El insigne José Antonio Ruiz de Padrón nació en la villa de San Sebastián de La Gomera.
Fue doctor en sagrada teología, amigo íntimo del patriarca de la libertad americana, Jorge Washington, y de Benjamín Franklin, y diputado a cortes en 1812.
Un elocuente orador parlamentario a cuya arrebatadora palabra, elevados raciocinios y eruditos trabajos se debe la abolición en España del funesto Tribunal de la Inquisición.
Sus discursos, mandados a imprimir por el Congreso de sabios españoles de aquella memorable época —sesión del 24 de enero de 1813—, corren aún de mano en mano como uno de los mejores monumentos de elocuencia de nuestra historia parlamentaria.
La fama de este notable hijo de las Canarias al atacar de frente a un Tribunal tan terrible y poderoso, y en momentos tan críticos por los que atravesaba España y la Europa entera, le hizo eminentemente universal, pues esa radical reforma contra el más negro y absurdo de los despotismos que ha podido concebir el cerebro humano fue la base del progreso moral, intelectual y material que hoy alcanzamos.
Ruiz de Padrón llegó al puerto de La Habana hacia fines del siglo XVIII, de paso para los Estados Unidos de Norteamérica, con el fin de visitar y estudiar las costumbres de ese prodigioso país, donde tuvo la oportunidad de conocer personalmente a sus hombres más eminentes en todos los ramos del saber humano, asistiendo a diario a sus conferencias.
Allí tuvo la oportunidad de defender a España, en más de una ocasión, de los graves cargos que los hombres políticos más importantes de esa nación le hacían con suma frecuencia. He aquí la forma en que en las cortes españolas —1813— nuestro compatriota Ruiz de Padrón daba cuenta incidentalmente de ese suceso al ocuparse del Tribunal llamado del Santo Oficio, que ha desaparecido del mundo para no volver jamás.
«Estas mismas conversiones —decía el ilustre hijo de las Afortunadas respecto a la Inquisición en España— se repetían en casa de Jorge Washington, que llegó por aquellos días a Filadelfia —1787 a 1788—.
No pude averiguar a qué secta pertenecía este distinguido y célebre general, pero el filósofo Franklin estaba afiliado a la de los arminianos, según los principios de Felipe Lumbourg. Él fue quien me provocó a producirme en público en prueba de mi sinceridad, y no dificulté un momento en predicar en la Iglesia Católica de Filadelfia la misma doctrina que había proferido en mis conversaciones de amistad privada, a cuya función asistieron todos los españoles de las fragatas de guerra La Herve, La Loreto, y de ocho o diez buques de la Florida que estaban allí.
A petición de las congregaciones de los católicos, se vertió literalmente mi discurso en inglés, y a los ocho días lo pronunció el Sr. Buston, uno de los dos curas de aquella parroquia.
El concurso de todas las sectas fue tal que yo mismo apenas pude ocupar un estrecho lugar en el presbiterio, a pesar de mi amistad con aquellos curas.
Los ministros protestantes quisieron sin duda desengañarse de la sinceridad con que un hijo de las Canarias iba a hablar sobre la Inquisición, y lo consiguieron.
Mi sermón fue el primero que se predicó en nuestro idioma en aquellas vastas regiones, y creí asimismo esparcir esta doctrina en las provincias de Nueva York hasta Baltimore que recorrí, ya por curiosidad, ya por examinar los progresos que la religión católica podría hacer en aquel inmenso territorio.
Aseguré a los señores diputados que jamás hubiera hablado en público de este gravísimo asunto sino forzado de la necesidad de hacer ver que La Inquisición es un obstáculo a la propaganda del Evangelio. Su nombre sólo llena de terror a los espíritus más fuertes, pero cuando se desengañan de que la Inquisición no es un tribunal inherente ni esencial a la Religión Católica, sino la obra de una bastarda política del despotismo de los hombres, se abre la entrada al santuario, a la Iglesia de Jesús.
Desengañados muchos angloamericanos de este error, mudaron de dictamen. Más de ochenta familias protestantes hicieron bautizar a sus hijos en la parroquia de los católicos, de que yo fui testigo, y lo mismo ejecutaron otras infinitas a las que no pude concurrir.
Pero, ¿qué más? Desde aquella época que fue el año 1788, se trató seriamente de exigir la primera silla episcopal en aquellas inmensas regiones, con anuencia de aquel soberano congreso, aunque compuesto casi todo de protestantes.
Yo fui uno de los encargados para promover y llevar a cabo la realización de este importantísimo asunto con el señor nuncio apostólico, María Vicenti. Y el Santo Padre Pio IV nombró por primer obispo al señor Carroll que era a la sazón su vicario apostólico.
Es increíble el incremento que ha tenido el catolicismo en aquellos países en poco más de veinte años, pues tengo entendido que se han fundado ya hasta cinco sillas episcopales.
Si por desgracia la Inquisición hubiera sentado allí su predominio, estoy bien seguro que no habría ninguna.
Este extraño acontecimiento, en que yo tuve por casualidad una pequeña parte, fue público en Filadelfia, ciudad floreciente y populosa. Nunca hice mérito de este hecho, sin embargo de haber sido el suceso más feliz de mi vida y el más grato a mi corazón».
Y concluía nuestro compatriota, Ruiz de Padrón, su brillantísima perorata con estas palabras: «Quien, pues, puede extrañar que yo pinte al Tribunal de la Inquisición como contrario al espíritu del Evangelio a pesar de que muchos acaso lo elogiaran con la mejor buena intención».
En aquel acto tomaron así mismo parte nuestros inolvidables compatriotas Liarena, Murphy, Gordillo —que más tarde fue canónigo de la Catedral de La Habana—, Echevarría y otros.