano. El diagnóstico, adjunto a continuación, fue tremendo:

cervicales leo

Por supuesto, atiborramiento de antiinflamatorios y calmantes para el dolor. Y, una vez aliviado, la solución era operarse. Pero siendo la parte más afectada las cervicales, y teniendo ellas una probabilidad de resultado no tan seguro o efectivo como podría ser el de las dorsales o lumbares, la salida era seguir tomando medicamentos hasta que el dolor llegase a ser insoportable o tuviese yo dificultades para moverme. Realmente, una muy triste solución.

Le pregunté al neurocirujano qué pensaba de los quiroprácticos y me contestó que en las dorsales y lumbares les había visto hacer milagros, pero que con las cervicales él no se atrevería.

Seguí casi un año alternando entre un poco mejor y un poco peor, dependiendo del tiempo, del día, del clima, de la humedad, de cómo había dormido, etc. Sólo podía sentarme en un sillón pero no en un sofá o butaca. Ya ni podía conducir el carro porque la pierna izquierda no siempre reaccionaba como yo quería, y así, hasta que un día, acompañando a mi señora a una consulta de mantenimiento al quiropráctico, le comenté mi estado. Él, por supuesto, ya lo sabía y me veía, pero por discreción nunca quiso entrometerse.

Mi preocupación eran sobre todo las cervicales, pero fue tanta la seguridad que el quiropráctico me transmitió que decidí ponerme en sus manos.

Inicialmente fueron 3 veces la semana, para pasar a 2, luego a una, después cada 2 semanas, para pasar a 1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6 meses, que es lo que llevo haciendo ya desde hace algunos años.

Prácticamente, pasada una semana de haber empezado con él dejé los medicamentos, pues me encontraba bien y no sentía molestias, y ya son años que no los estoy tomando pero sigo puntualmente mis citas de mantenimiento.

De vez en cuando, si hago burradas ­—tengo 4 nietos y a veces cargándolos me olvido de que no puedo estar haciendo esfuerzos y movimientos inútiles— noto que se me está recargando la espalda. Voy al quiropráctico y después de una sesión de 15 minutos salgo como nuevo y listo por otros 6 meses.

Mi intención es transmitir mi experiencia personal y decir que, al menos en este caso, los medicamentos no son la cura; son sólo paliativos que atenúan la inflamación y el dolor, pero el mal sigue estando ahí.

Mi solución definitiva podría ser operarme, pero hasta que yo pueda mantenerme con un par de sesiones al año, creo que el quirófano va a tener que esperar por mí.

P.D. para lectores españoles

En España han proliferado los llamados “quiromasajistas”, personas que hacen un cursillo de tres meses y, supuestamente, ya están listas para la práctica.

Sin embargo, el quiropráctico al que voy es doctor en Medicina, con especialidad en traumatologías, y quiropráctico, disciplina que estudió por 6 años para poder llegar a lo que es. Cobra 35 € por sesión de 15 minutos, pero un quiromasajista está cobrando 30 € por 5 a 10 minutos.

No entiendo cómo pueden consentir esto, que para mí es estafa, ya que una mala manipulación puede hacer daño e incluso grave.

***

Carlos M. Padrón

Y dicen que "Cada quien cuenta de la feria según le fue en ella", y a mí no me fue nada bien con el quiropráctico holandés que curó a la mujer de Leonardo.

Tenía yo 34 años y se me presentó un tremendo dolor de espalda. Después de ir a varios médicos que no me solucionaron el problema, varios conocidos me recomendaron que fuera al holandés. Fui, me ordenó que me desvistiera quedándome sólo en interiores (calzoncillos), que me echara boca abajo en una camilla, y comenzó a masajearme la columna.

Cuando por fin me dijo que bajara de la camilla, a punto estuve de caer al suelo por el dolor que me dio en la espalda. Entonces el tipo, con cara de frustración, me dijo que, una vez al día llenara de agua caliente una bañera, le echara sal de higueras y me metiera en la bañera hasta que el agua se enfriara.

Escéptico, y aún bajo los efectos del dolor de espalda que apenas me dejaba caminar, miré al holandés y le dije:

—¿Y usted cree que algo físico, como es la causa de mi dolor, se va a curar con esos baños?

El tipo, que ya estaba molesto porque sus masajes habían empeorada mi dolor en vez de aliviarlo, montó en cólera, enrojeció, abrió y alzó sus brazos crispando aquellas enormes manos, y a gritos me pidió que me fuera porque que él no trataba a quien no creyera en las bondades de sus consejos.

Ese día entendí cuán indefenso se siente un hombre en calzoncillos.

Como poco después tuve que viajar a Florida, en Miami me vio un quiropráctico que me hizo una radiografía de columna que mine más de un metro de largo pero que renunció a mi caso porque, al igual que con el holandés, después de sus masajes quedé peor que antes.

De vuelta en Caracas fui a otro quiropráctico, quien, después de cinco sesiones diarias, de lunes a viernes, me dijo que no volviera más porque él no entendía por qué cada día me ponía las vértebras en su lugar y al día siguiente estaban salidas de nuevo.

Por fin, un tal Dr. Abadía (¿o Abadí?), de la Clínica La Floresta (Caracas), dio con la causa de mi dolor de espalda: tengo sacralizada la cuarta vértebra lumbar; algo de nacimiento. Mientras fui joven y tuve buenos músculos, éstos la mantuvieron en su lugar, pero en cuanto los músculos se debilitaron, cualquier movimiento inadecuado me causaría dolor de espalda.

Me explicó qué movimientos debería yo evitar a toda costa, y me dio una guía de ejercicios que debería yo hacer cuando me diera de nuevo ese dolor. Debía probar con todos y quedarme con los que dieran resultado.

Así lo hice. Mantengo la guía en mi mesa de noche y la llevo cuando viajo, y la prevención y esa guía han sido mi remedio contra algo que es fulminante, pues una de las veces que me dio fue por levantar dos galones de pintura, que estaban sobre el mostrador de una ferretería, uno con cada mano, y no haberme parado totalmente de frente al mostrador y con ambos pies apoyados en el suelo, sino que levanté los galones teniendo mi cuerpo ladeado y un pie en el aire.

El resultado de esa imprudencia me hizo recordar aquel programa de TV —creo que se llamaba "La muñequita viviente" o algo así— en el que si a la protagonista se le sacaba una especie de tapón, se desplomaba inerme. Igual me ocurrió a mí ese día.