14-11-2008
Carlos M. Padrón
Por muchos años, Monterrey fue sólo un teatro, con su escenario, su patio de piso de madera y sus palcos, altos y bajos, que se extendían por todo el perímetro del patio. Al fondo del escenario había un telón que ocultaba las tramoyas y la puerta al baño de damas y al de caballeros.
Cuando a mediados de los ’50 regresaron de Venezuela los hijos de los Monterrey, construyeron al lado oeste del teatro una extensa terraza que comunicaba con aquél y que por años fue el mejor lugar de la isla de La Palma para celebrar bodas y otros eventos sociales.
Sin embargo, antes de que existiera esa terraza el teatro se usaba para representaciones teatrales —claro está, era un teatro— pero mucho más frecuentemente para bailes, que eran los llamados “asaltos” (nunca logré averiguar el origen de este nombre, que se daba a los bailes que tenían lugar en la tarde) y a los bailes propiamente dichos, que tenían lugar en la noche, después de la hora de la cena, y se prolongaban hasta la madrugada.
Cuando yo tenía unos 14 años, durante los meses de invierno había tanto frío en la calle que, los domingos, todo varón que podía pagaba su entrada y se metía en el Teatro Monterrey, fuera o no a bailar, con tal de huir del frío, porque, además, en las calles no había nada que hacer; estaban desiertas. Las mujeres no pagaban entrada, pues sabido es que la carnada es siempre gratis.
De los muchachos que, como yo, no teníamos dinero para la entrada, algunos optaban por aprovechar algún despiste de don Víctor Monterrey, el padre de la familia —que se apostaba sentado a la entraba para reclamar el ticket a todo varón que quisiera pasar— y se colaban a toda carrera sin que él pudiera detenerlos.
Otros, cuya educación o temor a represalias no nos permitía hacer eso, nos apostábamos en la pared, cerca del marco de la puerta, donde quedábamos bastante protegidos del frío, y a veces el bueno de don Víctor nos decía “Pasa”. Al menos yo entraba muy contento, me iba a la parte trasera del telón y, si tenía suerte de encontrarme con alguna de las muchachas de mi edad que gustaba de bailar y quisiera hacerlo conmigo, bailábamos allí mismo, tras el telón del fondo del escenario, lejos de la vista de las «viejas» que ocupaban los palcos.
En esa época, las mujeres, muy celosas de su reputación y, sobre todo, del “qué dirán”, aplicaban a sus parejas de baile lo que se llamaba “la retranca” —que, según dije en ¡Mi hija se casará virgen! consistía en que la mujer cruzaba su brazo izquierdo sobre el pecho del hombre con el que bailaba para así impedir que él se acercara demasiado, o sea, que “se pegara”, que era el término que para eso se usaba—, y las madres y demás “viejas” del pueblo se sentaban en los palcos altos porque, como también dije en «ELLA«, desde allí no perdían pie ni pisada de cuanto ocurría abajo, en la pista de baile. Y al día laborable siguiente al del baile, en todos los lugares de reunión de mujeres, que eran principalmente las C3 y la Fábrica de los Capotes (fábrica de cigarrillos y cigarros, y única industria del pueblo), se comentaba qué muchacha había puesto una buena retranca, y cuál no, y de ésta se hacía leña a mansalva.
Una joven llamada Rosario estaba, desde hacía tiempo, en la mira de “Los honorables cuerpos de vigilancia de la moral pública” porque, en opinión de éstos, ella había venido permitiendo en cada baile un milimétrico y progresivo acercamiento de su novio, hasta que ocurrió que en el baile de un cierto domingo, fuera por lo que fuere, Rosario no le puso al novio retranca alguna y éste se pegó al máximo.
Cuando el lunes siguiente llegó Rosario a su trabajo en la Fábrica de los Capotes, todas las mujeres le cayeron encima con críticas de grueso calibre que la víctima aguantó en silencio hasta cierto punto. Cuando ya no pudo más, se levantó de su asiento y a voz en cuello, para que la escucharan todos en el local, mujeres y hombres, gritó:
—¡Yo fui la que me pegué! Y me pegué todo lo que pude, ¡pues, como voy a casarme, tengo antes que saber con qué cuento!
Al menos a la valiente Rosario nadie le dijo más nada sobre el tema, aunque a sus espaldas la “curtieron” por mucho tiempo. Tampoco se supo si su apreciación de aquello con lo que esperaba contar fue o no acertada, aunque no descarto la posibilidad de que alguna de las componentes de “Los honorables cuerpos de vigilancia de la moral pública” le haya preguntado al respecto.
