“Tierra Canaria”, o la búsqueda de la identidad isleña en Cuba (1930-1931), es un trabajo de Manuel de Paz realizado con cargo al proyecto PI1999/085, subvencionado por la Dirección General de Universidades e Investigación del Gobierno de Canarias.
Publicado en Padronel por cortesía del Dr. Juan Antonio Pino Capote.
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Principales contenidos de la revista
Tierra Canaria, como la mayoría de las publicaciones de su género a partir de la edición de El Guanche, no pudo superar su segundo año de vida. Su primer número alcanzó las 32 páginas, incluidas las cuatro que inicialmente dedicaba a publicidad, y finalizó con 28, con una merma muy considerable de anuncios, principal sustento de la revista.
Bien presentada y de buena factura, la revista se iniciaba con la editorial e incluía una serie de secciones fijas, como la relativa a la explicación de la portada, las noticias de la Asociación y de la colonia canaria de Cuba, los ecos sociales y las crónicas de todas y cada una de las Islas, a las que se unían diferentes trabajos de colaboración, como los referidos a la realidad migratoria, aspectos económicos de interés para los inmigrantes cubanos,
colaboraciones históricas y literarias, las primeras para destacar sobre todo la importancia de los canarios en la Perla de las Antillas, así como otras noticias y artículos de contenido diverso.
Especial mención merecen varias colaboraciones, aparte de las que reproducimos en nuestra selección documental, como los trabajos de José E. Perdomo sobre el problema inmigratorio, y también acerca de la cuestión tabaquera; las crónicas de la guerra de Independencia, donde se destacó la presencia de los isleños en las filas del ejército mambí, que corrían a cargo del capitán del Ejército Libertador, Ángel E. Rosende (Mayía); el discurso «Los canarios en la fundación y desarrollo de la ciudad de Matanzas» que pronunció, en el Teatro Sauto de la capital yumurina, el 3 de noviembre de 1929, el presbítero Ramón de Diego, al objeto de conmemorar la fundación de la ciudad por treinta familias oriundas de Canarias, y que dedicó al Dr. Capote Pérez; algunas colaboraciones de Luis F. Gómez Wangüemert sobre la autonomía del archipiélago y sobre figuras ilustres de las Islas; y, entre otras, unos textos sobre «Hijas de Canarias», una agrupación femenina ligada a la Asociación Canaria de Cuba que comenzó a dar muestras de buen hacer por parte del hasta entonces olvidado sexo débil en el contexto de la sociabilidad isleña en Cuba.
Convendría realzar, en este sentido, y como natural complemento a los textos que reproducimos a continuación, algunas referencias a las colaboraciones de carácter económico, entre las que constituye un ejemplo digno de especial mención el ensayo de José E. Perdomo sobre «El problema de las rentas de las fincas tabacaleras», del que extractamos los siguientes párrafos que, pese a su extensión, merecen ser destacados por su importancia histórica en relación con un sector tan significativo, en aquella época, como el constituido por los vegueros isleños de la amplia comarca central de Cuba:
«Uno de los más serios problemas que afectan a nuestros vegueros es, sin duda, el de las rentas. La cantidad anual que por caballería de terreno tienen que abonar nuestros campesinos es la mayoría de las veces exagerada si se la compara con el producto que de su labor obtienen. Y por sobre esto viene el abusivo cobro que se les hace de la llamada «acción del sitio».
En la zona tabacalera conocida con el nombre de «Remedios», que comprende toda la provincia de Santa Clara y parte de la de Camagüey, que últimamente se le ha agregado, existen tres distintas clases de vegueros, a saber: los que labran tierras propias; los que las trabajan a «partido» —esto es, dando la tercera o la cuarta (parte) del producto al dueño o arrendatario principal de la finca—; y un tercer grupo formado por pequeños arrendatarios y subarrendatarios.
En esta clasificación que hemos hecho, tomando como norma la forma en que cada cual posee la finca que trabaja, los más expuestos a quebrantos son los pequeños arrendatarios y los subarrendatarios. El que tiene un pedazo de tierra de su propiedad sabe que aquello es suyo y que cuanto haga por mejorarlo equivale a un aporte al aumento de su capital. Pueden venirle años malos, pero si trabaja con método y con inteligencia y hace una vida económica, las situaciones adversas no le afectan tan profundamente como a los que figuran en los dos restantes grupos a que nos hemos referido.
Los «tercedarios o «cuartadarios» llevan sus posibilidades unidas a los dueños o arrendatarios principales, y éstos tienen que ayudarles en la preparación de la cosecha, cuyo resultado se divide en las correspondientes partes proporcionales. De esta manera unos y otros participan tanto de las ganancias como de las pérdidas. Desde luego que en estas condiciones, cuando hay utilidades, quien más se beneficia es el principal, y cuando los años son malos, el que mayor perjuicio recibe es el que está a «partido», porque siendo generalmente pobre, su crédito se resiente y apenas puede cubrir sus más perentorias necesidades.
Finalmente llegamos al grupo do los pequeños arrendatarios o subarrendatarios, subdivididos en esta forma según tengan la tierra arrendada directamente de los propietarios, o la hayan tomado de personas o entidades que las posean en arrendamiento.
Es costumbre, en el último caso, que hecho el arrendamiento de unas cuantas caballerías de tierra se parcelen en lotes que la mayoría de las veces son de media, tres cuartos o una caballería, y éstas se subarrienden por periodos que, por regla general, no exceden de cuatro o cinco años. Existe también la forma que ellos llaman año por año.
Al firmar el contrato que lo ha de poner en posesi6n temporal de uno de dichos lotes, debe el veguero abonar lo que se ha designado en el nombre de «acción del sitio», y que es una cantidad aparte del importe anual de la renta fijada. Al vencer el periodo por el cual se hizo el subarrendamiento, tiene el campesino, si quiere continuar con el lote, que abonar por segunda vez otra cantidad por la «acción’. En estos casos sucede que muchas veces tiene que pagar bienhechurías que ha realizado de su peculio particular, porque han tenido buen cuidado de incluirle en el contrato una cláusula especificando que «todas las bienhechurías que realicen serán por su cuenta y quedarán a favor de la finca al vencimiento del contrato». Así sucede que a veces el subarrendatario que ha realizado alguna mejora en su «sitio», se perjudica a la postre en vez de beneficiarse.
Es inútil que se hable de modernizar la vivienda del campesino y mejorar sus métodos de vida. Para que estas iniciativas tengan éxito hay previamente que darle frente a problemas como éste de que nos estamos ocupando. Si los dueños de fincas no humanizan más sus procedimientos, el humilde y típico «bohío criollo’, no podrá en manera alguna ser sustituido por viviendas higiénicas y confortables. Todo cuanto se diga en pro de este cambio será utópico si no se apoya en una legislación que abarque el problema en toda su importante amplitud.
Esa zona de Remedios, donde el resultado de las cosechas depende única y exclusivamente de las condiciones climatológicas; donde no existen regadíos; donde no se utiliza el abono; donde es la madre Naturaleza la única que con su mano poderosa indica si el campesino ha de recoger el fruto de sus esfuerzos y sus desvelos o los ha de ver perdidos at final del año, merece que se le ayude a hacer mas segura la existencia de su laboriosa población rural.
En los años malos llegan estos hombres a vivir situaciones verdaderamente difíciles. La «libranza” que se les entrega en pago de sus tabacos apenas alcanza para cubrir la mitad de lo que deben en la bodega del pueblo por los efectos tomados para la manutención de la familia y efectivo para las atenciones de la vega. Este efectivo se facilita con exorbitantes intereses. En muchas ocasiones, después de un año de luchas y fatigas, no le queda al veguero ni siquiera la cantidad necesaria para saldar sus deudas con el médico, la botica y la tienda de ropa; probablemente su cuenta en la bodega ha quedado también con un saldo deudor.
Sólo en los casos en que las fincas son explotadas por sus dueños pueden aprovecharse por entero los beneficios de esta propaganda de mejoramiento agrícola. En los otros se encuentra el valladar que oponen los grandes terratenientes, para quienes lo único que tiene un vital interés es recibir anualmente en sus residencias confortables de la ciudad el importe de la
renta de sus tierras, donde nuestra sufrida población campesina, a costa de sacrificios sin cuento, reúne los dineros que le servirán para poder vivir un año más, lleno quizás, como el anterior, de zozobras y de privaciones».
En este contexto, pues, el autor del artículo solicitaba de las autoridades del país —a quienes, por otra parte, no escatima algunos guiños de alabanza pese a la rudeza de la dictadura de Machado— una ley de aparcería que protegiese a los menos pudientes del desamparo en que se encontraban en determinadas ocasiones. Una norma, en fin, que les liberase definitivamente de «ese ominoso garrote que se intenta disimular con el nombre de acción del sitio».
Las entregas relativas al desarrollo de la sociabilidad femenina en Cuba, especialmente en la capital, deben tratarse también con cierta dedicación puesto que nos revelan el desarrollo alcanzado por este importantísimo sector de la migración canaria en la Perla del Caribe, aspecto por demás escasamente estudiado pese a la enorme importancia de la mujer para transmitir, en el seno de estos grupos inmigrados, la herencia cultural de la tierra de origen, en especial si tenemos presente que, como ha escrito Dolores Guerra López, la presencia de descendientes de isleños —segunda y tercera generación— alcanzó, al parecer, a más del cincuenta por ciento del colectivo asociado en sus organizaciones comunitarias.
Según el editorial de Tierra Canaria suscrito, como todos, por su redactor jefe Tomás Capote y correspondiente a agosto de 1930, en la última Asamblea de Representantes de la Asociación Canaria se había tratado, con amplitud, sobre el «ingreso de la mujer en sus filas sociales», nombrándose al efecto una comisión para estudiar la viabilidad del asunto, puesto que requería una reforma del Reglamento de la entidad.
El diligente redactor de la revista isleña se felicitaba por el probable éxito de una iniciativa que, desde hacía al menos una década, había sido puesta sobre el tapete por su paisano Luis Felipe Gómez Wangüemert, y clamaba a favor de la participación femenina en las organizaciones de la comunidad inmigrada, invitándolas a exigir, sobre todo, centros de enseñanza que permitiesen aumentar el nivel cultural de los isleños de ambas orillas.
Las gestiones realizadas por el grupo más progresista de la colonia Canaria de Cuba no tardaron en convertirse en realidad, al menos parcialmente. El 26 de enero de 1931 la junta directiva de la Asociación «Hijas de Canarias», tributó una visita a su homónima de la Asociación Canaria en la nueva sede de esta última, el Palacio Villalba de la capital cubana. La doctora Juana Rodríguez Cruz de Blanco, presidenta de la agrupación femenina, expresó su agradecimiento a los dirigentes del centro canario, en particular a su presidente el señor León y, asimismo, a Luis F. Gómez Wangüemert, presidente de la sección de propaganda de la Asociación Canaria, quien también intervino en el acto para agradecer las referencias a su apoyo y entusiasmo en pos de los ideales de la nueva agrupación femenina.
Con posterioridad, la presidenta de «Hijas de Canarias» hizo público un lamamiento a favor de la sociabilidad femenina en Cuba, indicando que no desmayaría en sus esfuerzos, e invitando a participar en el proyecto a las mujeres canarias y cubanas, tanto descendientes de las Islas como no.
El 22 de febrero Rodríguez Cruz, acompañada de otras damas de la junta directiva, visitó la Casa de Salud de la Asociación Canaria «Nuestra Señora de la Candelaria», donde fue presentada por el administrador de Tierra Canaria, el ya citado Justo A. Alfonso Carrillo, al director y al administrador del centro de salud canario, el Dr. Gustavo G. Duplessis y Joaquín de la Cruz, respectivamente. En presencia, además, de otros miembros del cuerpo médico de la Quinta Canaria se discutió, y se resolvió favorablemente, la posibilidad de que las asociadas de «Hijas de Canarias» se beneficiasen de los servicios médicos de la Asociación Canaria, previo pago de una cuota mínima y hasta que la agrupación femenina pudiese contar con sus propios servicios sanitarios.
En una intervención posterior de la presidenta de «Hijas de Canarias», como parte de la campaña periodística promovida por la agrupación femenina en estos primeros momentos de su existencia, se puso de relieve el creciente desarrollo de la asociación femenina y se insistió en el mensaje de la nueva entidad, abierta a las mujeres canarias y a las mujeres cubanas como una fórmula de mejorar la condición femenina. «Debo decir también que las mujeres cubanas, comprendiendo nuestros ideales e identificadas con nosotras, ya que es ésta una obra organizada por mujeres y para mujeres, se nos han unido con el mayor entusiasmo; en nuestras listas hay muchas, muchas cubanas, y si he dicho que multitud de canarias laboran, no lo hacen con menos amor las cubanas».
La organización femenina, que comenzaba a expandirse por todo el territorio de la República, tenía entre sus proyectos no sólo la erección del ya mencionado centro de salud sino, asimismo, la creación de un plantel de enseñanza que permitiese educar y formar al sexo débil, incluida la etapa de madurez para aquellas mujeres inmigrantes y cubanas que, a causa de una vida llena de sacrificios, no habían podido beneficiarse de los gozos de la educación y la cultura.
Poco después, en el número de Tierra Canaria correspondiente a mayo de 1931, la tesorera de «Hijas de Canarias», Celestina Hernández, anunciaba triunfalmente la inauguración de la clínica de la asociación, destacando la relevancia del nuevo edificio ubicado en el reparto Lawton, que contaba no sólo con un buen plantel de facultativos sino, también, con amplias y ventiladas dependencias, farmacia y otros departamentos sanitarios.
El Sanatorio de «Hijas de Canarias», situado en Luyanó, Aguilera, entre Cárdenas y Batista, en un edificio de porte neoclásico ubicado en un soto bellamente ajardinado, fue dirigido por el doctor palmero Miguel Pérez Camacho, según se destacó con abundante alarde tipográfico tanto en la propia revista como en otras publicaciones locales. Llamó la atención el esfuerzo del colectivo femenino en aquellos momentos especialmente difíciles, a consecuencia del impacto de la crisis de 1929, y quizás por ello su labor mereció todos los parabienes.
