[*Otros}– Los Canarios en América / José Antonio Pérez Carrión: Miguel Hernández Bethencourt y Morales

El bizarro militar, conocido por Miguelón, de quien tenemos el honor de ocuparnos, era hijo de padres bastante bien acomodados, y nació en el lugar denominado Tostón, en la isla de Fuerteventura, la antigua e histórica Majoreta de los guanches.

Viendo Hernández de Bethencourt que el hacha demoledora de la Conquista había talado los campos de su país, y que los que antes habían sido ricos, feraces y hermosos iban cada día convirtiéndose en estériles y pobres, decidió trasladarse a Venezuela para dedicarse a la agricultura en tan feraz y opulento suelo.

Hombre de claras luces, bien educado, de un valor a toda prueba y de unas fuerzas extraordinarias, pronto estrechó amistosas relaciones con sus paisanos Tomás Morales, Rafael Poo, Sebastián Denis, Domingo Vera y otros que estaban ya establecidos en la ciudad de Caracas, ocupados en el comercio, presentándosele, con tal motivo, un brillante porvenir.

Así las cosas, sobrevinieron los sucesos de 1810, promovidos por los generales Francisco de Miranda, Simón Bolívar, y Mariño, y los que hasta el día antes se habían tratado como verdaderos hermanos y dispensado toda clase de atenciones y esmerados obsequios, rompieron de la noche a la mañana sus buenas relaciones, entregándose a una sangrienta y fratricida lucha sin cuartel.

«¡Ojo por ojo y diente por diente!» fue el grito desesperado de los partidos. Era la guerra civil con todas sus más tristes y fatales consecuencias.

Los más exaltados, los verdaderos republicanos, los cosmopolitas, los que tienen por patria el mundo, corren a abrazar la bandera de la revolución y los principios proclamados por Simón Bolívar y Francisco de Miranda; y los otros, liberales también aunque más templados, acuden a reforzar al gobierno constituido que defendía el antiguo régimen como punto fundamental de la integridad española en América.

Entre éstos se contaban los generales Francisco Tomás Morales, Narciso López —oriundo de Canarias—, y nuestro biografiado, quien abandonó el arado y empuñó la lanza,… en una lamentable situación provocada desde Madrid por los palaciegos de Fernando VII y una administración injusta que tanta sangre costó a los españoles honrados de uno y otro continente.

En las primeras batallas, la suerte parecía favorecer a las armas castellanas, pero la revolución había tomado ancho vuelo en toda la América Hispana, y los recursos nacionales se iban agotando, cada día más y más, hasta el extremo de que a los soldados llegara a escasearle lo más necesario para la vida, y por ello tenía que suceder lo que en estos casos sucede por regla natural y que todos los espíritus más pensadores prevían: el triunfo de la revolución.

Así fue como en la batalla dada en Ayacucho el nueve de diciembre de 1824 entre las tropas que mandaba el general Sucre y las del Virrey Laserna, las de este bizarro jefe sufrieron una terrible derrota que puso fin a la sangrienta y desesperada lucha, completándose así, como dice un autor español, la independencia del Perú y la de Venezuela.

Nuestro compatriota Miguel Hernández Bethencourt y Morales, que había vencido en más de cien combates y alcanzado el grado de teniente coronel de caballería y “comandante de lanceros del Rev”, se encontró en la Batalla de Ayacucho. Estaba sirviendo a las órdenes de su comprovinciano, general Morales, que operaba en la región de Maracaibo, donde tuvo lugar, tres meses después de los sucesos de Ayacucho, la honrosa capitulación de este pequeño resto de combatientes, emigrando nuestro paisano a La Habana, donde a su arribo fue nombrado gobernador de la Cabaña.

Pero habiéndose enfermado tuvo necesidad imperiosa de ir a Santa Cruz de los Pinos, a tomar los aires puros de esa localidad, falleciendo allí después de haber prestado grandes e importantes servicios a España.

Era, pues, nuestro paisano considerado como la primera Lanza española de la época.

En Santa Cruz de Tenerife existen aún familias de este valiente guerrero: los Hernández y Rodríguez de Vera. Nosotros tuvimos el alto honor de conocer y tratar a la respetable madre de este ilustre hijo de Canarias, llamada Doña Laura Morales, apreciable señora que alcanzó la avanzada edad de 111 años conservando de una manera lucidísima todos sus sentidos corporales, incluso el de la vista, pues jamás llegó a usar espejuelos para leer, ni sufrió nunca dolor de cabeza ni la más ligera indisposición.

El testamento de este distinguido compatriota está en la antigua escribanía de guerra de La Habana.

La señora Laura Morales de Hernández, que falleció en Santa Cruz de Tenerife y sobrevivió a su hijo cerca de treinta años, nunca apercibió el monte pío que le correspondía por el fallecimiento de aquél, ni un centavo de los bienes que su hijo dejara en América a su fallecimiento.