[*Opino}– Buhonería a bordo de American Airlines

Carlos M. Padrón

Lunes 19 de mayo de 2008. En el comienzo del viaje a San Francisco (California) que terminó ayer, Chepina y yo tomamos el vuelo 902 de American Airlines (AA) desde Maiquetía (aeropuerto de Cararas) a Miami.

De mi modorra mañanera me sacó una voz femenina que tarareaba canciones de cante jondo. Con asombro descubrí que era una de las aeromozas (azafatas) que mientras empujaba el carrito de las bebidas entonaba esas tonadillas que, como tanto “me gustan”, hicieron que pensara lo que luego los hechos confirmaron: “Este viaje comienza mal”.

De pronto caí en cuenta de algo insólito: la aeromoza de marras trataba de “cariño” a los pasajeros al preguntarles qué bebida querían (“¿Qué quieres, cariño?”) y al servírselas (“Aquí tienes, cariño”) y, para colmo, lo hacía con un acento marcadamente castizo que en esos vuelos Caracas-Miami, que he tonado decenas de veces en mi vida, sonaba como un pedo en misa.

Pero lo más insólito estaba por llegar. Terminada la distribución de bebidas, la tal aeromoza, con la más clásica de las técnicas buhoneriles, comenzó a ofrecer, a hurtadillas y sólo a las damas, bisuturía de su propiedad —que no de la líinea aérea, pues no había duty-free en ese vuelo— y lo hacía usando recursos netamente buhoneriles que incluían el consabido “Es el último que me queda”.

Como broche de oro, fue esa aeromoza la encargada de anunciar la feliz llegada a destino de nuestro vuelo, y al terminar ese mensaje con el acostumbrado “Gracias por volar con American”, con el mayor desparpajo añadió “… y por el placer de hacerlo conmigo”.

Chepina y yo no pudimos menos que preguntarnos qué estaba pasando en American Airlines y de dónde diablos había sacado esa línea aérea a tan estrafalario ejemplar de aeromoza que parecía producto de El Rastro, de Madrid.

Durante el resto del viaje supimos y pudimos comprobar que AA pasa por serios aprietos económicos, pero eso de someter a sus pasajeros al tuteo y a los muy “simpáticos” desplantes, típicamente castizos y de corte gitano y, sobre todo, permitir en sus vuelos el ejercicio clandestino de la buhonería, no es precisamente la mejor receta para paliarlos.

[*El Paso}– Acto de presentación del libro «Dándole vueltas al viento», y resumen curricular de su autor, Antonio Pino Pérez

El acto de presentación de “Dándoles vueltas al viento», libro de poesías de Antonio Pino Pérez, tuvo lugar en el Teatro Monterrey, de El Paso, el 26 de agosto de 1982.

Intervinieron,
• Rosario Pino Capote, hija del autor.
• Miguel Ángel Pérez Taño, abogado y amigo del autor. Actor en la representación de una obra suya.
• Luis Cobiella Cuevas, poeta, escritor y amigo. Licenciado en Química.
• Braulio Martín, profesor de EGB y amigo del autor.

cuyas intervenciones serán oportunamente publicadas en este blog.

También intervinieron:
• Francisco Viñas, poeta palmero que colaboró en la edición del libro con el Centro de Cultura Popular Canaria, del que era miembro.
• María Angustias Capote Díaz, quien recitó ”Desde Nambroque a la abismal Caldera”, uno de los poemas del autor.
• Antonio Abdo, dramaturgo, que recitó tres poemas, también del autor: “Soy”, “Viejo molino de viento”, y “Camino”

Finalmente, Juan Antonio Pino Capote, hijo del poeta, dirigió unas breves palabras de agradecimiento.

Sigue la aportación biográfica hecha por él:

Juan Antonio Pino Capote

Resumen curricular de Antonio Pino Pérez.

• Nació en la ciudad de El Paso, isla de La Palma (Canarias), el 16 de julio de 1904.

• Estudió el Bachillerato en el Instituto Cabrera Pinto, de La Laguna, Tenerife (Canarias).

• Comenzó los estudios de Medicina en Madrid y, sin terminarlos.

• Marchó a Cuba en 1928, regresando en 1932. En la Habana se distinguió como periodista, colaborando en la importante revista “Tierra Canaria”, formando parte de su cuerpo de redacción. Tuvo una actuación destacada en la Quinta Canaria, asociación que prestaba grandes beneficios a los residentes canarios en dicha isla.

• Regresó a Madrid, terminó la carrera de odontología y volvió a Santa Cruz de La Palma para ejercerla.

• Fue teniente de Alcalde de Santa Cruz de La Palma, y consejero de su Cabildo Insular.

• En 1937 volvió a su pueblo como odontólogo.

• Como alcalde sirvió también a su pueblo durante dos períodos, y, como concejal, ininterrumpidamente hasta su muerte. Merece especial atención el hecho de que resultó elegido varias veces concejal por el tercio de cabezas de familia, lo que demuestra su arraigo popular.

• Durante la erupción del volcán de Nambroque —junio de 1949 a febrero de 1950— su labor fue tan meritoria y destacada en la atención a los damnificados —buscándoles alojamiento, alimentación y, en fin, resolviéndoles cuantos problemas se presentaban a esta pobre gente en tan difícil situación— que el 9 de febrero de 1950 le fue concedida por el Ministro de la Gobernación la Cruz de Beneficencia con distintivo blanco. Con este motivo, el Ministro de la Gobernación visitó la Ciudad de El Paso.

• El aspecto más importante y destacado de su labor, tanto al frente de la Alcaldía como de concejal, estuvo centrado en la defensa del patrimonio municipal, llegando al sacrificio personal y económico de sus intereses en beneficio de su pueblo.

• Fue corresponsal del Diario de Avisos.

• En 1970 fue nombrado Hijo predilecto de la ciudad de El Paso, su pueblo natal.

• En colaboración con el Centro de la Cultura Popular Canaria, sus hijos editaron el libro titulado “Dándole vueltas al viento” que recoge una selección de sus mejores poesías.

• En la década de los 40 y 50 escribió la letra y guión de unos a modo de autos sacramentales en la calle, que se celebraban en la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, y posteriormente en las “bajadas de la Virgen del Pino”. La versión infantil del que lleva el nombre de “La Nave de la Esperanza” obtuvo premio en un certamen que se realizó posteriormente en Galicia.

Un comentarista ha dicho de él que “fue un escritor destacado no sólo al servicio de su pueblo sino de todos los problemas trascendentes de la isla de La Palma, siendo sus artículos publicados en distintos periódicos de la provincia. Poeta inspirado, fecundo, y realista, cantó los más diversos temas, figurando en una reciente Antología de Canarios”.

[*Opino}– ¿Es que toman al lector por tonto?

08.05.08

En BBC Mundo del 8 de mayo de 2008 aparece el artículo titulado «El “coqueteo” de las flores» del cual extracto lo que sigue:

Las flores “hacen señas” a los insectos para atraer su atención, asegura un equipo de científicos.

Para saber más sobre el tema, el doctor Warren y su colega, Penri James, experimentaron con la especie Silene Marítima, que crece en una costa expuesta dentro de un lugar de interés científico, situado en la Bahía Cardigan en el oeste de Gales.

Se dedicaron a observar 300 flores de tallos de variadas longitudes. Llevaron un registro del movimiento de cada flor en el viento, cuántas veces era visitada por insectos y por cuánto tiempo, y cuántas semillas produjo.

Su experimento reveló que las flores de tallos largos y delgados se mueven más en el viento.

Creo que cualquiera con dos dedos de frente sabe que las flores de tallos largos y delgados se mueven más en el viento. No hace falta que ningún científico con rango de doctor haga una investigación para llegar a esta conclusión. Entonces, ¿por qué publican algo así?

El estilo de BBC Mundo me hace pensar que, o toman al lector por tonto, o tienen que cubrir una cuota de espacio a llenar y echan mano de lo primero que encuentren. Y cuando transcriben las declaraciones de alguno de los personajes de sus reportajes, las trocean en diferentes párrafos y, por ejemplo, terminan el primero con un “declaró fulano”, el segundo con “añadió”, el tercer con “afirmó”, y así hasta hacer a veces cuatro párrafos de algo que bien pudo ponerse en uno.

Un ejemplo puede encontrarse en el artículo “América se pobló mil años antes”, también de BBC Mundo de fecha 8 de mayo de 2008

Tal como señala el profesor Pino, la nueva evidencia de Monte Verde apoya esa teoría de migración costera.

“Dibujamos el mapa de la costa de la época para calcular la distancia que tenían que recorrer para obtener algas de fondo rocoso y algas de fondo arenoso», señala el investigador.

“Y a pesar de esta ubicación tierra adentro, pudimos identificar hasta nueve especies distintas de algas, que los monteverdinos tuvieron que haber traído desde la costa», afirma el profesor Pino.

“La relación de las culturas antiguas con las plantas -explica el profesor Pino- ya sean plantas continentales o marinas es una relación que se origina muy lentamente».

“Lo vemos con las plantas medicinales, que sólo se desarrollan cuando hay una experiencia de muchas generaciones», agrega.

No veo nada de malo en resumir esto así:

Tal como señala el profesor Pino, la nueva evidencia de Monte Verde apoya esa teoría de migración costera.

“Dibujamos el mapa de la costa de la época para calcular la distancia que tenían que recorrer para obtener algas de fondo rocoso y algas de fondo arenoso, y a pesar de esta ubicación tierra adentro, pudimos identificar hasta nueve especies distintas de algas, que los monteverdinos tuvieron que haber traído desde la costa. La relación de las culturas antiguas con las plantas, ya sean plantas continentales o marinas, se origina muy lentamente. Lo vemos con las plantas medicinales, que sólo se desarrollan cuando hay una experiencia de muchas generaciones», afirma el profesor Pino.

BBC

[*Otros}– La Fuente Santa de Fuencaliente (La Palma)

El Día (Tenerife), 25 de junio de 2007

D.M., Fuencaliente

La Fuente Santa de Fuencaliente, uno de los manantiales de aguas termales con propiedades curativas más famoso de Europa, que fue sepultado por el volcán de San Antonio en 1677 y que después de 300 años de búsqueda ha sido encontrada, ya tiene un libro que cuenta su apasionante historia.

“La historia de la Fuente Santa», así se llama la novela que ha escrito Carlos Soler, el ingeniero de Caminos, Canales y Puertos que ha dirigido los trabajos patrocinados por la Consejería de Infraestructura, Transporte y Vivienda, que han permitido localizarla y desenterrarla mediante una obra de ingeniería singular.

Si se busca con cuidado, en esta foto puede verse la cruz a que hacían referencia viejos escritos, que se encuentra encima del dique de la fuente y que fue descubierta después de encontrada la fuente. Antes, por más que la buscaron no dieron con ella.
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En esta foto, cortesía de Roberto González Rodríguez, puede verse mejor la cruz. Según la tradición, la fuente se encontraba en la vertical de una cruz que, se pensó, había sido sepultada por el volcán. Pero un buen día Carlos Soler, mientras rumiaba sus pensamientos, se alejo de la galeria y se acercó al mar, y al dirigir la mirada al acantilado descubrió la cruz. Desde ese instante dirigieron la galería al dique indicado por la cruz y dieron con La fuente Santa.
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La novela ha sido editada por Publicaciones Turquesa S.A., tiene 432 páginas y su autor, el ingeniero Carlos Soler, ha dirigido los trabajos que han permitido su localización y desenterramiento.

Fue presentada en días pasados en el hotel Princess de Fuencaliente, en un acto que contó con la presencia del escritor canario Alberto Vázquez Figueroa, autor del prólogo; del alcalde de Fuencaliente, Gregorio Alonso; del responsable de la editorial, José Manuel Moreno, y del propio Carlos Soler, que manifestó que este libro es un homenaje a la personas que durante siglos han buscado la Fuente Santa.

Soler recordó que han sido 300 años de búsqueda desesperada y “ahora nosotros encontramos la fuente y toda la gente que la ha estado buscando está condenada al olvido y nuestro deber es recordarla».

Esta obra, de la que se han editado 3.000 ejemplares y que va a ser distribuida en Canarias, la Península y hasta en Inglaterra, cuenta con 432 páginas y ha sido patrocinada por la Consejería de Infraestructura, el Ayuntamiento de Fuencaliente y las dos empresas que realizaron la perforación: Satocan y Corsán-Corviam.

El autor, basándose en personajes reales, nos conducirá a través de los cinco siglos que transcurren en esta historia. El primer personaje será Pedro de Mendoza y Luján, conquistador de Argentina y fundador de Buenos Aires, quien visitó la fuente buscando la salud que había perdido. Luego y durante dos siglos acudirán numerosos enfermos procedentes de América y Europa atraídos por la fama de santidad de sus aguas.

La Fuente Santa era un manantial termal y curativo que fluyó durante dos siglos, dando fama, gloria y riqueza a La Palma, pero en 1677 quedó sepultada por el volcán de San Antonio que entró en erupción, y a partir de entonces comenzó su búsqueda sin tregua.

Carlos Soler nació en Madrid en 1952. Desde su infancia aprendió la importancia del agua, convirtiéndose en una pasión que culminó con los estudios de ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Su vida profesional la ha desarrollado en Canarias, aunque ninguna actuación le ha deparado tanta satisfacción como la galería de recuperación de la Fuente Santa con la que encontró y desenterró el mítico naciente del que hoy se sabe que es el único manantial termal de Canarias y uno de los mejores de España al captar aguas cloruradas sódicas carbogaseosas.

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Cortesía de Juan Antonio Pino Capote

[*FP}– Dos moscas por dos pesetas

Carlos M. Padrón

I

Cuando yo asistía en El Paso a la escuela primaria de don Enrique Campos —que estaba en los bajos de la casa de don Domingo Pulguita, en el extremo de El Callejón, como llamábamos, y aún llamamos, a la vía de unos 70 metros de largo que une el Camino Real con el patio de mi casa— a la hora del recreo, los muchachos solíamos organizar carreras de ida y vuelta entre la puerta de la escuela y el patio de mi casa.

Tanto en mi casa como en todas las de alrededor había animales domésticos, principalmente vacas, caballos, cochinos y gallinas, cuyo excremento atraía muchas moscas que estaban por todos lados, dentro y fuera de las casas. Y por lo menos una vez por semana, mientras jadeante disputaba yo una de esas carreras, sin querer me tragué una mosca, pero seguí corriendo porque, si no, era seguro que perdería la carrera. Igual hacían mis amigos competidores, y, que yo sepa, a ninguno nos pasó nada malo por la involuntaria ingesta de moscas.

Además, en el pueblo había tantas moscas que a veces sin correr sino con sólo estar hablando podía uno tragarse alguna porque, simplemente, eran muchas, y alguna se metía en la boca. Creo que de esa mala maña de tales insectos viene el dicho “En boca cerrada no entran moscas”.

A diferencia de los citadinos, quienes tuvimos la suerte de crecer y ser educados en un pueblo de campo eminentemente agropecuario, no padecemos de tontos ascos ante la presencia o la necesidad de lidiar con productos naturales, como excremento de animales, moscas, cucarachas, etc. Y si además nos tocó época de escasez, comemos sin chistar todo lo que sea comida; y en presencia de algún plato para nosotros extraño, casi desconocemos la expresión “Esto no me gusta”, o la horrible “¡Aaaasco!”, tan común entre los venezolanos, citadinos o no.

II

A los 10 años de edad comencé a estudiar bachillerato, y por algo cuyo origen nunca tuve claro —pero que creo obra de mi madre— en vez de presentar exámenes en el Instituto de Enseñanza Media de Santa Cruz de La Palma, lo hacía en el de Santa Cruz de Tenerife, donde para esos tiempos vivía ya, con su familia, mi tío-abuelo Pedro Castillo (Pedro Martín Hernández y Castillo)

Si yo aprobaba los exámenes, mis padres me dejaban quedar en Tenerife durante casi un mes, parte del tiempo en casa del tío Pedro (en Santa Cruz), y parte en casa de su hija Concha (en La Laguna), quien además de prima era también mi madrina de bautismo, y que, por cierto, falleció el día 12 del pasado mes de enero, a los 94 años de edad.

Estar en La Laguna no me gustaba, pues era una ciudad endiabladamente fría y húmeda durante todo el año. La humedad era tal que, como yo usaba entonces pantalón corto —el largo me lo pusieron cuando cumplí 14 años—, el agua escurría por mis piernas cuando en las tardes, aunque de verano, me obligaban a salir a pasear por la calle Carrera.

Para atender las labores domésticas, Concha se había traído de El Paso a una joven de nombre Carmen, quien en 1952, cuando yo tenía 12 años, tendría unos 15 ó 16.

Así lucía yo en los días a que se refiere esta historia. La pared del fondo es de la casa en que vivían Concha y su familia, en la calle Viana.

Un domingo de junio de ese año, al salir de misa con Concha, su marido y la hija de ambos, pasamos por el cine Parque Victoria —que estaba en la Plaza del Adelantado, donde hoy está la central telefónica— y vi que para la matinée de ese día anunciaban una película titulada “Los tres randas”. Sólo el título y el correspondiente afiche me abrieron el apetito por ver esa película, pero se me presentaba un pequeño inconveniente: la entrada costaba dos pesetas, y yo no las tenía.

Después de almorzar, Concha y los suyos fueron a echar una siesta, y yo me quedé en la cocina sentado a la mesa que allí había y viendo cómo Carmen, mientras lavaba los platos, con expresiones de mal humor espantaba las moscas que, huyendo del frío y atraídas por los restos de comida, revoloteaban a su alrededor y en torno a la mesa donde aún había platos con sobras del almuerzo.

Tal vez por buscarme la lengua o por “hacerme rabiar”, como allá se decía entonces, Carmen me preguntó qué iba yo a hacer esa tarde, pues bien sabía ella que yo no podía hacer nada. Le dije que me gustaría ir al cine pero que no tenía las dos pesetas que costaba la entrada, respuesta que la motivó a seguir metiéndome el dedo en la llaga que recién me había descubierto.

A una de sus puntillosas preguntas respondí diciéndole que yo haría cualquier cosa con tal de conseguir esas dos pesetas. Envalentonada, y mientras se sacudía de encima una molesta mosca, me preguntó:

—¿¡Cualquier cosa!? ¿Por una peseta serías capaz de comerte una de estas moscas?

—No, una no; me comeré dos moscas si me das dos pesetas.

Poniendo cara de asco, pero convencida de que yo solamente alardeaba, me dijo, muy seria y en tono de desafío, que sí, que si yo me comía dos moscas me daría dos pesetas.

Sin perder tiempo, y convencido de que si ella no me daba las dos pesetas al menos le haría pasar un mal rato, puse manos a la obra.

Tomé la más gruesa de las rodajas de tomate que habían sobrado de la ensalada, le quité las semillas y le dejé sólo la pulpa. Luego, haciendo uso de una habilidad que todos los muchachos de El Paso teníamos, esperé a que una mosca se posara sobre la mesa, y abordándola de frente, con un certero y rápido movimiento, cuando levantó vuelo la atrapé dentro de mi mano derecha.

Con cuidado, y manteniendo aún cerrada esa mano, introduje, entre su palma y el doblado meñique, el índice de la izquierda, y al dar con la mosca la maté apretándola contra la palma de mi diestra. Abrí luego la mano, le saqué las alas a la difunta —la religión auarita, la de los aborígenes de La Palma, considera sacrílega la ingesta de alas de mosca en los días domingo— y deposité su aún tibio cadáver en la pulpa de uno de los cuartos de la rodaja de tomate.

Para ese momento miré de reojo a Carmen y noté con satisfacción que los ojos se le salían de las órbitas y que, paralizada y olvidada de los platos y cubiertos que debía lavar, no me sacaba la vista de encima. ¡Mi venganza iba por buen camino!

Repetí la maniobra con una segunda mosca, cuyo cadáver recibió sepultura en el cuarto de rodaja diagonal al anterior.

Doblé entonces por la mitad la rodaja de tomate, y, mirando a Carmen directamente a los ojos, mientras yo ponía la típica expresión del goloso que está a punto de degustar un exquisito y esperado bocado, ¡me la comí!

No había yo terminado de engullir tal “manjar” cuando Carmen, ahogando a duras penas el grito que se le escapó al ver que yo me había comido la rodaja de tomate con su mosquil aderezo, partió en carrera hacia el baño, pero un poco tarde, pues vomitó en el piso antes de llegar a destino.

Asustada por si descubrían lo ocurrido, se dio a la tarea de limpiar su vómito, mientras en voz baja, para no despertar a los de la siesta, me prodigaba variados “piropos”.

Cuando al fin hizo desaparecer el corpus delicti, se acercó a la mesa donde yo, muy tranquilo, permanecía sentado, y quiso endilgarme una monserga aleccionadora, pero la detuve alargando mi mano al tiempo que le decía:

—¡Mis dos pesetas!

Sin dejar de refunfuñar por lo bajito, pues no convenía que se enteraran los de la casa, se fue a su habitación y regresó con las dos pesetas que, a regañadientes, depositó sobre la mesa frente a mí.

Y así pude ir al cine esa fría tarde dominguera.

III

Varias veces eché ese cuento en Venezuela, país en el que abunda mucho el no me gusta esto o lo otro, y donde, tal vez por influencia gringa, se trata de ocultar, disimular o hasta ignorar, lo natural. De ahí el fracaso del famoso Decreto 21 que en tiempos de Carlos Andrés Pérez quiso obligar a que los establecimientos, como gasolineras en las carretereras, tuvieran baños para uso público contrataran personal que los mantuviera limpios. El decreto murió de inanición porque nadie quiso ese trabajo.

Conociendo este punto flaco, le saqué buen provecho al cuento de “Dos moscas por dos pesetas”, pues cuando yo estaba en un grupo de gente de confianza, comiendo algo que a mí me gustaba, bastaba que yo echara el referido cuento para que alguna remilgada huyera de la mesa clamando el consabido “¡Aaaasco!”, tan común por estos lares, lo cual aprovechaba yo para hacerme del manjar que la remilgada había dejado abandonado.

Luego descubrí que, simplemente, la gente creía que eso no era cierto, que se trataba de un invento mío para conseguir esos manjares.

Cuando mi hija menor, Elena, tenía unos 7 años, como buena citadina sentía asco ante las moscas que, todavía a comienzos de los años ’80, había en La Trinidad (Caracas), donde está mi casa. Yo le mostraba cómo cazarlas y matarlas, y Elenita disfrutaba con la aniquilación que yo hiciera de cada una de las por ella odiadas moscas.

Aprovechando la condición de héroe que todo niño atribuye a su padre, inventé una especie de conjuro y le dije a Elenita que con él podría conseguir, si lo declamaba con energía y convicción, que las moscas huyeran asustadas.

A pesar de su corta edad, Elenita se aprendió de memoria el “tremendo repertorio” —así lo bautizó mi madre— y lo recitaba airada, como si de verdad fuera un efectivo talismán contra las moscas, o para deleite de quien se lo pidiera:

¡Moscas, temblad porque viene mi papá,
y él es el terror de las moscas!
En el mundo del insecto volador
no hay afaníptero que se le resista.

Más tarde supo que las moscas no eran afanípteros, y me hizo el correspondiente reclamo, pero hoy, después de tantos años, todavía recuerda Elena este “gran poema”.

IV

En algún momento del comienzo de mi relación con Chepina le eché el cuento de “Dos moscas por dos pesetas”, y además de que vi claramente que se sintió asqueada (otra citadina más), tuve la impresión de que no estaba muy convencida de que fuera cierto. Igual me había pasado, muchos años antes, con mis hermanas, pero, ¿qué otra cosa podía yo hacer si eso había ocurrido entre Carmen y yo? (y las moscas, claro).

En 2003 llevé a Chepina a El Paso por primera vez. Quise, por supuesto, que probara bocados típicos de mi pueblo, como leche con gofio (pero leche natural. recién ordeñada), higos pasados acompañados con queso, almendras y vino, etc. Pero cuando le pedí a mi hermana María Celia que consiguiera un queso ahumado hecho en la casa de algún conocido, me vino con la respuesta de que su primera proveedora no tenía queso, ni la segunda tampoco, que había que comprarlo en el supermercado.

Ni a mí ni a María Celia nos gustaba esa idea, así que ella hizo algunas llamadas telefónicas y encontró la solución: Carmen “la de los quesos” tenía uno disponible. Sin perder tiempo, metí a Chepina y a María Celia en el auto y, guiado por mi hermana, nos dirigimos a casa de la tal Carmen.

En el camino le pregunté a María Celia quién era esa Carmen, nombre por demás común en El Paso. Su respuesta fue,

—¿No te acuerdas de la muchacha que Concha la de tío Pedro tuvo una vez trabajando en su casa, en La Laguna?

Haciendo un esfuerzo para ocultar mi sorpresa —y mi esperanza— contesté con un seco “Sí” y no dije nada más. Sólo recé para que Carmen no estuviera acompañada de otra mujer de su edad, pues, malo como soy para recordar caras, era seguro que yo no reconocería a Carmen.

Pero no, Carmen, convertida en una respetable abuela, estaba sola, y, apenas entrar y dar las buenas tardes, María Celia, en vez de decir “Vinimos a buscar el queso”, dio comienzo a uno de los interminables y retorcidos repertorios que usan los de El Paso —a veces creo que todos los isleños— que fue de este tenor:

«Bueno, Carmen, desde que me desperté esta mañana pensé que mi hermano Carlos iba a querer queso ahumado, y con esa matraquilla estuve toda la mañana porque yo sabía que Pili ya no los hacía porque no tenía cabras, y la pobre las echa en falta porque el otro día me dijo “¿¡Qué habrá sido de mis cabritas!? ¡Cuánto las extraño!”. Y yo creo que tiene razón, la pobre, porque a ella eso le servía de entretenimiento.

Entonces dije “Voy a llamar…”, y en eso sonó el teléfono y era Luisa la de Roberto. Y nos pusimos a hablar y se me olvidó lo del queso. Y es que yo últimamente olvido las cosas, Carmen, pues anoche dije “Tengo que tomar esta pastilla antes de acostarme”, y para no olvidarme la puse sobre la mesa del comedor, y cuando llegué a la cama para acostarme no me acordaba dónde la había puesto. ¡Ay, Carmen, que cosa tan triste es ponerse viejo!, pero yo creo…….»

Que equivale a que si alguien quiere ir desde Caracas a Miami, en vez de tomar un vuelo directo toma uno de Caracas a Madrid, luego sigue a Londres, Bangkok, Tokyo, San Francisco y, por fin, Miami; o sea, le da la vuelta al mundo. Así hablan mis hermanas y, repito, muchos Canarios.

Por eso, en el caso que nos ocupa, interrumpí a María Celia, pedí uso de palabra y dirigiéndome a doña Carmen le pregunté:

—¿Sabe usted quién soy?

—¡Buena va! Pues claro que sé. Tú eres Carlos Padrón.

—¿Y recuerda usted algo que yo haya hecho frente a usted, hace muchos años, estando en La Laguna?

—¿¡Que si lo recuerdo!?— contestó molesta por la duda implícita en la pregunta. —¡Claro que lo recuerdo! ¡¡TE COMISTE DOS MOSCAS!!

El sonoro “¡¡¡¡JESÚUUUS!!!” que gritó mi hermana, y la carcajada de Chepina estallaron simultáneamente. Y yo sentí tan grande alivio que abriendo los brazos me acerqué a doña Carmen, y diciéndole “¡Muchas gracias por ayudarme a demostrar, después de tantos años, que lo de las moscas es cierto!”, le di un abrazo y un sonoro beso en la mejilla.

Si en 1951 ella pensó que yo estaba loco, creo que en 2003 quedó totalmente convencida, pero al menos, y en virtud de la Ley de la Compensación que rige los grandes eventos cósmicos, para confirmar su opinión debió esperar el mismo tiempo que yo para que mi historia mosquil me fuera acreditada como cierta.

Y ya que hemos caído en el nivel cósmico, ¿cuántas moscas habrá —me pregunto— cuya memoria haya perdurado tanto en el tiempo? ¿Cuántas cuyo heroico final haya llegado a un blog?

Me cabe la satisfacción de saber que las de esta historia dieron su vida por una causa noble (aunque la peseta haya ya desaparecido), y serán recordadas como héroes en el mundo de los afanípteros,…. ¡perdón!, de los dípteros.

Lo que sigue molestándome de todo esto es que no recuerdo de qué trataba la película.

P.D.: “DOS moscas por DOS pesetas” es un título apropiado para este artículo que monto en el blog hoy, 22 (DOS y DOS) de mayo de 2008, día del aniversario DOS de Padronel, desde San Francisco (California, USA) donde vine a visitar a mi hija Elena, la de “¡Moscas, temblad…!”.

[*ElPaso}– “Dándole vueltas al viento” / Poemas de Antonio Pino Pérez: Morir

Dos tres días despúes que a don Antonio Pino Pérez le fuera diagnosticado cáncer de próstata, sin decir palabra le entregó a su hijo, Juan Antonio Pino Capote, un papel que contenía los poemas Epifanía y el que sigue, MORIR, que es, por tanto, el último que compusiera este gran poeta cuya muerte ocurrió el mismo día en que se dio el injusto fallo judicial sobre el pleito que, en su calidad de alcalde —cargo que detentó dos veces— libraba él, según palabras de su hijo [1], en “una heroica y bella lucha por el agua” en defensa del patrimonio de su pueblo natal por el que sentía un amor que dejó bien patente en sus poemas.

Así fue Antonio Pino Pérez, Hijo Predilecto de la Ciudad de El Paso, Cruz de Beneficencia, dentista, escritor y poeta, que agobiado por intensos dolores de su enfermedad se durmió para siempre, soñando con una justicia que nunca llegó a ver [1], en brazos de la resignación que él tan magistralmente había descrito:

Mas, soy tan pobre, Señor,
que de nada al fin soy dueño,
porque hasta tuyo es el sueño
que mitiga mi dolor.

Con MORIR, su poema final, termino la publicación del contenido del libro “Dándole vueltas al viento”, y con vergüenza declaro mi gran admiración por la obra poética de don Antonio Pino —así se le llamaba en el pueblo—, pues, tal vez por lo de que nadie es profeta en su tierra, yo ignoraba la existencia de tan importante obra. Al menos al publicarla en mi blog he tenido la oportunidad de apreciarla y, repito, avergonzarme por no haberla conocido antes, y dar las gracias a mi amigo Juan Antono Pino Capote por habérmela hecho llegar en formato digital.

Continuaré, en esta misma sección, con la reseña de lo expuesto en el acto de presentación de dicho libro.

Carlos M. Padrón

[1]: “Ni el rencor los nombra

***

                       MORIR

Prepárate a morir. Llegó tu hora,
el tiempo inexorable de partir.
Tu prueba transitoria acaba ahora,
tu libertad suprema de vivir.

Ordena tu equipaje espiritual,
cuanto puedas llevar en tu partida;
sólo el obrar, hacer el bien o el mal,
tiene consistencia de alta vida.

La vanidad del mundo material,
los bienes que te duele abandonar,
no pasan al gran reino celestial:
tuyos no son, no los podrás llevar.

Examina paciente cuanto hiciste,
cuanto no hiciste y qué pudiste hacer,
y mesúrate bien en lo que fuiste
porque hacia atrás ya no podrás volver.

Prepárate a morir. Muere sin pena
si tu deber has cumplido al pasar,
y de entrega y amores está llena
esa vida fugaz que va a expirar.

1970

[*Otros]– XXXVII Fiesta de las Madres. Real Santuario de Nuestra Señora de Las Nieves (Santa Cruz de La Palma)

Extracto del artículo de José G. Rodríguez Escudero

El próximo domingo 25 de mayo tendrá lugar el emotivo homenaje que se tributa anualmente a la Virgen de Las Nieves “como Madre de todos los palmeros y, en general, a todas nuestras madres”.

Unos honores que se le ofrecen también como Patrona Insular así como un tributo a la Madre Naturaleza y a la Isla de La Palma. Es una fiesta que fue instituida en 1971 y que en esta edición cumple su trigésimo séptimo aniversario. Debido al arraigo que ha alcanzado en el pueblo palmero, se trata, , tras las Fiestas Mayores de Agosto, de la segunda fiesta mariana más importante del año en el Real Santuario.

Patrona inmemorial de la Isla de San Miguel de La Palma, los orígenes de su culto se pierden en un pasado tan remoto como oscuro y han sido motivo de debate insular en todo tiempo. Como escribía en 1753 el dominico palmero fray Luis Tomás Leal en el prólogo de la novena a la Morenita, “ignórase el quándo, quién y de dónde vino aquel portentoso simulacro, que es de piedra, y no muy sólida, de tres quartas de alto, de color clarimoreno y con la preeminencia de todas las señales que, según arreglada crítica, califican por extraordinarias y milagrosas otras santas imágenes”.

La Virgen es una pequeña escultura medieval de los siglos XIV-XV de posible origen sevillano (según Pérez Morera, entre otros investigadores). Fernández García escribió que es “una obra gótica con reminiscencias románicas”. Mide 57 cms. y está realizada en barro cocido, material en el que modelaron sus esculturas los artistas flamencos o franceses activos en la ciudad hispalense en el siglo XV. Hernández Perera nombraba como ejemplos de ellos a Lorenzo Mercadante de Bretaña o Miguel Perrín. Otros estudiosos, como el Marqués de Cubas en 1694, señalaban que es de “barro portugués con letreros en la orla o manto que no pueden leerse”.

Recordemos que la “Gran Señora de La Palma” también ostenta el mismo título honorífico en los siguientes municipios: Santa Cruz de La Palma (1942), Los Llanos de Aridane (1964), Fuencaliente de La Palma (1982), Breña Baja (1992), Breña Alta (1994), Puntallana (2004), Villa de Mazo (2005), San Andrés y Sauces (2005) y Tijarafe (2005). Curiosamente también lo es del municipio tinerfeño de Güimar. Otros Ayuntamientos palmeros se están uniendo a la iniciativa y están tramitando los preceptivos expedientes, como es el caso de Puntagorda.

Una antigua tradición, recogida en el siglo XVIII por el erudito Viera y Clavijo señala que la imagen de la Virgen estaba en la Isla antes de la llegada de las tropas del Adelantado Fernández de Lugo a finales del siglo XV, y que en una bula del Papa Martino V, de 1424, ya se hace mención de una capilla bajo la advocación de “Santa María de La Palma”. Existen indicios para pensar, como dijera el profesor Pérez Morera, “que el santuario fue fundado o superpuesto sobre algún lugar que los aborígenes consideraban sagrado”.

A la “Fiesta de las Madres” acudirán devotos peregrinos y orgullosos romeros de toda la Isla. Recordemos que, en aquellos años en los que no se celebran comicios electorales a finales de mayo, siempre esta celebración tiene lugar el último domingo de ese mes. Todos los caminos, una vez más, conducirán a Las Nieves. Como curiosidad digamos que tiene el honor de haber sido el primer Real Santuario nombrado en Canarias. Recordemos que es un título que ostenta desde que en 1649 fuera acogido por Felipe IV bajo su real patronato.

Existe un curioso mandato del Lcdo. Aceituno al mayordomo de la Virgen, Bartolomé de Morales, fechado el 6 de septiembre de 1576. En él le ordena que tuviera mucho cuidado de que no comieran ni durmieran en la ermita los vecinos que iban a velar a la “Señora” y que no bailaran veinte pasos alrededor del templo, bajo pena de 6 reales que hubiera alguna danza. Prohibición que luego fue ratificada en 1629.

Recordemos que la imagen de la Patrona Palmera fue canónicamente coronada el 22 de junio de 1930 y que en esta edición se cumplen 78 años de este privilegio pontificio otorgado por el Papa Pío XI.

Para sobrevestir a la sagrada imagen, se eligió para esta edición un magnífico y valioso traje verde claro muy antiguo confeccionado en rico brocado. Está entretejido con hilos de oro, de modo que este metal forma en la cara superior unas grandes flores briscadas de diversas tonalidades. Tras unos quince años de no habérsele puesto, este vestido de primavera fue escogido entre la veintena de valiosos trajes completos de diversos colores que posee “ASIETA” (siglas de – entre otras interpretaciones- “Alma Santa Inmaculada En Tedote Aparecida” que según la leyenda está inscrita en la espalda de la imagen. Algo que, sin embargo, no se ha podido comprobar).

En el último tercio del siglo XVI comenzó la costumbre de sobrevestir la sagrada escultura, con tocas, mantos, joyas y sayas. El progresivo deterioro sufrido por el paso del tiempo obligó a encerrar la imagen bajo una campana textil. Así quedó configurada su iconografía tal y como la conocemos, embutida dentro de una percha triangular de corte barroco. El pueblo la ha venerado siempre bajo esta apariencia y descubrir su interior es un tabú que hasta ahora no ha sido desvelado. Paz y Morales decía en 1920 que esta forma exterior es la “propia de las imágenes de la Edad Media, teniendo para acomodarle los vestidos dos brazos añadidos, lo mismo que otro Niño Jesús que se pueden mover y separar de su cuerpo a voluntad. En sus vestidos usa de todos los colores, menos el negro, abuso intolerable y que debiera ordenarse el blanco como el único y exclusivo”.

La concentración espiritual y majestad icónica que emana del rostro de esta imagen, esquemáticamente idealizado, refleja lo eterno y sobrenatural. Pérez Morera continuaba diciendo que “tal vez a ello se debe la poderosa atracción que ejerce sobre quien lo contempla y la devoción despertada a través de los siglos”. Fray Diego Henríquez en 1714 decía: “el rostro es perfecto y lleno; los ojos, rasgados y abiertos que parecen mirar a todas partes; las mejillas rosadas; el color moreno, no con exceso obscuro; ostenta majestad y mueve a veneración y devoción…”.

El fervor del pueblo imploraba su auxilio cuando alguna catástrofe asolaba la isla: epidemias, volcanes, langosta, sequías… Uno de los tantos prodigios que se le atribuyen fue el que sucedió en 1646, cuando se extinguió el primer volcán de Fuencaliente, día en que, según recogen las actas del Cabildo, “amanecieron las cumbres de esta isla llenas de nieve”.

Varios poetas de la Isla rendirán homenaje a la Virgen ofreciéndole algunas piezas poéticas, y la premiada agrupación “Nambroque de La Palma” hará la ofrenda folklórica, consistente en danzas y cantos de la “Patria Chica”, ataviados con los preciosos trajes tradicionales. Varios canales de televisión y de radio darán cobertura informativa al acto. Así, en directo lo harán la emisora “COPE La Palma” y “Canal 11 Radio” y en diferido a las 21:30 horas “Canal 11 Televisión”.

“Coros y Danzas Nambroque de La Palma”, de la capital (Medalla de Oro de Canarias en el año 2004, entre otros muchos galardones), ha venido clausurando —no ha sido así en algunas ediciones en la que los diversos pueblos de la Isla la han nombrado Alcaldesa Honoraria y Perpetua— el emotivo acto ante la venerada Imagen y la concurrencia. Esta admirada agrupación folclórica inició esta entrañable fiesta de “Las Madres” conjuntamente con el Santuario y el desaparecido investigador palmero Alberto- José Fernández García hace ya treinta y siete años.

[*FP}– Detallista y perfeccionista: de casta le viene al galgo

20-05-2008

Carlos M. Padrón

Allá por el año 1955, durante la “matazón del cochino” [1] de mi tío Miguel —conocido como Miguel Duque aunque se apellidaba Pérez Martín, como mi madre, pues eran hermanos [2]—, cuando después del opíparo almuerzo fuimos a reposar en el patio, salió a colación el tópico de que yo daba muestras de ser detallista y perfeccionista, lo cual, según algunos, me venía por la rama de los Padrón ya que, como mucha gente decía, yo me parecía muchísimo, y no tanto en el físico como en el carácter, al hermano menor de mi padre, llamado Pedro, de quien tal vez me anime a escribir algo algún día, pues el parecido entre nosotros es más que eso: es paralelismo.

En cambio, mi tío Miguel —y luego también otros— opinó que eso me venía por la rama de los Castillo en la que, por esas “virtudes”, cobró fama Pedro Martín Castillo, su abuelo materno y padre del tío Pedro —mencionado varias veces en este blog como Pedro Martín Hernández y Castillo, o simplemente Pedro Castillo [3]—, que vivió en la casa donde años después abrió sus puertas la venta de Bonanza Afonso, una casa que está pegada a la propia de mi tío Miguel y que, según me cuentan, eran entonces, aunque más pequeñas, una sola.

Intrigado por lo del detallismo y perfeccionismo del tal Pedro Martín, le pregunté a mi madre, y ella me contó la anécdota que hizo famoso a su abuelo Pedro, mi bisabuelo materno.

Pedro Martín vivía, con su esposa Martina Hernández, en la casa antes citada, en Tenerra, poco más arriba de donde estaba el viejo torreón.

Para alumbrarse en las noches usaban un quinqué cuya boca de combustión tenía la forma redondeada que recuerda el tope de las cúpulas de los telescopios, con una ranura al centro por la que salía la mecha, que era una cinta hecha de fibra de algodón o lana —no estoy seguro del material— que tenía su mayor parte sumergida en el líquido inflamable —generalmente kerosén— almacenado en el depósito que conformaba la base circular del quinqué, y que se incendiaba al acercarle fuego porque estaba empapada del kerosén.

A un lado y por encima del depósito tenía el quinqué un mando conectado a la mecha. Si ese mando se giraba a la derecha, salía más mecha por la boca de combustión, y la llama era mayor y alumbraba más; si se giraba a la izquierda, ocasionaba el efecto contrario.

Este quinqué es bastante parecido a los que recuerdo, excepto por su base, que en éste es de metal y en los que vi en El Paso era de cerámica; el resto es igual.

Una noche cuando habían terminado de cenar y mi bisabuela Martina estaba fregando los platos, el bisabuelo Pedro, que quedó sentado a la mesa en la que habían comido, reparó en que la llama del quinqué no presentaba en su borde superior un contorno semicircular paralelo al de la boca de combustión, como debía presentarlo por cuanto él había cortado la mecha según el contorno de esa boca, sino que tenía un pico por uno de sus lados.

Como esa irregularidad no encajaba en su sentido de la perfección, levantó la pantalla de vidrio del quinqué y, armado de unas pequeñas tijeras, alzó un poco la mecha usando el correspondiente control y le cortó un pequeño trocito por el lado en que la llama formaba el pico, en un intento por emparejarla. Pero, ¡oh, sorpresa!: cortó demasiado y ahora el pico apareció del otro lado.

El bisabuelo Pedro repitió varias veces la operación sólo para comprobar, frustrado, que por más que él cortara cada vez porciones más y más pequeñas de la mecha, el pico de la llama se formaba del lado contrario al que él había cortado, como si el quinqué estuviera burlándose de él.

Para ese momento ya emitió unos resoplidos que hicieron que la bisabuela Martina mirara hacia atrás de soslayo y entendiera lo que estaba pasando, pero se abstuvo de decir nada porque, de hacerlo, cabía esperar de Pedro una reacción poco amistosa.

Él, entre los resoplidos que iban subiendo de tono, continuó con la operación de corte de mecha, de uno y otro lado, y cada vez en trocitos ya ínfimos, hasta que, cansado de que la llama no adoptara el perfil superior uniformemente semicircular que él quería que tuviera, dio en la mesa un duro golpe, que hizo que Martina se volviera hacia él asustada, se levantó violentamente con el rostro rojo de ira, asió el quinqué con su mano derecha, y mirando a Martina con ojos inyectados en sangre exclamó:

—Martina, ¡¡si no lo rompo me enfermo!!

Y uniendo la acción a la palabra, lanzó el quinqué contra la pared de la cocina y lo destrozó.

P.D.: Por suerte para mí, ya no se usan los quinqués, y las rejas que hay en las ventnas de mi casa en Caracas, varias veces han impedido que alguna computadora o periférico fuera defenestrado.

***

[1] Reunión de familares y vecinos, entre utulitaria y festiva, que se celebraba con motivo de sacrificar el cochino que durante todo el año se había cebado para, al matarlo, aprocechar casi todas las partes de su cuerpo, en particular el tocino que guardado en salmuera tenía que durar todo un año.

[2] Lo llamaban Miguel Duque para diferenciarlo de su padre, mi abuelo materno, cuyo nombre era Miguel Pérez Duque. Por él me pusieron Miguel como segundo nombre.

[3] Como una identificación genérica de rama genealógica, el pueblo dio el apellido Castillo a todos los descendientes de Pedro Martín Castillo, abuelo materno de mi madre, y por esto a mi abuela (la madre de mi madre) se la conocía como María Castillo; a mi madre, como Victoria Castillo; a mi tía (hermana de mi madre), como Beneda Castillo; a las primas hermanas de mi madre, como Ela Castillo, María Castillo, Amanda Castillo, Toto Castillo, etc.

Mi tío-abuelo. Pedro Martín Hernández, siempre usaba estos apellidos, pero, por lo antes dicho, también era conocido como Pedro Castillo. Un día ocurrió que una correspondencia destinada a él le fue entregada, por error del correo, a otro Pedro Martín Hernández que vivía en La Rosa, lo cual le ocasionó a mi tío-abuelo tal perjuicio que, a partir de ese día y para diferenciarse del otro Pedro, incorporó a sus apellidos ese Castillo que fungía como genérico de su familia, y pasó a firmar como Pedro Martín Hernández y Castillo. Sus hijos son igualmente conocidos como Concha Castillo, Pedrito Castillo, Carmen Castillo, y Rosarito Castillo.

[*Otros}– Y al otro lado del mar,… las Canarias

Fernando Díaz Villanueva

En 1291 se perdió San Juan de Acre, la última plaza que les quedaba a los cruzados en Tierra Santa. La aventura asiática, que había hipnotizado al Occidente europeo durante doscientos años, tocaba a su fin arrojando un desastroso resultado.

Europa se había dejado hasta la camisa en un lance absurdo, trufado de misticismo y perdido de antemano. Aquel mismo año, ajenos al drama de los cruzados, dos hermanos genoveses, Vadino y Ugolino Vivaldi, se hicieron a la mar para internarse en el desconocido y azaroso Atlántico, un océano inmenso, plagado de peligros y monstruos marinos del que ningún navegante regresaba.

Los hermanos Vivaldi tampoco lo hicieron; se los tragó el mar como a tantos que lo intentaron antes. Pero esta vez algo fue diferente. Un paisano suyo, Lanzerotto Malocello, salió en su busca unos años más tarde y se dio de bruces con un islote volcánico, refrito por el sol y varado en mitad del océano. Se trataba de Tyterogakat o “La Quemada», tal y como era conocida por sus habitantes, los majos.

Lanzerotto retornó a Europa, contó su descubrimiento y volvió para quedarse. Hoy esa isla lleva su nombre, Lanzarote, y sigue tan quemada y hermosa como se la encontró hace setecientos años.

El feliz hallazgo del genovés abrió el camino de las Canarias, cuya existencia era conocida por griegos y romanos que habían fantaseado a placer con ellas. Las llamaban “Afortunadas y Beatas, teniéndolas por tan sanas y tan abundantes de todas las cosas necesarias a la vida humana, que sin trabajo ni cuidado vivían los hombres en ellas mucho tiempo».

Los europeos de la Edad Media, sin embargo, las habían olvidado por completo. Durante un siglo, y como el Oriente se había puesto imposible con lo de los turcos, se dejaron caer por aquellas latitudes genoveses y catalanes, portugueses y mallorquines que buscaban carne fresca para poner a trabajar en los activos puertos de la Europa de entonces. Así, de modo tan triste, suministrando esclavos, entró en la Historia nuestro querido archipiélago.

El tráfico, entre el continente y las Canarias, de mercaderes y de algún que otro misionero pescador de almas se hizo tan intenso que un caballero normando, Jean de Bethencourt, propuso a Enrique III de Castilla llevar sus dominios aún más al sur.

Enrique, que reinaba sobre un caldero y era muy amigo de aventurillas internacionales —como la de la embajada de Ruy González de Clavijo al rey Tamerlán de Samarcanda—, accedió a las pretensiones del francés y le otorgó los derechos de conquista sobre todo el archipiélago.

Entre 1402 y 1405 Bethencourt se las arregló para vencer de un modo un tanto caótico a los indígenas de Lanzarote, Fuerteventura y El Hierro. Los normandos eran pésimos conquistadores, pero gente muy apañada para otros menesteres. Se ocuparon hasta de dejar por escrito los avatares de la conquista en un libro, el “Le Canarien”, redactado por dos frailes. Una vez hecho esto, Jean de Bethencourt se enemistó con su socio, Gadifer de la Salle, y volvió a Francia dejando las islas en manos de su sobrino Maciot de Bethencourt.

Maciot no tardó mucho en cansarse de vivir en el fin del mundo y vendió los derechos de conquista a un noble castellano, el conde de Niebla, que se los traspasó a su criado, un tal Fernán Peraza el viejo, cuyo linaje terminaría echando raíces en el archipiélago.

Entre dimes y diretes de los Peraza, lo que quedaba de los Bethencourt y alguna que otra incursión de los portugueses, la conquista se detuvo durante setenta años. A La Gomera no hizo falta invadirla por la fuerza, pues sus habitantes llegaron a un acuerdo pacífico con los castellanos que se establecieron en ella.

En La Gomera, los abusos de los Peraza sobre los indígenas fueron tantos y tan sonados que los gomeros, gente de mucho carácter, que se silbaban de valle a valle y no toleraban ciertas licencias que se habían tomado sus recién llegados vecinos, se sublevaron varias veces. La última, a causa de un amorío.

Fernán Peraza el joven, nieto de aquél que se quedó con el pastel del normando, se enamoró perdidamente de una aborigen llamada Iballa. Hupalupo, el padre de la gomerita aborigen, enterado del asunto, puso en pie de guerra a toda la isla. Peraza fue sorprendido en plena faena y un pastor de nombre Hautacuperche lo remató de una lanzada.

Bien empleado le estuvo porque su mujer —no Iballa sino Beatriz de Bobadilla, la legítima— se tuvo que refugiar en la Torre del Conde, donde casi pierde la isla y el pellejo. Y todo por un calentón de un marido déspota y rijoso.

Las cosas vendrían a cambiar radicalmente en 1478, una vez que Isabel de Castilla, o Isabel La Católica, hubo ventilado sus asuntos pendientes con Juana la Beltraneja y su aliado Alfonso V de Portugal. Ese año la Reina decidió culminar de una vez por todas la conquista de las Canarias, que llevaba dos generaciones en punto muerto.

El 24 de junio de 1478 Juan Rejón desembarcó en el noreste de Tamarán, que es como los indígenas llamaban a Gran Canaria. Vencidos los isleños de la zona, aseguró la posición y fundó el Real de Las Palmas, es decir, Las Palmas, que es hoy ciudad y puerto principal de las islas. Rejón, sin embargo, no supo avanzar y, como buen español, se lió a palos con sus compañeros de conquista acabando mal lo que había empezado bien.

La Reina, informada de que la campaña no marchaba bien, envió a Pedro de Vera, un jerezano de armas tomar que ganó la isla en sólo dos años. El 29 de abril de 1483 los últimos indígenas —600 hombres y 1.500 mujeres y niños— se rindieron al conquistador. Otros, como el guerrero Bentejuí y el faycán de Telde, no pudieron sobrellevar la derrota y se despeñaron por un barranco según mandaba la tradición local.

Al llegar la noticia a Castilla, la reina católica, visiblemente emocionada, dio orden de que […] “aquesta, mi ínsula de Canaria, sea llamada Grande». Ésta es la razón por la que Gran Canaria es grande sin ser, geográficamente, la más grande del archipiélago.

Ya sólo quedaban dos islas, Achinet (Tenerife) y Benahuare (La Palma), las más correosas y antipáticas, las que más vidas y disgustos habían costado a Castilla.

Alonso Fernández de Lugo, uno de los mejores generales de Pedro de Vera, se encaprichó con las islas y pidió permiso a Isabel para conquistar lo que quedaba. La Reina aceptó gustosa el ofrecimiento, otorgándole los títulos de Adelantado y Capitán General de las Costas de África. Fernández de Lugo era uno de esos hombres que son todo mala leche y ambición, no muy diferente de Cortés, Pizarro o cualquiera de los españoles que, una generación más tarde, cambiaron la cara a un continente entero.

Como sabía que los indígenas de Tenerife, los guanches, eran muchos y duros como piedras, su plan consistió en apoderarse primero de La Palma y, desde allí, preparar con más calma la invasión de Tenerife.

El 29 de septiembre de 1492 desembarcó en Tazacorte (La Palma) y firmó un acuerdo con los palmeros que le eran favorables. Los que no lo eran tanto se echaron al monte con el hacha al hombro. Aprovechándose de la endemoniada orografía de la isla, se acantonaron en la Caldera de Taburiente, donde no había manera de echarles el guante.

Fernández de Lugo, que no era ni tonto ni suicida, antes de jugarse el tipo batiéndose el cobre en los bosques de La Palma, se avino a negociar. Invitó al jefe rebelde, Tanausú, a firmar una ventajosa paz en los Llanos de Aridane [1]. Entonces le engañó, y cuando el confiado benahorita descendía de las alturas de la Caldera, mandó que le apresasen. Fue enviado a Castilla para que no la volviese a armar y, de camino [2], se dejó morir de hambre.

El camino a Tenerife quedaba expedito, o, al menos, eso es lo que creía el Adelantado Fernández de Lugo. En abril de 1494 desembarcó en Santa Cruz con una impresionante tropa de 2.000 infantes y 200 jinetes. Nunca antes se había visto nada igual en la conquista de las islas que, hasta el momento, había sido algo más de andar por casa.

Los guanches rebeldes, que eran todos los del norte de la isla, capitaneados por Bencomo, el mencey de Taoro, vieron venir a la tropa castellana y la emboscaron en el barranco de Acentejo. Los castellanos fueron sorprendidos en un lugar donde su caballería tenía poco o nada que hacer. Fue una carnicería. Fernández de Lugo, malherido por la lluvia de piedras que les había caído encima, salió por piernas y abandonó la isla.

De la matanza de Acentejo el capitán castellano había sacado dos lecciones: que los guanches no iban a negociar jamás, y que, si quería vencerles, tenía que llevárselos a terreno llano, donde los caballos y las armas de fuego harían todo el trabajo.

Lamidas las heridas y con nueva tropa, de Lugo desembarcó en Tenerife al año siguiente con 1.200 hombres, caballería y artillería. Esta vez llevó a sus tropas hasta los llanos de Agüere donde Bencomo, en un error fatal, salió a recibir a los castellanos a pecho descubierto con su hacha de piedra como único armamento. La derrota guanche fue total. Hasta el propio mencey se dejó la vida en el campo de batalla.

Pero los guanches que quedaban con vida no se dieron por vencidos. Hambrientos, vagando sin rumbo por las montañas de la Isla y abatidos por los infinitos recursos que poseían los castellanos, presentaron batalla por última vez cerca del barranco de Acentejo, el mismo que tanta fortuna les había traído en el pasado. Pero esta vez de Lugo no se dejó sorprender. Colocó la caballería a los flancos y, antes de que los guanches cargasen, les soltó una letal andanada de pólvora. Era el día de Navidad de 1495 y la Edad de Piedra daba su último jadeo en la isla de Achinet. Bentor, hijo de Bencomo, ante lo inevitable de la derrota se dirigió a la ladera de Tigaiga y desde allí se despeñó.

Meses después, Benitomo, el último mencey de Taoro, aceptó la rendición incondicional en la Paz de Los Realejos.

Para entonces, la población indígena era ya víctima de un enemigo tan mortal como invisible: la modorra, que es como los invasores bautizaron al tifus que se habían traído de la península, y al que ellos eran inmunes desde niños. La biología terminó de conquistar las Canarias y fue tanto o más poderosa que los arcabuces de los capitanes españoles. Los guanches y su cultura neolítica desaparecieron de la Historia. Fueron víctimas de su aislamiento y atraso. Duele decirlo, pero poseen el dudoso honor de ser el primer pueblo aniquilado por el expansionismo europeo. No veo necesario remarcar que no sería el último.

Las islas, por su parte, fueron españolizadas y convertidas en una parte más de Castilla, la más meridional y exótica. Durante siglos, sus puertos acogieron a todas las flotas que se dirigían a América, incluida la de Colón, que se detuvo en La Gomera. Luego vendrían la caña de azúcar y el ron, el asedio en el que Nelson perdió el brazo, y las haciendas plataneras, los braceros que ponían rumbo a América y los turistas alemanes sedientos de sol, el vino de malvasía y las papas arrugadas, Galdós y Los Sabandeños.

Las islas Canarias son, por méritos propios, el pedazo de España más peculiar y genuino. Imperturbable en la soledad del océan

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NotasCMP.
[1] Fue en la Fuente del Pino, a la salida de La Cumbrecita, en el municipio de El Paso.
[2] Tanausú comió mientras pudo ver desde el barco las costas de su isla. Cuando dejó de verlas, se negó a comer y murió.

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Cortesía de Ana María Padrón