[*Opino}– El odio de Europa, o el rencor contra la excelencia

04-07-2006

Carlos M. Padrón

Excelente artículo éste que sigue. “Rencor contra la excelencia” me parece la expresión que mejor define lo que palpé personalmente en Europa, y sobre todo en España, durante los dos años y medio que viví en Madrid. Vuelve a darla al razón a Ortega y Gasset en su “La rebelión de las masas”, y explica bien el antigringuismo crónico, corrosivo y visceral (por tanto, irracional) que impera allá por sus fueros.

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04 de Julio de 2006

Juan F. Carmona y Choussat

Europa sigue cegada, y lo que no sabe es que no es por un desprecio razonado frente a otro que a su entender no lo hace bien, sino por odio y rencor contra la excelencia, incluso dentro de ella misma. Nada bueno salió jamás de tal actitud.

Resulta curioso advertir la deliberada voluntad de las instituciones de la Unión europea por dejar de hablar de las cosas que realmente importan. Constatado el fracaso, en términos de la jerga comunitaria, del último Consejo europeo de primavera 2006, porque no se ha «avanzado» y porque para bien de todos la Constitución europea sigue en barbecho, podían haberse dedicado a hablar, quizá sin más aspiraciones, de las auténticas preocupaciones de Europa. Si lo hicieron, no consta en las conclusiones de la presidencia.

Para orientar los pasos perdidos de Europa y la tendencia de sus medios dominantes, nada mejor que la referencia a un par de escritos de Bruce Bawer, puesto de moda por una interesante recensión de Álvaro Martín en Libertad Digital (www.libros.libertaddigital.com/articulo.php/1276231881).

Bruce Bawer es un escritor homosexual que decidió mudarse a Europa por estimar que aquí las cosas iban mejor que en su Nueva York natal respecto a la integración de todos en la sociedad, y a la menor influencia —o sea, ninguna— de lo que él llama los “fundamentalistas cristianos”. Hay que mencionar que Bawer es autor de un libro titulado «Apropiándose de Jesús» (1997) donde se declara episcopaliano (la vertiente americana del anglicanismo) y rechaza algunos excesos en las ramas más en boga del protestantismo americano. Pues bien, tras algunos años en Europa (desde 1998 en Ámsterdam y Oslo principalmente), ha visto la luz y ha puesto en negro sobre blanco cuáles son nuestros defectos y cuáles nuestros males.

El libro más reciente de este hombre de talento es «Mientras Europa dormía», pero hoy se hará referencia a dos largos ensayos publicados en la revista literaria «The Hudson Review» en los años 2004 y 2006.

Respecto al primero, «Odiando a América», permítase una breve introducción.

Existe un fenómeno sobre el que rara vez se llama la atención: el rencor contra la excelencia. Tradicionalmente, en las sociedades sanas, se ensalza al mejor, al excelente, con el objetivo de rendirle justicia y de que sirva como ejemplo para emularlo. El viento que recorre Europa, desde hace largo tiempo ya, es el contrario.

En efecto, la ambición de mejorar a través de una figura ejemplar a la que imitar, obliga al esfuerzo y a la exigencia, ha quedado derogada y es reprobable. La fiebre por lo igualitario — que es sustancialmente lo contrario del principio de igualdad que implica tratar por igual a lo que es igual, y desigualmente a lo que es desigual— ha llevado a olvidar que la incitación a lo mejor es lo único que hace progresar a las sociedades y a las personas.

El origen de esta actitud es bastante lejano. El famoso libro de Ortega, “La rebelión de las masas”, de 1930, hacía hincapié en la barbarie del especialismo, y en la «democratización» del saber. Consideraba el gran filósofo español que la mayor parte de los hombres en casi todas las esferas de nuestra vida somos “masa”. Es decir, no tenemos la capacidad para ser minoría rectora. Así por ejemplo, cuando nos subimos a un avión, no se nos ocurre poner a votación entre los pasajeros cuál debe ser la ruta a seguir, la altitud por la que transitar, o la manera de pilotar el vehículo. Aunque cualquiera de los viajeros sea una eminencia en otra materia.

Sin embargo, la actitud del hombre masa lleva a reclamar —exigir, en palabra amada por nuestro tiempo— juzgar e intervenir en todo aunque seamos ignorantes en ello. El rencor contra la excelencia lleva, en una primera manifestación, a pretender mandar en aquello que se desconoce. Equivale a reclamar, en términos orteguianos, la razón de la sinrazón.

Europa entera padece de la actitud del hombre masa, que también es la del niño mimado o del señorito satisfecho. Quiere mandar y dominar, y no aguanta que se le lleve la contraria, pero no está dispuesta a presentar ningún título que justifique que se le dé la posición que reclama.

Pues bien, el escrito de Bawer, publicado también en 2004 por «FrontPage magazine», hace un repaso de su despertar intelectual a los defectos de Europa. Lo hace al hilo de la publicación de una serie de libros sobre los Estados Unidos, en los que se advierte la actitud descrita.

Algunos los europeos no quieren reconocer que los Estados Unidos no son una cosa ajena a nosotros, sino emanación nuestra. Por ello, y por ser el lóbulo más al Oeste de esa realidad que llamamos Occidente y de la que, al parecer, todavía formamos parte, el odio hacia ese país es de hecho una manera peculiar de odiarse a uno mismo. Por una extraña manifestación psicológica difícil de comprender, el reconocimiento de una serie de debilidades propias, lleva no a tratar de enfrentarse a ellas, sino al rebajamiento de excelencias ajenas. En efecto, parece creerse que denigrando del que es mejor, o al que ha hecho mejor tal o cual cosa, nuestra inferioridad va a convertirse, como por ensalmo, en una superioridad. Esto requiere dos cosas. Por un lado saberse inferior en una materia determinada; por el otro, no tener la más mínima intención de dejar de serlo y de emular la excelencia, sino trocarla por una actitud en la que presumimos de nuestra deficiencia tratando de presentarla como una virtud.

Para Bawer, en las relaciones de Europa con América, hay que tener en cuenta que las mayorías que forjan el pensamiento aceptable en el ambiente público europeo sostienen que mientras los americanos creen en una serie de ideales inocentes y simplistas, los europeos son más conscientes de las complejidades del mundo real y son más capaces de apreciar sus matices. No está de más recordar una de las famosas frases de Reagan: «Dicen que el mundo es demasiado complicado para respuestas sencillas; se equivocan».

Bawer admite que los Estados Unidos se fundan en una idea, a saber, la idea de libertad que, lejos de alejarles de la realidad, ha llenado su existencia. Afirma: «La profundidad de nuestro compromiso como pueblo hacia esta idea la hemos demostrado mediante una revolución, una guerra civil, dos guerras mundiales, varias guerras menores, y la denominada Guerra Fría. Es, en breve, una idea absolutamente indisoluble de nuestra realidad de todos los días, la vivimos y la respiramos». Y, en este momento, Bawer enlaza dos problemas, el del antiamericanismo con el de la amenaza del Islam radical explicando que, tal y como lo ha entendido Robert Kagan —uno de cuyos libros ha estudiado en el artículo— Europa se funda en una idea que está peligrosamente alejada de la realidad. ¿Y cuál es ésta? Que el mundo ha llegado a una etapa que se encuentra más allá de toda guerra. O sea, a la «paz». Sostiene Bawer que mantener viva esa idea «requiere que uno ignore realidades peligrosas, tales como el creciente problema del Islam militante dentro de las propias fronteras de Europa».

Se enlaza así la idea de que esta percepción de una Europa que desprecia a su contraparte occidental por un extraño fenómeno de odio hacia sí misma, le lleva a dos tendencias suicidas: renegar de la democracia liberal, que es tan suya como americana, y renegar de su propia identidad, disfrazándola con el abrazo de una nueva religión relativista.

Concluye Bawer que los europeos se burlan de la religiosidad americana. Recuérdese la perspectiva del autor, crítico con su propia sociedad. «Los intelectuales seculares de Europa occidental, sin embargo, tienen su propia versión de la religión. Es un credo social demócrata que deifica organizaciones internacionales como la Cruz Roja, Amnistía Internacional, y, sobre todo, la ONU. No la OTAN, que está para hacer la guerra, y que por ello ha sido la diana de muchas de las críticas europeas de los últimos años. Lo que aman son las ONGs que están para la paz, el amor, la fraternidad y la solidaridad, y se convierten así, para las elites de Europa occidental, en organismos más allá de la crítica puesto que conforman la idea más apreciada de lo que Europa cree de sí misma y de la manera en que el mundo funciona, o debería funcionar. El entusiasmo de las elites acerca de estas instituciones, sean o no genuinamente efectivas o admirables, es asunto de mantener una cierta imagen y la ilusión de un mundo íntimamente ligado a su identidad como social-demócratas. Según indica Kagan, la ofensa imperdonable de los Estados Unidos es que disputa esa imagen (…) y el grado en que la realidad de América está distorsionado en los medios de Europa occidental es una medida de la necesidad desesperada de las elites por mantener esa imagen (…)».

Termina diciendo: «A veces me parece un milagro, francamente, que América tenga siquiera algún amigo en algunos sitios de Europa occidental, dado el constante antiamericanismo de las noticias. No hay duda de que el obstáculo principal a la mejora de la comprensión y la armonía entre los Estados Unidos y Europa Occidental son los medios de comunicación dominantes (the media establishment). Es un obstáculo que de alguna manera hay que superar, porque la civilización está asediada, y América y Europa se necesitan el uno al otro quizá más que nunca.»

Pero frente a la actitud sana parece que no salimos de la patología. Porque la cuestión es clara, no se trata siquiera de que se odie a otro, sino de que hay un extraño rencor hacia lo bueno que pueda encontrarse, allá o aquí mismo, y que quizá se comparte con América. Y, si se comparten muchas cosas con la otra parte de Occidente, ¿con quién comparte Europa estos caracteres enfermizos? Con el Islam militante, del que dice Bawer que se ha ido situando entre nosotros, mientras dormíamos. Más bien, mientras odiábamos.

Esto nos lleva a «Crisis en Europa» (http://www.hudsonreview.com/bawerWi06.pdf) donde Bawer reflexiona sobre los aspectos relevantes para Europa de la influencia islámica, y lo hace mediante la explicación del contenido de una serie de libros recientes sobre el asunto. Desde «Rabia y Orgullo» de Oriana Fallaci, hasta «Free World» del columnista del «The Guardian» y «El País», Garton Ash, pasando por «Eurabia» de Bat Yeor.

Habla entre otras cosas de la permisividad respecto a la inmigración y la seducción de un multiculturalismo malentendido, cuyo resultado es «por desgracia, una generación de jóvenes musulmanas nacidas en Europa, muchas de las cuales están tan encerradas y oprimidas que sus bisabuelas como cuando estaban en un pueblecito del Norte de África o el Sur de Asia, y una generación de jóvenes hombres musulmanes nacidos en Europa muchos de los cuales no tienen conocimientos ni buen comportamiento, y están poseídos de un desprecio hacia sus benefactores (…) que los hace muy vulnerables a la seducción de profesores islámicos radicales y a reclutadores de terroristas».

Destaca Bawer del libro «La crisis del Islam» —del famoso estudioso inglés del mundo musulmán, Bernard Lewis, afincado en los Estados Unidos— el hecho de que, para la religión musulmana, Satán no es un imperialista ni un explotador, sino un seductor. Lo que provoca a los islámicos sería más bien la seducción de la cultura americana; sería la propia atracción que les suscita la que los lleva a rechazarla.

Más incisivas son las palabras contenidas en «Porqué no soy musulmán» firmado con el seudónimo Ibn Warraq, escrito en 1995 como respuesta a la fatwa contra Rushdie. Después de sostener que el mundo islámico no puede admitir una auténtica sociedad civil, y después de afirmar que el Islam es incompatible con la democracia y los derechos fundamentales, concluye: «La batalla final no será necesariamente entre el Islam y Occidente, sino entre aquéllos que valoran la libertad y aquéllos que no».

Destaca igualmente la obra de David Horowitz, un converso al conservadurismo liberal desde el Marxismo, con el gráfico título de «Una alianza no santa» en la que subraya la conexión entre ciertos elementos izquierdistas y el fascismo islámico. Lo ilustra con las conexiones existentes, durante más de setenta años, entre el totalitarismo occidental y los extremistas musulmanes.

Todavía más lejos va «La hija del Nilo» que es lo que significa Bat Ye’or en hebreo. Esta judía egipcia con residencia en Suiza advierte en «Eurabia» de la existencia de un modelo extendido de colaboración política, económica y académica entre la elite izquierdista europea y los gobiernos árabes.

Cita Bawer otros libros como «La traición francesa a América» de Kenneth Timmerman, «Quién tiene miedo del Islam», del profesor de la Sorbona, Guy Millière, o «Alá lo sabe mejor», colección de irreverencias varias del asesinado Theo Van Gogh. Termina no obstante con uno de los representantes de lo que considera el «establishment», Garton Ash. «Dejar a un lado estos libros, que iluminan los desafíos ante los que se encuentra Europa de una u otra manera, para estudiar «Mundo libre» de Timothy Garton Ash es como atravesar el cristal que hay entre la realidad y la fantasía». Lo considera «un perfecto ejemplo de la mentalidad de la elite europea en toda su arrogancia, autoengaño, e insensatez». Opina que Ash intenta, a la típica manera de los que hoy ocupan los puestos en Europa, que debe cambiarse la perspectiva desde la libertad a la pobreza. En lugar de liberar a la gente de los dictadores, deberíamos asegurarla frente a la menesterosidad. «Lo que es más, junto con otros elitistas europeos, desconfía de un patriotismo genuino (es decir, nacional), pero adora la Unión europea».

Dice Bawer: «¿Acaso no puede ver que su propia actitud frente al terrorismo y los musulmanes europeos es un eco suicida de aquel antiguo mal del apaciguamiento europeo?». Respecto a la idea de Ash de que la felicidad no se puede comprar en Wal-Mart (El corte Inglés americano), añade: «Uno podría argumentar, igualmente, que la felicidad no puede ser tampoco la obra de ingeniería de Estados del bienestar (…) y mientras que los Estados Unidos no pretenden proporcionar la felicidad (la idea originaria americana es que el Estado le deja a usted en paz, dándole espacio en el que pueda encontrar su propia felicidad), la premisa de la social democracia europea es que el Estado, si es suficientemente interventor, podrá encontrar una receta que logre el mayor grado posible de felicidad para su ciudadanía».

Por fin, Garton Ash se hace un extraño ideal de la Europa de 2025 en la que existiría una asociación —¿puede decirse alianza?— entre Europa, los países árabes y Rusia, que se extendería desde Marrakech hasta Vladivostok, pasando por El Cairo y Bagdad. «No sería poca cosa», afirma. Y concluye Bawer: «No, no sería poca cosa, sería Eurabia».

Volviendo a las conclusiones de la presidencia del último Consejo europeo, se habla en ellas del mantenimiento del «modo de vida europeo», quizá algo así como un contra modelo al «American way of life». Los dos primeros epígrafes se dedican al desarrollo sostenible y al «cambio climático». Cualquiera hubiera pensado que el modo de vida tenía algo que ver con las pulsiones europeas tan reales que se acaban de comentar. No hay referencias a éstas.

Pero lo más sorprendente, a la luz de la tendencia de la evolución de Irak hacia una democracia liberal tras los incontables esfuerzos estadounidenses, es una declaración, en un anejo a las conclusiones, precisamente sobre «el país de los dos ríos». En ella la Unión da la bienvenida al nuevo Gobierno, propone seguir defendiendo el Estado de Derecho y la reconciliación nacional, y apoya expresamente una serie de medidas: fomentar el modelo democrático de Gobierno en Irak, promover el Estado de Derecho y el respeto a los derechos fundamentales, y apoyar la recuperación económica y la prosperidad. Todo ello es lo que han hecho, efectivamente, los Estados Unidos a un enorme costo en vidas humanas, constantemente criticado por muchos Estados de la Unión, y con una prensa europea flagrantemente en contra. Los resultados prácticos sólo los han puesto los Estados Unidos, y ciertamente los Estados europeos, que como Estados nacionales, no como UE, han apoyado políticamente, con ayuda humanitaria o militar a la coalición en Irak, que no son todos. Ahora que la situación mejora, mientras la prensa dominante apenas disimula su decepción, la Unión reclama para sí la buena conciencia de sus «principios» ajenos a toda consecuencia práctica. Y la prueba de que no pretenden tener ninguna consecuencia real, y que en el fondo desean que Estados Unidos no se lleve ningún crédito, es que terminan subrayando «el deseo de continuar apoyando el papel de la ONU en Irak». Parecen actuar como si la convocatoria de elecciones y la formación de un Gobierno se hubieran hecho solos, por casualidad.

Europa sigue cegada, y lo que no sabe es que no es por un desprecio razonado frente a otro que a su entender no lo hace bien, sino por odio y rencor contra la excelencia, incluso dentro de ella misma. Nada bueno salió jamás de tal actitud.

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