28-07-2009
Carlos M. Padrón
El clima de El Paso es extremista: fríos intensos, y luego, en algunos días de verano, un calor simplemente asfixiante. Es el asociado con lo que llamamos “Tiempo de levante” que afecta a la mayor parte de la isla de La Palma pero que, afortunadamente, suele durar sólo entre una o dos semanas.
Sin embargo, aunque relativamente corto, ese periodo parece una eternidad, pues el bochorno es total; ni una leve ráfaga de viento, ni una hoja se mueve, y los animales, agobiados, permanecen en silencio. Con tiempo de levante se tiene la sensación de que uno está dentro de un horno, y de que el aire, de tan denso, se ha solidificado aunque permanezca invisible.
En mis tiempos de adolescente recuerdo que en el exterior el calor era tal que de día resultaba menos duro refugiarse dentro de las casas y cerrar puertas y ventanas. Pero cuando después de la puesta de sol comenzaba a bajar la temperatura, la gente abría puertas, ventanas y postigos para que saliera de las casas el aire caliente represado en ellas durante el día.
Después de la cena, los vecinos solían reunirse en el patio de la casa que más espacio aireado ofreciera y allí departían mientras hacían tiempo para irse a la cama después de que el interior de las casas estuviera menos caliente.
***
Doña Marucha era, a mis ojos de adolescente, una mujer “mayor”, o sea, mayor que mi madre que para entonces tendría unos 50 años. Pero a diferencia de mi madre, doña Marucha, con lo poco agraciada y lo varonil que era, nunca se casó, y consciente de que ése era su destino confesó a varias de sus vecinas más cercanas que no querría morirse sin ver antes los genitales de un hombre adulto, pues los de los niños, que había visto muchas veces, no saciaban su curiosidad.
Una de esas noches veraniegas de tiempo levante se reunió con otros vecinos en el patio de la casa de don Adolfo Pachencho y su esposa, doña Marta. Allí estaban también don Ernesto y doña Rosa y las hijas de esas dos parejas.
Poco antes de la media noche, don Pachencho se levantó y dijo que la reunión estaba muy buena, pero que él y su mujer iban a acostarse porque tenían que madrugar al día siguiente. Ambos entraron a su dormitorio, cuya puerta daba al patio donde los demás quedaron reunidos. Don Pachencho la cerró, se desnudó totalmente y se echó sobre la cama junto a doña Marta, mientras afuera seguían los demás en su animada tertulia.
Los cables eléctricos de las casas pasenses de aquella época, cuyos techos eran en exceso altos, no estaban protegidos por tubos empotrados en las paredes, sino que corrían por el exterior de éstas, generalmente pegados al ángulo formado por la pared y el techo.
Por motivos que nunca se supieron, pero en los que tuvo mucho que ver el intenso calor, apenas don Pachencho y doña Marta habían conciliado el sueño, a ella la despertó un intenso olor a quemado, y al mirar hacia el techo vio que el cable eléctrico estaba ardiendo y las llamas avanzaban lentamente a lo largo de él.
A su grito de “¡Fuego! ¡Fuego!” don Pachencho se incorporó en la cama sobresaltado y, al ver cómo las llamas devoraban el cable, echó mano de una sábana, se colocó bajo la zona del fuego y, al tiempo que saltaba —era hombre de baja estatura— proyectaba la sábana hacia las llamas en un intento por apagarlas.
Pero el grito de doña Marta llegó también a oídos de los que aún estaban reunidos en el patio, y doña Marucha, que ocupaba el asiento más cercano a la puerta del dormitorio donde se había desatado el fuego, saltó de su silla y, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, empujó la puerta del dormitorio y quedó petrificada bajo el dintel, impidiendo adrede la entrada de otros, al ver que Pachencho, a escasos dos metros de ella, no sólo estaba desnudo, lo cual dijo a los demás como pretexto para no dejarlos entrar, sino que con cada salto que daba, saltaban y bamboleaban también sus genitales.
Como hipnotizada por aquel espectáculo no tuvo mejor ocurrencia que ponerse a gritar entusiasmada “¡Salta, Pachencho, salta!” para que continuara la visión que tanto ella había anhelado. Y don Pachencho, que en su preocupación ni había reparado en doña Marucha, seguía saltando para regocijo de ésta.
De pronto doña Marta cayó en cuenta de lo que estaba ocurriendo, y a voz en cuello le gritó a su marido:
—¡Pachencho! ¡¡que estás desnudo, Pachencho!!
Él se detuvo en seco, y al reparar por fin en doña Marucha se apresuró a cubrir sus genitales con la misma sábana que había estado usando para apagar el fuego.
Ante esto, doña Marucha lo miró con sarcasmo y, antes de abandonar la puerta para irse al patio, ya que la «fiesta» había terminado, le dijo,
—¡Ja, a buena hora¡ ¡¡ya yo te vi la «pirinola»!!
