Carlos M. Padrón
Todos hemos sabido de personas que exhiben habilidades muy destacadas y, sin embargo, se las tiene por tontas, bobas, taradas o idiotas, pues la sociedad en que viven opina que les falta chispa, son quedadas, o carecen de viveza o de agilidad mental, carencias éstas que, para esa sociedad, significan que tales personas no son inteligentes, aunque ello no impide que al menos gran parte de esa misma sociedad considere que una computadora sí lo es.
Una prueba más de la confusión o vaguedad que existe en torno al concepto de inteligencia, al que a veces se lo confunde con buena memoria, con “discreción” (lo que hoy llamamos “pilas”), y con un sinnúmero de otras manifestaciones. Para ilustrar esto, permítanme que cuente una anécdota que, cuando yo era adolescente, cambió mi concepto hacia los llamados bobos.
Tuve la suerte —o al menos eso creo— de nacer y crecer en un pueblo, un pueblo agropecuario enclavado en la parte más alta y montañosa de un valle en el cual, a unos 5 kilómetros de distancia, había otro pueblo mayor y más cosmopolita.
En mi pueblo, como ocurre en casi todos, había personas que eran tildadas de bobas porque exhibían, corregidas y aumentadas, las carencias que mencioné al comienzo. Algunas de estas personas no articulaban una sola palabra inteligible; otras se subían sobre una pared, apenas veían un grupo de potenciales escuchas, y se disparaban un discurso interminable y repetitivo que carecía de significado y coherencia, para malsana diversión de los tales escuchas que a veces incitaban al bobo o boba a que llevara a cabo esa faena; otras se limitaban a mendigar comida o vino; otras repetían ad infinitum un mismo estribillo o canción de su invención; etc.
Y había un tal Carlos, al que le dieron el fonéticamente desagradable apodo de “Cugucho”, que, aparte de ninguna manifestación intelectual, de un escaso vocabulario siempre pobremente usado, y de no poder hacer, a decir de la gente del pueblo, razonamiento alguno, tenía dos características destacadas: 1) Su gran capacidad para el trabajo agrícola, que ofrecía sin limitaciones a cambio de que le dejaran comer todo lo que él quisiera, que no era poco; y, 2) Su pasión por viajar en un vehículo automotor, de los cuales había en todo el pueblo unos cinco carros particulares y unos tres camiones de carga, además del par de autobuses de servicio público.
Por tanto, dadas las características que adornaban a Carlos Cugucho, para todos en el pueblo él era bobo, sin atenuantes ni posible apelación, y como tal lo trataban.
En la misma época vivía también en mi pueblo un tal Don Julio, un señor que había montado una gestoría en el pueblo vecino y que, en su carro de dos plazas —que manejaba con poca soltura, aferrado con las dos manos al volante y en total tensión, pues había aprendido a conducir siendo ya mayor—, bajaba todas las mañanas a trabajar en su gestoría, regresaba al mediodía para almorzar en su casa y dormir la siesta, y bajaba de nuevo en la tarde.
Carlos Cugucho conocía esta rutina, y si no había sido contratado para alguna tarea como peón, montaba guardia después de mediodía frente a la casa de Don Julio en la esperanza de que éste le regalara el paseo hasta el otro pueblo, aunque eso implicara que luego Carlos tendría que subir a pie los casi cuatro kilómetros de mal empedrados caminos que con una pendiente promedio de 40° lo traerían de regreso a su casa.
Pero él —como bobo al fin, decía la gente— aceptaba con gusto el sacrificio de tal subida a cambio del enorme placer de viajar en carro. Don Julio sabía esto, y muchas veces, por compasión, por tener compañía o por lo que fuere, le hacía el gusto a Carlos, y le daba el paseo llevándolo sentado a su lado, donde a Carlos le gustaba viajar.
Una de las tardes en que Don Julio llevó en su carro a Carlos Cugucho y a otro vecino, cuando bajaban por la estrecha y tortuosa carretera —con Don Julio aferrado al volante, circulando a baja velocidad por su canal, como siempre, y presintiendo un accidente en cualquier momento a pesar de que apenas había tráfico—, al doblar una cerrada curva les pasó al lado, pero circulando correctamente por el canal de subida, un autobús de servicio público que, en opinión del asustadizo Don Julio, iba a velocidad supersónica. Sin poder contener el susto, Don Julio frenó en seco, y saltando en su asiento exclamó:
—¡Qué barbaridad! ¿Ves, Carlos?: si hubiéramos venido corriendo, habríamos chocamos y nos hubiéramos matado.
Sin inmutarse en lo más mínimo, Carlos Cugucho, el mismo al que todos consideraban bobo sin remedio, respondió:
—No, si hubiéramos venido corriendo no lo habríamos encontrado aquí.
Tal respuesta implica que, en fracciones de segundo, Carlos Cugucho había analizado fríamente la situación, sus elementos y condiciones (dirección y velocidad de los vehículos, curvas en la carretera, etc.) y, con una lógica impecable —de la que no daban muestras muchos de los que en el pueblo eran considerados inteligentes— había concluido que si el carro de Don Juan hubiera ido a mayor velocidad, el cruce con el autobús habría ocurrido mucho más cerca del pueblo de destino, donde la carretera tenía menos curvas y la inclinación no era tan pronunciada.
Preguntas: ¿era bobo Carlos Cugucho? Usted decida. ¿Podría una computadora hacer el análisis y la deducción que él hizo? Sí, si se le dan los datos necesarios y correctos, y se la programa debidamente.
