[*ElPaso}– Personajes de mi pueblo, disminuidos pero no olvidados: El Gran Imperio

28-01-2008

Carlos M. Padrón

No era de El Paso; llegó sorpresivamente al pueblo, supuestamente como latonero, y la gente decía que no sabían de dónde.

Tomó como vivienda un pajar abandonado, muy cerca de la casa de Avelina (como se ve, lo de los ‘okupas’ no es tan reciente) y a falta de cama se dedicó a recorrer los caminos recogiendo estiércol —pues en esa época transitaba por esas vías mucho ganado caballar y vacuno, y alguno caprino (aún pasaba algún que otro cabrero con su rebaño vendiendo leche a domicilio)— con el que hizo una especie de gruesa plataforma sobre la cual dormía.

Decía que el calor de la fermentación del estiércol le reconfortaba en las noches de frío, a lo cual contribuía también la gruesa capa de mugre que cubría sus ropas y lo que se veía de su cuerpo. Era un ejemplo viviente del dicho “La cáscara guarda el palo”.

Como en el lugar donde vivía no tenía agua corriente, con un balde en cada mano se iba al abrevadero más cercano, y con ambos baldes llenos de agua potable regresaba a su casa. Eso mantenía ocupadas sus dos manos que no podía usar para evitar que con el andar y el viento se abriera la gabardina que llevaba puesta, única prenda que cubría su cuerpo, y eso dejara ver su desnudez y, para asombro de los muchachos que a veces lo seguían, también sus partes pudendas.

En este dibujo, mi amigo Wifredo lo plasmó muy bien, son su gabardina y sus dos baldes.

Para alimentarse pedía a los vecinos que le regalaran los animales domésticos —preferiblemente gallinas, cochinos, conejos, cabras o cabritos— que murieran por enfermedad. Y si los vecinos no lo complacían en esto, y él se enteraba de que el cuerpo de alguno de esos animales había sido enterrado, averiguaba dónde, y, armado de una pala o azada, desenterraba el cadáver y se lo llevaba a su “residencia” donde, luego de sacarle la piel o plumas, lo descuartizaba, y la carne la almacenaba en un barril —de los entonces usados en el pueblo para almacenar por todo un año el tocino de los cochinos— dentro del cual la organizaba por capas. Por ejemplo, una capa de carne de cabrito, otra de conejo, otra de gallina, otra de cochino, etc., y repetía luego la secuencia mientras tuviera “materia prima”.

Al menos, esto era lo que él decía a los vecinos, aunque muy pocos de ellos tuvieron ánimo u ocasión para comprobarlo.

Como combustible para cocinar sus “exquisitos manjares” usaba gomas de alpargatas o de cauchos (neumáticos) de autos, y los “aromas” de esa combustión decían a todos los vecinos en muchos metros a la redonda que El Gran Imperio estaba dado a sus tareas culinarias.

Un día cayó enferma de “tetera” (así llamaban a una enfermedad mortal que daba a vacas y cabras, que infectaba en hinchaba a reventar sus ubres) una de las cabras que había en mi casa. Murió pocos días después, y mi padre la enterró en una de las que llamábamos “huertas de atrás”.

El hecho llegó a oídos de El Gran Imperio quien, ni corto ni perezoso, armado de una azada, al día siguiente del deceso caprino se presentó ante mi padre, que se encontraba trabajando precisamente en esa huerta, y le preguntó que cómo se le había ocurrido enterrar la tal cabra en vez de avisarle a él, que vivía muy cerca, para que viniera a buscarla.

La respuesta de mi padre fue que la cabra había muerto de enfermedad grave, a lo cual El Gran Imperio contestó que el fuego lo curaba todo, y le pidió permiso a mi padre para efectuar la inmediata exhumación.

Concedido el permiso, ante los asombrados ojos de mi padre El Gran Imperio desenterró el cadáver de la cabra y se lo llevó a hombros, no sin antes tapar muy bien el hueco que había quedado.

Otro de nuestros vecinos —en realidad, vecina— lo sorprendió una vez en un huerto suyo desenterrando un conejo que ella había enterrado allí el día anterior, y al preguntarle qué diablos hacía, El Gran Imperio le contestó impasible que él sabía que allí había sido enterrado un conejo e iba a desenterrarlo para comérselo, porque no hacerlo sería un desperdicio.

Incrédula, la vecina exclamó:

—Pero, hombre de Dios, ¿¡usted va a comerse un conejo muerto!?

A lo que, siempre impasible, El Gran Imperio replicó:

—¿Y es que usted se los come vivos?

La única anécdota que en materia de socialización supe de él es que, sintiéndose solo, le pidió “arrejuntamiento” a su vecina Avelina, la tía de Fernando el de Avelina, pero, aunque parezca increíble, ésta declinó tan gran “honor”.

Los detalles de la romántica petición y consiguiente respuesta eran un verdadero sainete cuando los relataba la propia Avelina en alguna de las noches en que venía a mi casa a jugar ronda, brisca o lotería, y mi padre le tiraba de la lengua acusándola de haber dejado pasar la gran oportunidad de su vida al no haber aceptado la proposición de El Gran Imperio.