[*ElPaso}– Personaje de mi pueblo, ni disminuido ni olvidado: Julio el Gacio

18-02-2008

Carlos M. Padrón

Como pública declaración y merecido reconocimiento, aprovecho el cierre (al menos por ahora) de esta serie de artículos sobre “Personajes de mi pueblo, disminuidos pero no olvidados” para hacer público algo por lo que aún estoy agradecido, y continuaré estándolo. Y debo dejar muy claro que, como digo en el título, el personaje de este artículo nada tenía de disminuido y, con lo que acerca de él voy a contar, pretendo que tampoco lo tenga de olvidado.

Este señor, cuyo nombre era Julián Germán Pérez Hernández, era conocido en El Paso por el apodo de Julio el Gacio, pero, para mí, fue y será Don Julio.

Según me cuenta su hijo, también de nombre Julio, ese apodo familiar tuvo su origen en los ojos azules y piel blanca típicos de su parentela, pero, sobre todo, en el peculiar color de los ojos de una de las féminas de la familia, de nombre María, de quien en el pueblo decían que ese color era como el de las vainas de las llamadas gacias, un arbusto que es pariente, según parece, del tagasaste.

Don Julio tenía, si mal no recuerdo, una granja de gallinas, y un andar taciturno. Era, además de dado a la lectura, un autodidacta que había acumulado notables conocimientos acerca de agricultura, ganadería, granjas avícolas, etc., y su gesto para conmigo fue el entonces típico del hombre pasense mayor que se preocupaba por la educación de los jóvenes de su pueblo, se sabía con autoridad moral sobre ellos, y la ejercía en beneficio de éstos y de lo que él consideraba un deber para con el pueblo.

Un día, cuando yo tenía 16 años y estaba con unos amigos en el primer banco que para entonces se encontraba al borde de la carretera, en la primera curva más arriba de Monterrey donde en verano habíamos montado lo que llamábamos “El Senado” —una especie de tribunal en el que, mediante presentaciones orales, ventilábamos asuntos de ‘trascendencia y profundidad’ equiparables a la inmortalidad del cangrejo o el sexo de las nubes—, don Julio venía subiendo por la carretera en el momento en que yo, de espaldas a ella y de frente al banco, comencé mi exposición diciendo:

—Si tal cosa fuera cierta yo no hubiera hecho lo que dicen que hice.

Cuando terminé mi alegato y regresé al banco, don Julio, parado a un lado de la vía en el punto conocido como Boca de la Carretera, a unos 30 metros del banco, me llamó, y yo, por supuesto, me acerqué, un tanto preocupado porque caí en cuenta de que él había estado allí esperando a que yo terminara mi alegato. Cuando llegué a su lado, muy serio pero muy amable, me tomó por el brazo y me dijo:

—Carlos, te escuché decir “Si tal cosa fuera cierta yo no hubiera hecho…”, y eso es incorrecto porque, primero, estás usando dos veces el mismo tiempo subjuntivo del verbo: fuera y hubiera; y segundo, y más importante, no estás usando el tiempo condicional, que es el que debes usar cuando usas el ‘si’ condicional. Por tanto, debiste decir “Si tal cosa fuera cierta yo no habría hecho…”.

Durante los 51 años transcurridos desde ese día, cada vez que en forma oral o escrita he tenido que lidiar con esa construcción gramatical —y puedo asegurar que han sido muchas, pero muchas veces— he recordado aquel incidente, y mentalmente he dado gracias a don Julio por haberse tomado la molestia de enseñarme lo que ninguna otra persona me enseñó de forma tan clara y oportuna. Su noble gesto no cayó en terreno baldío.

Lo que dije en el artículo de introducción a esta serie, lo repito en el de cierre: La inmortalidad es la condición mediante la cual perduramos en el recuerdo de otras personas.