La Nueva Psicología del Amor (4/7): Enfermedades mentales

Mi comentario a este capítulo lo dejo a cargo del artículo “La conexión padre-hija” que copio al final y que llegó a mis manos en un claro caso de serendipity porque, al igual que el libro que nos ocupa, me resultó muy esclarecedor y de gran ayuda.

Carlos M. Padrón

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“La Nueva Psicología del Amor”
M. Scott Peck

ENFERMEDADES MENTALES

En su mayor parte, las enfermedades mentales están causadas por una falta o defecto de amor que un determinado niño necesitaba de sus padres para lograr una maduración apropiada y crecimiento espiritual.

Dependencia

La segunda concepción falsa, sumamente común, del amor es la idea de que la dependencia es amor. Es ésta una concepción errónea, pues la dependencia es una cuestión de necesidades antes que de amor. El amor es el libre ejercicio de la facultad de elegir. Dos personas se aman únicamente cuando son capaces de vivir la una sin la otra, pero deciden vivir juntas.

Las personas dependientes pasivas están tan atareadas tratando de que se las ame que no les queda energía alguna para amar. Nunca se sienten plenamente colmadas ni tienen el sentido de ser personas completas. Sienten siempre que «algo les falta». Toleran muy mal la soledad. No tienen verdadero sentido de la identidad propia, y se definen tan sólo por sus relaciones.

La dependencia pasiva tiene su origen en la falta de amor. La sensación de vacío interno que experimenta el dependiente pasivo es el resultado directo de una falla de sus padres que no satisficieron las necesidades de afecto, de atención y de cuidado durante la niñez del individuo.

Se emplea la palabra «pasiva» en conjunción con la palabra «dependiente» porque a estos individuos les interesa lo que otras personas puedan hacer por ellos sin considerar lo que ellos mismos pueden hacer. [A un grupo de personas así] les dije: «Si lo que pretenden es ser amados, nunca alcanzarán esa meta, pues la única manera de asegurarse de que uno será amado es ser una persona digna de amor, y ustedes no pueden ser personas dignas de amor porque la meta primaria que consideran es la de ser amados pasivamente».

[Por obra de una conducta amañada], los matrimonios dependientes pasivos pueden llegar a ser seguros y duraderos pero no puede considerárseles saludables ni resultado del amor, porque la seguridad es adquirida al precio de la libertad, de manera que la relación tiende a retrasar o impedir el crecimiento espiritual de los miembros de la pareja. Un buen matrimonio sólo existe entre dos personas fuertes e independientes.

A los dependientes pasivos les falta autodisciplina. Son incapaces de posponer la gratificación de su sed de atención y amor. En su desesperación por formar y conservar vínculos afectivos, prescinden de toda honestidad. Se aferran a relaciones ya gastadas cuando deberían renunciar a ellas. Y, lo que es sumamente importante, les falta el sentido de la responsabilidad. Pasivamente miran a los demás, con frecuencia hasta a sus propios hijos, como la fuente de su felicidad y plena realización, de suerte que, cuando no se sienten felices ni realizados, consideran a los demás culpables de ello.

En consecuencia, están permanentemente airados porque permanentemente se sienten dejados en la estacada por los otros que, en realidad, nunca pueden satisfacer todas sus necesidades ni hacerlos felices. Si alguien espera que otra persona lo haga feliz, quedará continuamente decepcionado.

En suma, la dependencia puede parecer amor, pero, en realidad, no es amor sino una forma de antiamor. Tiene su origen en una falla parental que se perpetúa. El dependiente pasivo trata de recibir en lugar de dar. La dependencia fomenta el infantilismo, no el crecimiento espiritual. Atrapa y oprime en lugar de liberar. En definitiva, destruye las relaciones en lugar de construirlas, así como destruye a las personas.

Las personas dependientes están interesadas en su propio bienestar y nada más. Desean llenar su vacío interior, desean ser felices, pero no desean desarrollarse ni crecer, ni están dispuestas a tolerar el sufrimiento y la soledad que supone el crecimiento. Las personas dependientes tampoco se preocupan por el crecimiento espiritual del otro, del objeto de su dependencia; sólo les importa que el otro esté presente para satisfacerlas.

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Dr. William S. Appleton

LA CONEXIÓN PADRE-HIJA

Él fue el primer amor de su vida, y la persona más importante en su desarrollo como mujer. La relación entre un padre y su hija, desde la infancia hasta la edad adulta de ésta, es el factor que determina si ella podrá amar verdaderamente a un hombre.

Respecto a las mujeres hay tres realidades que verdaderamente me inquietan. La primera es el gran número de mujeres que no están contentas con sus carreras y con sus vidas privadas. La segunda es que la mayoría cree que entiende lo que representa su padre en su vida adulta, pero en realidad no lo comprende. Y la tercera es ver cuán difícil les resulta a las mujeres reconocer sus patrones de conducta improductivos, en lo personal y profesional, y cambiarlos.

Mientras más entienda una mujer el enorme efecto que su padre tiene en su vida, más capacitada estará para disfrutar, emocional e intelectualmente, de una relación sana y duradera con su esposo o pareja, y más libre se sentirá para avanzar en su trabajo. También será mejor madre y tendrá una vida más plena.

Dos ciclos de vida. He creado el método “ciclo doble de vida” para poner en orden los años de confusión, complejidad e interacción emocional entre un padre y su hija. Así la hija puede darse cuenta de cómo, desde un principio, ellos se han amado, herido y ayudado el uno al otro, y de los efectos que ha tenido todo esto en la vida romántica de ella.

En esta forma, he dividido en tres etapas los primeros treinta años de interacción entre el padre y la hija, cada una de ellas con diez años de duración.

• La primera etapa la llamo OASIS, y empieza en el momento en que la niña nace. Generalmente el padre está al comienzo de su vida familiar, cuando tiene veinte o tal vez treinta años de edad.

• La segunda etapa es la del CONFLICTO, y abarca la adolescencia de ella y la década de los cuarenta de él.

• La tercera etapa es la de SEPARACIÓN, que comienza cuando ella tiene veinte años y el papá está en los cincuenta.

Para aplicar este método a su vida personal, comience por recordar cómo era su comunicación con su padre cuando usted era una niña, una adolescente, y en su vida adulta. Así pondrá en perspectiva las distintas etapas y, al final, se dará cuenta de que sus sentimientos han reducido al mínimo sus problemas. Por ejemplo, las reacciones tempestuosas de la adolescencia pueden ser suavizadas por el recuerdo del oasis de la infancia. Al final, si usted tiene sentimientos encontrados, se calmará y podrá ver sus relaciones desde una perspectiva más amplia hasta tener una imagen más realista de su padre, desprovista de sentimiento y de enojo. Esta comprensión equilibrada de cómo la ha afectado la actitud de su padre la ayudará a mejorar su vida presente y futura.

El oasis: una niña y su padre

La primera etapa comprende la infancia de la niña y la década de los treinta años de su padre. Ahora que se sabe que los niños desarrollan apego(1) por ambos padres durante los primeros nueve meses de su vida, se ha determinado que la importancia de las relaciones entre padre e hija es, desde el principio, mayor de lo que creíamos.

El apego que sentimos hacia ciertas personas cuando somos adultos tiene mucho que ver con las experiencias que en la infancia tuvimos con figuras similares. Existe una gran relación causal entre las experiencias de un individuo con sus padres y la capacidad que ese individuo tendrá después para crear lazos afectivos. Y, según lo que se sabe ahora, el padre es quien tiene mayor influencia en la mujer.

El padre. Casi siempre el padre se encuentra en la tercera década de su vida cuando su hija está en la primera. Generalmente, él está tan ocupado en su carrera que, por perseguir sus metas profesionales, sacrifica en parte su matrimonio, sus diversiones, sus amistades, sus relaciones íntimas y sus momentos de esparcimiento. El padre de esta etapa puede ser un hombre sin deseos físicos, una máquina de trabajo; y, en este sentido, está en un período latente semejante al que atraviesa un niño entre los seis años y el comienzo de la pubertad. Este período latente, caracterizado por una gran quietud emocional, sucede entre el torbellino de la niñez y el de la adolescencia, y está asociado con la adquisición de habilidades. Entre los 30 y los 39 años, el padre busca la posición que quiere alcanzar a los cuarenta o cincuenta. Mientras su hija adquiere conocimientos, él asciende en su carrera.

Durante esta etapa de sus vidas, es usual que una hija no vea mucho a su padre, y ésta es una de las razones por las que la importancia del padre ha sido pasada por alto por investigadores y teóricos. Lo que sí se ha notado recientemente es que, en muchos casos, la hija lo ve lo suficiente como para apegarse a él en la infancia, aunque no se ha determinado qué número de horas de “estar juntos” es necesario para que se cree este vínculo. Frecuentemente se presume que ya que la madre está con el niño más horas, esta relación de apego sólo se establece con ella, pero una madre puede estar en la misma casa con un bebé y tener poco contacto con éste. Además, lo que cuenta no es la cantidad sino la calidad del tiempo que pasan juntos padres e hijos. Separarse de la madre diariamente para ir al colegio no daña la relación madre-hija, y lo mismo se aplica a la separación de un padre que trabaja.

En vez de destruir el impacto de él en el desarrollo de su hija, la cantidad de trabajo que agobia al padre durante la tercera década de su vida puede contribuir a mejorar la calidad del tiempo que ellos pasan juntos. Por lo general, en esta etapa el padre sólo cuenta con su trabajo y su familia, y no tiene diversiones que lo mantenga alejado de ésta. El tiempo que pasan juntos padre e hija lo disfrutan mucho, y eso da pie a un intenso intercambio emocional entre ambos. Por esta compañía tan placentera que encuentra el uno en el otro, denomino esta etapa oasis. La hija aleja al padre de la lucha diaria por triunfar y sobresalir. El tiempo que el padre pasa con ella es de puro deleite y de profundo apego emocional para él, y, consecuentemente, también para ella.

Por supuesto, este oasis no es siempre tan romántico como parece. A menudo, un padre cansado llega a su casa y encuentra que su esposa, igualmente cansada, le pide que la ayude con el cuidado del bebé. En este caso, estar con su hija se convierte en trabajo en vez de placer. No obstante, como quiere tanto a su pequeña niña, el resultado global de la interacción es positivo.

La hija. No pasa mucho tiempo antes de que la bebita se convierta en niña. Hasta los primeros seis años de su vida, la hija y el padre tienen una relación muy alegre: ella lo aleja de los rigores de su vida diaria, y él la aleja a ella de la disciplina que le impone la madre. Estas “vacaciones de las responsabilidades” que constituye el tiempo que pasan juntos continúan formando parte del apego entre ambos durante todas sus vidas. El padre es casi siempre más estricto con sus hijos varones, y la madre lo es con las hembras. Y desde que la niña cumple seis años hasta la pubertad, él se interesa cada vez más por su desarrollo intelectual.

La importancia del oasis

La forma en que un padre trata a su hija en la etapa de oasis deja una huella indeleble en ella. Para algunas mujeres, el deleite del oasis está tan arraigado que a veces llega a interferir con los romances de su vida adulta, pues ella siente que ningún hombre la cuida y mima tanto como lo hizo su padre. Por el contrario, si durante esa etapa hubo poca felicidad con papá, la feminidad de la hija sufre.

La primera década que ambos pasan juntos no sólo cumple la necesidad de ella de desarrollar un apego infantil sino que, además, si el padre está disgustado y la rechaza, la niña queda completamente desanimada en sus primeros esfuerzos por ganarse el interés de un hombre. De ahí la importancia que para una niña representa un padre afectuoso que no se sienta acobardado por la feminidad de su hija. Saber que él disfruta de su belleza, su sonrisa, su vestido bonito, y sus primeros esfuerzos por maquillarse y arreglarse, la ayuda a ganar confianza en su capacidad de atraer la simpatía y el amor de un hombre.

En cambio, un padre que ridiculice o se muestre nervioso ante las demostraciones de feminidad de su hija, que siempre está cansado o de mal genio para atenderla, o que se ausente demasiado, puede hacer que ella se sienta insegura de sí misma.

No haber tenido una relación estrecha con el padre durante la infancia puede dejarle muchas cicatrices emocionales a la mujer, de las cuales la inseguridad es la más grave. Otra es la incapacidad de formar vínculos duraderos: ella no sabe cómo acercarse a un hombre, y se siente rechazada. No es que tenga temor, es que, sencillamente, no espera recibir de un hombre ni amor, ni calor humano, ni verdadera comunicación.

Asimismo, la ira es otra de las desdichadas herencias que la hija puede obtener de la etapa de oasis. Si su padre, el hombre más importante de su vida, no le dio el amor y la atención que ella necesitaba, queda profundamente resentida, Más tarde, al casarse, descarga esa ira sobre su esposo: critica sus actividades sociales, sus hábitos y expresiones, ¡todo!, como una represalia al rechazo paterno. Finalmente, la hostilidad de ella logra que los hombres le huyan, y “castiga” a cualquiera de ellos que se arriesgue a quedarse a su lado.

La ausencia y el rechazo paternos también pueden hacer que una mujer tenga una excesiva ansiedad por la atención de un hombre, y por ello le exija a su enamorado que le dedique toda su atención. Si él no lo hace, ella tendría una rabieta tan grande que preferirá no volver a verlo. Otra consecuencia de la ausencia paterna es la adicción a todo el glamour del comienzo de un romance. Estas mujeres quieren que le envíen flores y las llamen por teléfono diariamente; buscan la emoción que les proporciona un hombre nuevo, pero se aburren y se deprimen tan pronto el entusiasmo inicial ha pasado.

Por otra parte, en la misma forma en que la ausencia paterna puede ser dañina, también es peligroso tener un padre sobre protector. Los padres que le dedican una excesiva atención a sus hijas o les exigen adoración, casi siempre se aferran a ellas por demasiado tiempo y tratan de interferir con el desarrollo de su independencia. El resultado es a menudo una mujer incapaz de amar. Algunas de mis entrevistadas fueron muy francas al confesar que no encuentran un hombre que sea tan inteligente, tan considerado ni tan buena compañía como sus padres.

Conflicto: Los cuarenta de él y la adolescencia de ella

Los cuarenta años tienen en sí mucho parecido con la adolescencia. Tanto para el padre como para la hija, éste es un período lleno de interrogantes. Mientras ella se pregunta “Quién soy yo”, él se pregunta “Quién continuaré siendo yo”. Ella se rebela contra la autoridad y los convencionalismos, y él no sabe si tendrá la paciencia necesaria para seguir llevando el ritmo de trabajo diario. Cada uno está ocupado con sus propias preguntas sobre la vida y la muerte, el tiempo tan corto para vivirla y la vejez inevitable. En esta etapa, ambos se sienten atormentados y descontentos.

En sus cuarenta, el padre reevalúa su existencia, pues de pronto se ha dado cuenta de que ya no le queda mucho tiempo. Se pregunta si continuará con su carera y su vida privada como hasta ahora lo ha hecho. ¿No sería mejor que cambiara de empleo? ¿Todavía siente amor por su esposa? ¿Disfruta realmente de su vida, o le parece vacía?

Pero el padre no tiene tiempo para reflexionar. Tiene presiones económicas y se da cuenta de la gran cantidad de hombres jóvenes que vienen subiendo la cuesta detrás de él. Tiene miedo de perder su empleo o un buen ascenso Empieza a preocuparse por la edad y la vejez y, para completar el oscuro panorama, ¡su niñita empieza a independizarse y a prepararse para dejarlo!

La hija adolescente, en cambio, sí tiene tiempo para pensar. Ve a su padre de forma diferente, por dos razones: primero, porque ella ya ha dejado de ser la niñita que tanto lo adoraba; y segundo, porque, en realidad, él ha cambiado. Entre los 30 y los 39 años él trabajaba sin descanso para progresar en su carrera, y emocionalmente parecía un niño en etapa latente. Ahora, en sus cuarenta, parece un adolescente: se fija en las mujeres, bebe más licor, tiene un carácter más inestable, y está propenso a entrar en conflicto en su trabajo o con su esposa y sus hijos.

Aunque la adolescente típica se entristece y rebela al descubrir los defectos de su padre, a la larga esta decepción resulta beneficiosa para ella. Ve que, al igual que todo el mundo, su padre no es perfecto. Este descubrimiento puede hacer que la hija tumbe al padre del pedestal en que lo tenía, y si la caída es violenta, ella quedará afectada. Pero si el proceso se lleva a cabo de una manera razonable y no muy severa, y si el padre acepta la ira y las críticas que esta desilusión provoca en su hija, la ayudará a separase saludablemente de él ya desarrollar su capacidad para tener relaciones maduras y realistas con los futuros hombres en su vida.

La mayoría de los padres luchan por conservar ante sus hijas una imagen de héroes y evitar revelar su fragilidad humana. Esta actitud es semejante al deseo de la hija de permanecer pura y virginal ante los ojos de él. Para no enfrentarse con la realidad de la vida, cada uno quiere aferrarse a los felices días de la infancia de ella.

En esta etapa, es frecuente que al reunirse con sus hijas los padres lo hagan más con la intención de pelear que de divertirse. Las relaciones de ambos se convierten en una lucha permanente entre lo que ella quiere hacer y las restricciones que el padre le impone. Ella pelea por su independencia, mientras que el padre trata de protegerla de su inexperiencia. Y ella lucha por huir pero también quiere seguir complaciéndolo para que él siga amándola y preocupándose por ella.

Esta segunda década también puede dejar huellas que afectan las relaciones de la hija con otros hombres. Al sentirse, cuando tiene una relación amorosa, incapaz de funcionar como una mujer individual y completa, añorará el oasis de la infancia Pero si el padre se siente orgulloso de su hija adolescente y conversa con ella temas filosóficos, estéticos o materiales, compartiendo la sensibilidad y la inteligencia de su juventud, esta etapa puede convertirse en algo maravilloso. Los recuerdos agradables de largas conversaciones y caminatas durante esta época ayudarán a la mujer a disfrutar del afecto y compañía del hombre que ama, y a perdonar sus faltas aceptando que él es un ser humano.

La separación no significa el fin

Al llegar a los veinte años, si ha tenido un desarrollo satisfactorio a través de su niñez y adolescencia, la mujer está lista, física y emocionalmente, para dejar a su familia. Sin embargo, el paso físico de mudarse de casa es más fácil que el psicológico, pues dentro de todo adulto existe un niño temeroso de estar solo. Por lo tanto, la separación siempre crea un estado de ansiedad.

En el proceso de separación, la hija aparta de su padre los sentimientos que hacia él tenía. Al verlo menos a menudo, la fuerza de su apego psicológico a él va disminuyendo. A esto contribuye el hecho de que, en su vida privada y su trabajo, ella comienza a relacionarse con un número mayor de personas. Sin embargo, este proceso no es siempre fácil ni gradual. A veces el padre y la hija pelean en el momento de la separación, y ésta se convierte en una etapa de gran angustia para ambas partes. Cuando el dolor se vuelve intolerable, puede que discutan, se alejen aún más o se acerquen buscando el oasis de la niñez. Pero una vez que pasa la tristeza, la hija puede tomar los sentimientos que tiene puestos en su padre e invertirlos en otras personas, y entonces estará libre para buscar una vida y hombre propios.

Durante la segunda década de su vida la mujer modifica sus necesidades y emociones. Los cambios de humor, tan frecuentes en la adolescencia, se hacen menos intensos; se siente menos afligida por lo que acontece y más deseosa de buscar soluciones. En este proceso aprende a controlar sus sentimientos, y su ira se vuelve más madura. Dejando atrás a la niñita de dos años que no puede soportar las frustraciones, y a la adolescente que batalla fieramente contra el padre que la restringe, se ha convertido en una mujer capaz de sentir el enojo del adulto, controlando su ira para expresarla en el momento apropiado.

La determinación que tiene la mujer en sus veinte años, y el deterioro de la imagen del padre la ayudan a asumir el control de su vida. Al sobrepasar el enojo de la adolescencia y aprender a perdonar y a aceptar a su padre con todos sus defectos, se le hace más fácil dejar atrás su vida hogareña para comenzar una independiente.

El padre y la separación. Una mujer en sus veinte años sabe que sus padres ya no son imprescindibles para su supervivencia y, sin embargo, no siempre se siente segura. Tiene temor de enfrentarse sola a la vida y de separarse del padre que la protege. Su propósito de marcharse puede estar minado de una ansiedad que la paraliza completamente, o puede suceder que ella escoja pelear con su padre y, enojada, partir después.

Una vez que está físicamente lejos de su padre, debe hacer un esfuerzo por separarse emocionalmente también. Si depende demasiado de él y le consulta cada pequeño problema, no podrá romper los lazos de apego, como le hace falta para desarrollar su independencia.

Algunas mujeres van al extremo opuesto y evitan todo contacto con sus padres porque presumen que buscarlo es un acto de rendición, y por ello no le hacen caso a sus deseos de dependencia y así no se ven obligadas a experimentar la tristeza de perder a papá, pero con eso dañan el proceso correcto de separación. Al no poder relacionarse en un plano adulto con sus padres, también quedan incapacitadas para hacerlo con los demás.

La mujer que logra tolerar y aceptar la separación de su padre, se convierte en una verdadera adulta que disfruta de la compañía de éste sin temor a verse atrapada de nuevo en una relación de dependencia total hacia él. Al sentirse independiente y madura puede compartir generosamente su vida con él, una actitud que proporciona gran alegría para ambos.

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(1): El apego es la preferencia que se siente por una persona específica considerada generalmente más fuerte o más madura que uno.