10 Julio, 2009
Como ya expliqué, a fin de dar cabida a más posts en la lista de los más vistos, procederé a editar como uno solo los temas que hayan sido publicados por entregas, como es el caso del titulado [*FP}– Rencarnación.
Por este motivo, juntos van aquí los cinco artículos, con sus comentarios hasta ahora, que con ese título fueron publicados por separado en cinco entregas marcadas 1/5 a 5/5 entre el 04 de febrero de 2009 y el 04 de marzo de 2009, entregas éstas que ya han sido borradas.
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Carlos M. Padrón
Mientras estuve en Canarias, y tal vez por el contubernio que entonces existía entre franquismo e Iglesia Católica, nunca escuché hablar ni de astrología —lo cual ya dije en otro articulo— ni de reencarnación. De ambos conceptos escuché por primera vez estando ya en Venezuela, país al que llegué a mediados de 1961.
Sin embargo, luego de vivir fuera de Canarias por 47 años, y después de haber leído mucho acerca de la teoría de la reencarnación, me he formado una idea de cómo podría encajar en esa teoría.
Pero antes de llegar a mi conclusión, describiré algunos hechos un tanto difíciles de explicar, y que me llevan a ella.
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C A P Í T U L O S
1.- De aguas y de montaña
2.- El toque moruno
3.- Italia y su lengua
4.- La lengua francesa
5.- Las palmeras “copa de pata larga”, y conclusión
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1. De aguas y de montaña
La inmensa mayoría de las casas de El Paso tenían lo que llamábamos ‘estanque’, un embalse en el que se recogía agua para regar las huertas en las que se sembraban papas (patatas), millo (maíz), tomates, cebollas, coles, tabaco, etc. Eran embalses de tamaño entre pequeño y mediano, y yo estaba más que acostumbrado a verlos; es más, en dos de ellos aprendí a nadar,… si es que lo que hago puede llamarse nadar.
Sin embargo, el día en que mi padre me llevó a ver el aljibe de Enrique —un hueco en la tierra cubierto por una placa de madera ligeramente alzada del piso, y a cuyos lados había bocas por las que podía verse, a nivel bastante bajo, el agua oscura y quieta— sentí un extraño miedo, y nunca quise acercarme mucho por ese lugar aunque estaba muy próximo a la finca que en Enrique tenía mi padre.
Años más tarde, cuando comencé a visitar el área de la costa y me acerqué a uno de los grandes embalses en los que se recogía agua para regar las plantaciones de plátanos (cambures), me impresionó ver lo profundos, anchos y largos que eran algunos, y que estuvieran rebosantes de agua. Pero el asombro se tornó en terror pánico el día en que me acerqué a uno de los que más me gustaba ver y, a pesar de su profundidad, lo encontré casi vacío. Sin poder contenerme, di media vuelta y me alejé sintiendo que el corazón quería salírseme por la boca.
Como no me gusta sufrir de dependencias, adrede volví a acercarme a ese embalse —y lo he hecho cada vez que he vuelto a Argual, pues es ahí donde está— y lo más que he logrado es voluntad suficiente para permanecer mirándolo, pero el miedo no he podido evitarlo. He probado con otros de los muchos que hay en lo que llaman Valle de los Espejos —por cómo esos grandes embalses reflejan la luz del Sol— y sigo sintiendo rechazo si son grandes y están llenos, pero tanto más miedo cuanto más lejos del borde esté el agua.
Y las aljibes siguen sin gustarme, estén donde estén, pues generalmente sus aguas están bajas, a varios metros por debajo de la boca de la aljibe.
Y es que, en general, el agua me gusta sólo para beberla y para ducharme. A pesar de haber nacido y de haber sido criado en una isla, detesto la playa y no me gusta el mar. Sin embargo, mi difunto hermano Raúl adoraba el mar y todo lo con él relacionado, como la playa, nadar, navegar, etc. En cambio, si estaba en la montaña —lugar que me gusta a cualquier hora— se las arreglaba para alejarse de ella antes de que anocheciera, pues no soportaba estar en la montaña cuando moría el día.
Ni a mí me ocurrió nunca nada malo en relación al mar, aljibes o embalses de agua en general, ni a Raúl le pasó nunca nada malo en relación a los atardeceres en la montaña, peeeero…..
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2. El toque moruno
Desde El Paso, y a pesar de que a los más no les disgustaba el flamenco (el baile, cante jondo y demás), que sólo veíamos en el cine, yo lo detesté desde el primer día. Vi una primera película relacionada con eso y ninguna otra, y, si podía, apagaba la radio cuando ponían música, instrumental o cantada, de ese corte.
Además, no me gustaban las actrices, cantantes o actores que eran iconos de lo flamenco, como Carmen Sevilla, Lola Flores, Antonio Molina, etc. Me atrevería a decir que yo era el único del pueblo a quien esta gente no le gustaba, lo cual me causó más de un problema.
Para colmo, en mi casa no se desvivían por el flamenco, pero tampoco lo detestaban. Es más, entre la colección de CDs de mi difunto hermano Raúl se encontraron muchos con música de ese género. ¿Por qué yo sí lo detestaba y sigo detestándolo?
Por lo ya dicho acerca de las dependencias, durante los muchos años que tuve por hobby grabar y escuchar música, me esforcé por librarme de esa aversión, y lo más próximo al flamenco que he logrado que me guste son los arreglos al piano de Felipe Campuzano. El cante jondo, el taconeo, las contorsiones de los bailarines, etc., y las corridas de toros; en fin, todo eso que tiene una raíz mora, me causa sentimientos de un rechazo atávico, o al menos de naturaleza que no sé explicar.
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3. Italia y su lengua
Mi primera exposición al idioma italiano fue en el “Bianca C”, el barco en el que en 1961 vine a Venezuela. Buena parte del personal, en especial los camareros, hablaban italiano, y me sorprendió entender algunas palabras de lo que hablaban entre ellos. Lo atribuí a que durante el bachillerato había estudiado yo latín.
En septiembre de 1962 entré a trabajar en Olivetti de Venezuela, una compañía que para entonces era como lugar de tránsito para emigrantes italianos, españoles y canarios, que entraban en Olivetti como vendedores de máquinas de escribir y de calcular, mientras encontraban un trabajo mejor. De ahí que en esa compañía hubiera muchos italianos —incluso la gerencia más alta era detentada toda por italianos— que entre ellos sólo hablaban italiano, y mi oído se acostumbró a escuchar a diario ese idioma, como también tuvo que haberse acostumbrado el oído de los otros muchos hispanoparlantes que allí trabajaban, entre los cuales era yo uno de los de menor antigüedad en la compañía.
Mientras yo hacía antesala para hablar con la persona que me entrevistaría en relación con un trabajo en Olivetti, vi cómo una máquina de color verde, mucho mayor que la mayor de las calculadoras por mi vistas, imprimía sola registros contables sobre un tarjetón preformateado con el diseño propio de una hoja de libro Diario.
¿Una máquina haciendo sola, sin intervención humana, asientos contables? Eso me fascinó. Así lo dije en la entrevista en la que fui aceptado como vendedor de Mecanización Integral, posición en la cual no sólo tenía yo que vender las máquinas Audi —que así se llamaban las del modelo que me había fascinado— sino también programar las que vendiera. Y para que yo aprendiera a programarlas, mi jefe me dio unos manuales escritos en italiano. Para mi sorpresa, entendí casi todo lo que en ellos se explicaba, y pocas veces recurrí a algunos italianos natos que aceptaron darme el significado de las palabras que yo no entendía.
A los de Mecanización Integral se nos dijo un día del verano de 1967 que nuestro gerente en funciones se iría de la compañía y que, para reemplazarlo, vendría alguien directamente desde Italia.
En los primeros días de septiembre de 1967 llegó ese alguien, de nombre Gaspare Cinque, un napolitano que en su primera reunión no nosotros nos hizo saber, con ayuda de un intérprete, que no pensaba estar en Venezuela más de dos años, y que tampoco pensaba aprender español, por lo cual nosotros deberíamos aprender italiano si queríamos entendernos con él.
A mis compañeros les molestó mucho esa declaración, que calificaron de arrogancia, pero yo me la tomé como un reto, y, para mi propia sorpresa, pasados quince días estaba yo hablando italiano con Cinque.
Todos en la compañía se quedaron más que boquiabiertos, pero algunos de mis compañeros me acusaron de adulador porque, según dijeron, para ellos estaba claro que yo me había puesto a estudiar italiano desde que, un par de meses antes, me había enterado —vaya usted a saber por dónde— de que pronto tendría por jefe a un italiano.
Tal acusación era falsa, pues nadie me dijo nada sobre el jefe italiano, y, aunque me lo hubieran dicho, el hecho de que el italiano que llegó declarara su negativa a aprender español sorprendió a todos por igual, desde las niveles más bajos hasta los más altos.
Sin embargo, el más sorprendido fui yo, pues aunque al principio atribuí el caso a mis estudios de latín —muy pobres, por cierto— enseguida caí en cuenta de que entre los hispanohablantes ya mencionados había varios que habían estudiado para Cura, y algunos de entre ellos habían permanecido en el Seminario católico durante ocho años, o hasta el día anterior a su ordenación, día en que salieron corriendo. Ésos sí que de verdad habían tenido que estudiar latín, pero aún habiendo estado en Olivetti más años que yo, nunca hablaron italiano ni lo entendieron.
La primera vez que fui a Italia —en un viaje por cuenta de Olivetti, que será objeto de otro artículo—, me sentí muy a gusto en ese país, pero no en el ambiente empresarial de Olivetti, que era de un insoportable culto a la personalidad, sino interactuando con la gente de la calle. Encontraba en eso algo familiar y agradable.
Durante ese viaje, y terminada ya la parte de trabajo, Cinque me dijo que yo tenía que ir a Venecia. Le hice caso e inicié mi viaje saliendo en tren desde la estación principal de Milano, un sábado muy temprano.
En el compartimento que escogí o que me asignaron —ya no recuerdo— iba yo solo, pero en cada estación subía más y más gente hasta que el compartimento se llenó, y en la próxima estación entró a él una viejita que miró buscando asiento y puso expresión muy triste al no ver ninguno disponible. Cuando la pobre iba ya dando media vuelta para, ayudada por su bastón, buscar asiento en otro compartimento, la llamé y le di el mío, que era uno de los más cercanos a la ventanilla. Yo bajé la mesita plegable que había bajo esa ventanilla, y medio me senté en ella, de espaldas al vidrio y tapando casi toda la luz que entraba desde el exterior.
Y desde esa posición continué hablando con los demás pasajeros, pues sabido es que entre italianos no puede esperarse precisamente silencio.
Pasadas algunas estaciones más, cada vez que nos acercábamos a otra, la viejita me preguntaba si íbamos a llegar a Brescia. Yo me limitaba a mirar por la ventanilla, leer el nombre de la estación, y decirle que no, que la próxima no era Brescia.
Como a la tercera vez que me preguntó, al mirar por la ventanilla y no ver ningún nombre todavía, le dije que yo no sabía si la próxima estación sería Brescia, ante lo cual la señora se molestó y en todo airado me dijo que yo no quería ayudarla. Cuando extrañado le pregunté por qué decía eso, su respuesta me sorprendió:
—¡Porque no es posible que siendo tú de Brescia no conozcas las estaciones de tu región!
—Señora, yo no soy de Brescia; yo ni siquiera soy italiano, y ésta es la primera vez que vengo a Italia—, fue mi respuesta.
Y entonces no sólo la viejita sino muchos de los otros pasajeros me llamaron mentiroso, pues para ellos estaba claro que yo no sólo era italiano sino de Brescia pero que, por algún oscuro motivo, quería negarlo, y eso no estaba bien. La presentación de mi pasaporte medio logró convencerlos.
¿Por qué aprendí italiano con tanta facilidad y rapidez?
¿Por qué si, como aducen algunos, lo aprendí por ósmosis —pues “se me pegó” al escucharlo a diario en Olivetti de Venezuela, cosa que ni antes ni después le ocurrió en esa compañía a nadie más, al menos hasta que me fui de ella— tuve que adoptar el acento de Brescia si, como averigüé después, entre los italianos de esa Olivetti no había ninguno de Brescia, y sé ciertamente que no era de Brescia ninguno de los que trabajaron cerca de mi?
¿Por qué a la primera me gustó la Italia popular, algo que no me ha ocurrido con ningún otro país?
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Comentarios
Comment from Leonardo Masina
Time 18/02/2009
Estamos empatados, Carlos.
Salvador Covelo, en una reunión de departamento en mis comienzos en IBM, me preguntó: “¿De qué lugar de Castilla eres?”. “Yo soy vallisoletano; de Valladolid”.
Te recuerdo que yo llegué a Venezuela en 1957 pero me volví a Italia a estudiar en 1960, hasta volver definitivamente a finales de 1968, entrando en IBM en enero de 1969.
Luego de que llegué a España en 1984, todavía no he logrado encontrar la persona que adivine de dónde soy. Inicialmente me decían que era canario —posiblemente mi influencia venezolana—, luego me empezaron a trasladar a Andalucía y algunos a Galicia. Como tú, tengo que enseñar mi documentación para demostrar que soy italiano.
Lo del idioma debe de ser una facilidad o don que tiene uno de nacimiento. Yo, por la época en que estudié, como segundo idioma tenía el francés. Cuando entré en IBM, los idiomas que yo sabía no me servían para nada, porque todo estaba en inglés.
Como al año —junto con Roberto Alibardi, un compañero de trabajo—, nos metimos a estudiar en el English Lab, que estaba en El Rosal, y ahí estaban, en nuestro grupo, justamente la señora de Covelo y una muchacha llamada María Gracia. Por trabajo (casi siempre de viaje) y, porque a mi me ladillaba esa manera de aprendizaje, abandoné las clases dejando al pobre Roberto solo, que todavía ahora, luego de casi 40 años, me reprocha haberlo abandonado y dejarlo solo con María Gracia, con la cual lleva unos 37-38 años felizmente casado.
Para terminar el cuento, ese verano decidí ir a aprender inglés por mi cuenta y me fui a pasar unas vacaciones en Londres, y visto que en la calle sólo podía aprender paquistaní, hindú, portugués y otros idiomas, un día me fui a una oficina de IBM y les expliqué que yo era técnico en IBM de Venezuela y quería aprender inglés. Estuve casi un mes trabajando con ellos, y parece que les fui de tanta ayuda que querían pagarme los gastos de estadía y pedirle a IBM de Venezuela que me dejase un par de meses más.
A la vuelta a Venezuela surgió la oportunidad de ir a Los Ángeles a estudiar la /370-125, y el más indicado por background era yo, pero, según la gerencia, yo no tenía el suficiente nivel de inglés, Uwe, mi jefe, dijo que yo estaba capacitado, y apostó por mí.
En febrero de 1973 me fui a Los Ángeles, primero a hacer un montón de cursos “prerrequisitos” en FIS, que era un terminal, como una máquina de escribir, al que te conectabas a la espantosa velocidad era de 2.400 bps, y te daba el plan de estudio. Tenías que leerte los manuales y luego te reconectabas para que te hiciese los tests, y si aprobabas, pasabas al siguiente nivel y/o curso, y así estuve como 3 meses, y en los horarios más disparatados, ya que durante el día ese terminal lo utilizaban para funciones administrativas y a mí me lo dejaban por las noches y los fines de semana.
Tengo que reconocer que jugué con trampa y ventaja, ya que aprendí cómo saber por adelantado cuál era el plan de estudio, y lo imprimía. Luego me lo estudiaba en el hotel, con calma, y luego me conectaba sólo para hacer los tests. El resultado que obtuve fue “overstanding” ya que, según el terminal, como estuve conectado muy poco tiempo, yo debía ser un genio, pues lo normal era que a cada estudiante le asignaran 1 ó 2 horas de terminal para estudiar un tema y hacer luego el test, y yo a los 10 minutos ya estaba haciendo el test,… porque me lo traía bien preparado.
Reconozco que mi esfuerzo en esa primera parte del curso fue más de aprender y practicar inglés que los malditos FIS de “prerrequisito”, como el DOS y otros utilities.
Como yo estaba hospedado en el Airport Marina Hotel, un hotel de más de 1.000 habitaciones que estaba al lado del aeropuerto y en el que se hospedaban la mayoría de las asistentes de vuelo de casi todas las líneas aéreas, yo, que entonces estaba soltero, despreocupado y con muchísimos años menos…. pues tuve la oportunidad de practicar mucho la “lengua”.
Luego de ese viaje, tuve muchísimos más a USA, hasta que en 1983 me fui por año y medio a Endicott. Yo estaba junto al grupo de españoles, pero también había un grupo de brasileños e italianos que tenían locos loco a los americanos, que me preguntaban por qué a mí me entendían cuando les hablaba, mientras que a todos los demás no. Decían que yo hablaba con acento de New England.
Para que veas que lo del idioma es un don y, por más que uno se esfuerce a estudiarlo, si no le entra, siempre predominará su acento originario.
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4. La lengua francesa
Ya en en “Sadismo y arrogancia campeando en la ignorancia. Confesión 54 años después” dije que tal vez mi rechazo hacia Moncada sea el responsable de la aversión que desarrollé en contra del idioma francés, pero es el caso que cuando ya en Venezuela me topé con películas habladas en francés —pues las películas que pasaban en Canarias estaban todas dobladas al español o, mejor dicho, al castellano— a los 5 minutos tenía yo dolor de estómago, y más de una vez abandoné la sala porque no soportaba seguir escuchando ese idioma que, por otra parte, entiendo bastante bien en forma escrita.
Se dice que, según un principio de la Gramática Generativa, si fuera posible recluir en un lugar, como una isla desierta, a un grupo de alemanes que no hubieran aprendido a hablar, terminarían “reinventando” el alemán, y lo propio harían un grupo de españoles, franceses, italianos, etc. La idea es que el idioma, la lengua que habla un pueblo, es fiel reflejo de su idiosincrasia.
De ser esto cierto, explicaría por qué no me resultan simpáticos los franceses en general, y por qué ellos me pagan con la misma moneda. Ha sido de lugares públicos de París y de Quebec, ciudades donde se habla francés, de los únicos que hasta ahora me han botado en este mundo por, supuestamente, el “horrible pecado” de no hablar francés pero sí español, inglés e italiano, que fue el orden en que intenté hacerme entender en los dos casos.
Lo del español pareció no importarles, y lo del inglés tampoco, pero el italiano fue tomado como un insulto que causó que, en ambos casos me dijeran, en perfecto inglés y en tono muy alterado, “¡Váyase de aquí!”.
Si bien en El Paso había casi unanimidad en cuanto a que la lengua extranjera que uno debería aprender era el francés, a mí me resultaba repulsiva su fonética oscura y machacona, y por eso, en cuanto tuve oportunidad —que fue al terminar la reválida de quinto año de bachillerato— dejé de lado el francés y opté por el inglés, lo cual fue por muchos calificado de locura por cuanto no había profesores disponibles, pero me las arreglé con sólo libros de texto, que es la peor forma de aprender un idioma, y de ahí que, después de tantos años de lidiar con el inglés, esté yo acusando aún los efectos de haberlo aprendido por libros.
Pero ante la reacción que me causaban las películas habladas en francés, al igual que hice con el rechazo a los embalses, me propuse vencerlo, y desde hace años puedo soportar una película hablada en ese idioma, que sigue sin gustarme.
¿Cuál es la explicación a esta mi aversión al francés si, como ya dije, en El Paso, donde me eduqué, se consideraba que era el idioma extranjero que uno debía estudiar, y si ninguno de los compañeros de estudios que tuve la desarrollaron, y algunos siguieron estudiando francés y lo hablan bien?
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5. Las palmeras “copa de pata larga”, y conclusión
Ya en Venezuela, viendo una vez en TV una película rodada en Los Ángeles (California, USA), apareció en pantalla una toma de toda una avenida llena de esas palmeras muy altas, de tronco delgado, y que rematan en su tope con una especie de capullo que las hace aparecer como una copa con la pata exageradamente larga y un tanto torcida.
La visión de esas palmeras fue para mí como un golpe directo al estómago. Tanto que me quedé perplejo. ¿Que me han hecho a mí esas benditas palmeras? me pregunté. ¿A quién se le ocurre sentir aversión por un árbol? Pero cada vez que
aparecían en la pantalla, algo dentro de mí las rechazaba.
Apliqué la misma fórmula que con las películas habladas en francés, y ya tolero las tales palmeras, pero siguen sin gustarme y prefiero no verlas.
El 24/05/1980 fue mi primera visita a la ciudad de Los Ángeles y mi primer encuentro, en vivo y en directo, con las para mí desagradables palmeras que, por cierto, no son nativas de esa ciudad o zona; son del desierto y fueron traídas a Los Ángeles por misioneros católicos. Allí volví a sentir por ellas la misma aversión de la primera vez, aunque sin golpe al estómago.
En Marrackech me topé, en enero de 1995 y también en vivo y en directo, con las tales palmeras, y esta vez en su medio ambiente natural. Mi aversión por ellas, aunque grande, quedó chiquita ante mi aversión hacia el conjunto formado por el francés que allí hablaban, la topografía toda del lugar, la idiosincrasia de su gente, la vestimenta, el ambiente que se respiraba, etc. De allí no me botaron, como si lo hicieron de París y de Quebec, pero sí me engañaron y quisieron robarme, como ya conté en la serie de cinco artículos “Un alfiler en África”.
Si a eso añado la terrible repulsión que me causó el cante jondo que durante el vuelo de Madrid a Casablanca entonaron y bailaron a todo trapo unos moros que iban en grupo, debo deducir, a la luz de mis lecturas sobre reencarnación, que en alguna otra vida fui italiano, o mi lengua nativa fue el italiano con acento de Brescia, y que, en Marruecos, o en un país similar cuyas gentes hablaban francés y gustaban del baile y cante jondo, morí ahogado al ser arrojado a un embalse profundo en el que la superficie del agua estaba muy baja, a mucha distancia del borde del embalse, y no había manera de que yo saliera de allí.
En un libro de Rafael Argullol encontré algo que hice mío y que, ligeramente modificado, lo enmarqué y lo tengo colgado en la pared detrás de la PC con la que lidio muchas horas cada día:
«Siento, aunque esté completamente solo, que hay alguien que me está observando. De pequeño creía que era el ángel de la guarda, y más tarde, cuando las enseñanzas fueron más solemnes, Dios.
Ahora creo que es alguien en cierto modo muy parecido a mí, casi como yo mismo, pero mucho más lúcido porque posee todos los conocimientos, experiencias y progresos que he logrado en cada vida pasada. Alguien que se ríe cuando trato de ignorarlo, negarlo ó engañarlo, y me recuerda que él es el autor de la obra que con su asesoría yo mismo escogí, y que ahora, como actor, estoy representando».
M. Scott Peck dijo en una de sus obras que no aceptaba la idea de la reencarnación porque no podía creer en una teoría que lo explica todo. El día en que leí esa declaración suya perdí buena parte del respeto que por él sentía, pues entre quienes dieron crédito a la reencarnación, o al menos la tomaron en serio, se encuentran personajes como:
• Benjamin Franklyn
• Jack London
• Napoleón Bonaparte
• Mark Twain
• León Tolstoi
• Henry Ford
• Johann Wolfgang von Goethe
• Freidrich Nietzsche
• Mahatma Ghandi
• Ralph Waldo Emerson
• General George S. Patton
• Albert Schweitzer
• Walt Whitman
• William Wordsworth
• Carl Jung
• Henry David Thoreau
• Sócrates
• Voltaire
• Josephus (el más conocido de los historiadores judíos de los tiempos de Cristo)
• Honore de Balzac
• Arthur Schopenhauer
• Paul Gauguin
• George Harrison
• Pitágoras
