24-03-2008
Carlos M. Padrón
Bernardita Perera era una dama de El Paso de Arriba que, en mis tiempos, ya estaba entrada en años y seguía soltera.
Si mal no recuerdo vivía sola, pues sus padres habían muerto, y tenía un solo hermano que emigró a Cuba y no había vuelto más a El Paso. Supongo que entre ellos mantendrían alguna correspondencia, pero no estoy seguro.
Sí lo estoy de que para ella la figuración social, el qué dirán, tenía gran importancia, y, por ejemplo, en su opinión el uso de gafas (lentes) no se debía a la necesidad de corregir un problema visual, sino a la conveniencia de destacar socialmente llevando puesto algo que, creía ella, estaba de moda entre gente importante, y daba prestigio, razón por la cual cuando una vez tuvo que ir a Santa Cruz de Tenerife, vino a mi casa —esto lo contaba mi madre—, a pedir prestados un par de lentes de los de mi padre, no importa cuál, para ella llevarlos en su viaje y usarlos en Tenerife, pues si llegaba allá sin gafas, ¡qué diría la gente!
Un día, Antonio Simeón, un vecino suyo, recibió el poco agradable encargo de hacerle saber a Bernardita que su hermano había muerto en Cuba.
A media mañana del día siguiente, hora que don Antonio creyó prudente, se dirigió a casa de Bernardita y comenzó a prepararla con otros temas de conversación hasta que, cuando lo consideró oportuno, le hizo saber la mala nueva.
Para su sorpresa, Bernardita no mostró tristeza, no soltó una lágrima ni hizo comentario que denotara dolor, pero sí exclamó:
—Bueno, ¡cosas de la vida!
Y mirando a su alrededor, como queriendo cambiar de tema, dijo:
—Esta casa mía no está para visitas.
Si bien era cierto que la casa estaba hecha un desastre en cuanto a orden y limpieza, la inexpresividad emocional de Bernardita desconcertó a don Antonio que, considerando que había cumplido su encargo, emprendió el camino de regreso a su casa, pero no dejaba de darle vueltas a su cabeza tratando de encontrar explicación a tan extraña reacción, o falta de ella, de parte de aquella mujer, máxime cuando, sobre todo las mujeres de aquel pueblo y en aquella época, dramatizaban mucho las desgracias, en particular si se trataba de una muerte, y sus expresiones de dolor eran a gritos acompañados de llanto.
Una vez en su casa, y transcurrida una media hora larga, don Antonio encontró la respuesta que buscaba, pues de repente retumbaron en el vecindario los horrísonos gritos de Bernardita que a todo pulmón clamaba,
—¡Ay, mi hermano, que no te voy a ver! ¡¡Ay mi pobre hermano!!
Gritos que lograron su cometido, pues en pocos minutos la casa de Bernardita se llenó de preocupados vecinos y vecinas,… que encontraron, tanto a Bernardita como a su casa, perfectamente arregladas, o sea, listas para recibir visitas.
