Braulio Martín
(Profesor de EGB y amigo del autor)
Sólo unas palabras, pocas, muy pocas; palabras que más bien van a ser dictadas por mi corazón que por el cerebro; palabras que quiero pronunciar en recuerdo y homenaje, sentido, sincero y emocionado, no sólo del poeta Antonio Pino, sino más bien del Antonio Pino humano y del Antonio Pino patriota, de quien aprendí a amar a nuestro pueblo.
Permitidme que rememore aquellos encuentros domingueros que nosotros teníamos, precisamente aquí, en el Monterrey, donde Antonio Pino me hablaba de sus problemas, de los problemas de su pueblo, de la historia de su pueblo; donde me leía y recitaba en primicia muchos de los versos que figuran en el libro que se ha de presentar esta tarde. Otras veces también me deleitaba recitando poemas como los de Guillén, poeta que él conoció en la Habana; de Chamizo a quién solía llamar el tinajero de Camus; pero, sobre todo y como ya ha dicho su hija, los poemas de sus poetas predilectos, Antonio Machado, y yo voy a añadir otro: Tomás Morales.
Recuerdo un día en que yo le contaba que cuando vi en Londres la estatua de Horacio Nelson, lo que me llamó la atención fue ver aquélla estatua tan alta, sobre un pedestal enorme, que posiblemente alcanza el medio centenar de metros, y pregunté: “¿Por qué esto es tan alto?”. Me contestaron: “Porque Nelson, aún después de muerto, tiene que estar viendo el mar”. Y entonces Antonio me comentó, con ese temperamento fogoso que él tenía: “¡Parece hasta mentira lo que han hecho con Tomás Morales!. Esos ingleses sí que tienen sentido. ¿Tú has visto la estatua, que la tienen de espaldas al mar?”.
Pues bien, esto me indica y abro un interrogante ¿Serían sus poetas preferidos Machado y Tomás Morales? Dejo sin contestar este interrogante porque yo quiero destacar, yo quiero decir unas palabras de este hombre que dedicó plenamente su profesión al servicio de todos sus semejantes pero, sobre todo, al servicio de los humildes y débiles económicamente.
Me consta, porque se lo oí decir un día en que le hablaba y le decía: “Antonio, tú estás cobrando unos honorarios irrisorios; esto tienes que aumentarlo”. Y me contesta: “Mira, Braulio, cuando me vienen a pagar los trabajos que realizo, y cuando yo veo que el dinero que me traen está en distintas monedas de cien pesetas, de veinticinco pesetas —voy a decirlo con las frases de él—, siento que ese dinero me quema las manos. ¿Sabes por que? ¡PORQUE HABÍAN RASPADO LA JARRA!”.
Pero, sobre todo, no solamente es esta dimensión humana, la de Antonio, sino la dimensión cívica, el cariño que Antonio tuvo por su isla, pero sobre todo por su pueblo. A mi me consta —y todos vosotros lo sabéis, pues no es ningún secret—, que los últimos años de su vida se los pasó luchando por recuperar el PATRIMONIO de NUESTRO PUEBLO que, por ignorancia de unos y por habilidades de otros, se había perdido.
La última vez que hablé con Antonio fue en la Clínica, en Santa Cruz de Tenerife; ya él físicamente derrumbado pero con su mente lúcida. Con voz débil, que nos pasamos todo el tiempo haciendo un esfuerzo, no hacía sino hablarme de aquel problema por el que luchó de esa forma tan leal y con una entrega enorme, como hizo durante todos los años de su vida.
Y voy a terminar; voy a terminar lanzando una idea, y esta idea es que a nuestro hijo predilecto, que ya ha dado nombre a una calle por acuerdo de nuestro Ilustre Ayuntamiento, se le haga una estatua o algo parecido, pero que sea por suscripción popular. Que no sea por entidades oficiales, y que se coloque en el sitio que sea, pero con una condición. que sería la que a él le habría gustado: ¡MIRANDO HACIA EL NORTE!. Y nada más.
