16-06-2009
Carlos M. Padrón
Santiago era, como la gran mayoría de los padres de familia de El Paso, un agricultor que, a diferencia de esa mayoría, gozaba de una mejor posición económica. Estaba casado con Belén y tenían varios hijos.
Era conocido por lo mucho que le gustaba comer, practicar los deportes de la cama, y jactarse, cada vez que podía, de sus hazañas en ambos frentes: la comida y el sexo.
María del Carmen, una de sus hijas, era realmente bella, lo que se diría un “mujerón”, y por ello contaba con muchos admiradores que no paraban de inventar modos para llamar su atención. Tal vez el modo más romántico, pero al alcance sólo de quienes conseguían los recursos para usarlo, era darle serenatas a altas horas de la noche.
A tal fin hacía falta un grupo de buenos ejecutores de instrumentos musicales, generalmente de cuerdas, o, en el mejor de los casos, también de aire, como clarinete o trompeta. Y, por supuesto, varios de esos ejecutantes deberían saber cantar y acompañar a uno que, porque era el que mejor lo hacía, fungía como solista.
Como mi hermano Raúl era un buen trompeta y disponía de una, fue invitado una noche a formar parte del grupo que, por encargo de un admirador de María del Carmen, le daría a ésta una serenata. Y mi hermano aceptó.
Hasta poco antes de morir contaba él que ya iban por la segunda canción frente a la cerrada ventana del dormitorio de María del Carmen, y todavía la puerta de la casa permanecía cerrada, lo cual era casi una señal de desprecio por cuanto la costumbre obligaba a que el dueño de la casa, que no la homenajeada, al término de la primera canción debía abrir e invitar a pasar a los serenateros.
Una vez que éstos habían entrado a la casa —generalmente a la sala, que era la mejor amueblada de sus habitaciones— debía ofrecerles vino y algún dulce típico (almendrados, mantecados, truchas, etc.) mientras la homenajeada aprovechaba para vestirse, acicalarse y salir a presentar su saludo y agradecimiento,…. y a que su admirador la viera.
Mediada ya la tercera canción, y cuando la expresión del admirador comenzaba a mostrar signos de decepción, de pronto se abrió la puerta principal de la casa, la que daba a la sala, y de ella emergió Santiago terminando de ponerse sus pantalones. Y, a modo de excusa por la ofensiva tardanza, dirigiéndose a todos los del grupo dijo en voz alta:
—Es que estaba montando a Belén. ¡Tremenda hembra! ¡Yo quisiera que ustedes la montaran para que supieran lo que es una hembra de verdad!
Sorprendidos y avergonzados, los serenateros optaron por disculparse e irse, antes que tener que enfrentar a María del Carmen y a Belén, quienes, de seguro, habían escuchado lo dicho por Santiago.
