22-03-2007
Carlos M. Padrón
La Salina, vecina y coetánea de mi madre, era famosa en el barrio por su “altruismo”, sus “profundas” reflexiones y la ligereza con que las expresaba.
Contaba mi madre que un día en que varias mujeres estaban reunidas, bordando, en casa de La Salina, cada una sentada en su respectivo taburete, la Salina hizo un mal movimiento y cayó hacia atrás, con tan mala suerte que en la caída abrió las piernas de par en par y, al alzarlas así abiertas, la falda le llegó a la cabeza.
En cuanto pudo recobrar su compostura, y aún en el suelo, exclamó lloriqueando:
—¿Se me vio algo? ¡Ay, Dios mío, y yo que suelo ponerme bragas todos los días, no me las puse hoy!
(Bragas = pantaletas).
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En aquellos tiempos los proveedores de pescado eran unas mujeres, llamadas genéricamente “barqueras” y vecinas de El Puerto (Tazacorte), que si bien a veces llegaban en guagua (bus) a El Paso, otras veces, cargando en su cabeza una cesta llena de pescado, subían caminando desde El Puerto —por lo menos unos 11 k y en pendiente pronunciada— para ver de vender su mercancía en El Paso, lo cual no siempre lograban totalmente. Y en particular no lo lograba una de ellas, llamada Manuela y famosa por sus malas pulgas, a quien apodaron “La guagua de las dos” porque llegaba a El Paso en la guagua de las 2 de la tarde, y a esa hora le era ya difícil vender su pescado porque sus competidoras, Celia y Gabriela, habían llegado antes y cubierto la demanda.
La Salina sabía de estos fracasos de gestión comercial de “La guagua de las dos”, y se apostaba pacientemente en la entrada de su casa esperando que Manuela bajara con mercancía sobrante.
Un día en que se dio esta condición, La Salina le propuso a Manuela canjearle pescado por tunos, fruta ésta que se daba por montones en El Paso pero que para la fecha no se conseguía en Tazacorte.
Como la propuesta, más que leonina, era de uno por uno —o sea, tantos pescados como tunos— “La guaga de las dos” montó en cólera, pero sabiendo que si no transigía tendría que llevarse de regreso su pescado, aceptó, y, para colmo, cuando ya se iba cuesta abajo echando maldiciones, La Salina le gritó:
—Manueeela, ¡no te olvides de traerme mañana las cascaritas, que las quiero pa’l cochino!.
(Las cáscaras de tunos —fotos de ellos aquí—, una vez secadas al sol, eran buen alimento para esos animales).
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Con ocasión de la muerte de un vecino próximo, La Salina se sintió obligada a ir al correspondiente velorio, que tenía lugar en la casa del difunto porque entonces no había funeraria en El Paso. Al llegar al sitio, se sentó junto a María, esposa del difunto, y no sabiendo qué decir para expresar sus condolencias, emitió un profundo suspiro y exclamó:
—Pues sí, María, todos tenemos por qué sufrir: ¡hoy la gallina me movió un huevito!
(Se llamaba “huevo movido” el que, por falta de calcio, tenía la cáscara tan delgada y delicada, casi como papel de fumar, que las más de las veces se rompía cuando se quería recogerlo del nido).
