[*ElPaso}– Bailando con máscaras

04-06-2006

Carlos M. Padrón

Juancho era un tipo íntegro, un buen amigo en quien destacaban la chispa y la socarronería propias del campesino canario. Parco de palabra, tímido, y con un gran atractivo para las muchachas, que se le insinuaban de una forma que, por sin tapujos, era muy poco frecuente en la sociedad de la época.

A comienzos de 1957, atravesando La Cumbre Nueva, que recorre la isla de norte a sur como si fuera su columna vertebral, Juancho y yo fuimos caminando desde El Paso a Breña Alta a ver los desastres que una tromba marina había causado en sólo una noche. Luego, y siempre caminando, continuamos a Santa Cruz de La Palma.

Mientras bajábamos por una acera de la Calle Real notamos que por la otra acera subía una muchacha acompañando a una niña, y que, ya desde lejos, la muchacha, una belleza de joven, tenía sus ojos clavados en Juancho de forma tan obvia que resultaba hasta chocante.

Me puse a observarlo para averiguar si devolvía las miradas, pero no; después de que tropezó con la abierta invitación de ella, Juancho se inhibió y, con un ligero sonrojo y apenas observándola por el rabillo del ojo, siguió bajando por la acera ignorando totalmente a la muchacha y fingiendo que nada estaba pasando. Pero a medida que nos acercábamos, ella lo miraba con más insistencia y, sin embargo, Juancho no cambió en nada su actitud de fría indiferencia, una situación que, además de envidia, me hizo sentir vergüenza por el desaire que implicaba.

Cuando la muchacha y la niña quedaron a nuestras espaldas, detuve a Juancho tomándolo por un brazo y, bastante molesto, le dije:

—¿Cómo es posible que hayas tratado así a esa muchacha? ¿¡No se te ocurrió hacer otra cosa!?

Su respuesta, sin inmutarse, dicha sin alterar su marcha y con la sonrisa pícara que adoptaba casi siempre, fue:

—Me miró, la miré; nada me dijo, nada le dije.

Así era Juancho, y por esas peculiaridades suyas, yo le echaba mucha broma.

Cuando en 1957 me fui a Santa Cruz de Tenerife a trabajar y estudiar, nos escribíamos con frecuencia y, por supuesto, nos reuníamos cuando yo iba de vacaciones a El Paso.

A comienzos de 1961, cuando desde Caracas nos llegó a Canarias la invitación para que todos —mis padres, mis hermanas y yo— viniéramos a Venezuela, me llegó también de El Paso una noticia que me dejó perplejo: mi madre, mujer por demás conservadora y comedida que para entonces tenía 56 años (ya una vieja en aquella época y en aquel medio), ¡se había disfrazado en Carnaval y había ido al baile de máscaras en Monterrey!.

Yo no podía creerlo, y aún hoy no me explico qué pudo ocurrirle para que ella hiciera eso. La única explicación que encuentro es que la ilusión del viaje a Venezuela y la consiguiente euforia sacaron a flote una oculta faceta de su personalidad. Pero es el caso que sí, se disfrazó, no recuerdo en combinación con qué otra mujer, amiga y vecina, y con ésta y con la venia de mi padre, pero sin él, se fue al baile de máscaras en Monterrey, que era para entonces la mejor pista de baile, techada y al descubierto, de toda la isla.

Una vez que acepté este primer paso, el resto sí pudo entenderlo. Al llegar al salón, a mi madre le surgió la tremenda duda de a quién buscar por pareja, y de pronto vio a Juancho que, por su timidez, estaba parado solo al borde de la pista. Se fue directamente hacia él, lo engatusó y, seguramente porque Juancho creyó que la dama que de esta forma lo había abordado era una de sus múltiples admiradoras que envalentonada por el anonimato que le daba una careta decidió hacer algo más que dedicarle sugerentes miradas, se pasó bailando con ella todas las horas que mi madre quiso, hasta que ella le dijo que tenía que irse “porque su madre no le había dado permiso para estar en el baile más tiempo”. Y Juancho se tragó todo el cuento.

Haciendo pesquisas averigüé que para entonces ya Juancho sabía con quien había bailado —¡con razón el tipo no me había escrito ni siquiera en respuesta a mis cartas!— y también lo sabía todo el pueblo, que le hacía víctima de sarcasmos a granel.

Ante esta “primicia periodística”, puse manos a la obra y, desempolvando mi tendencia a la poesía sarcástica (que me creó más de un problema con el o la protagonista de algunas de mis composiciones, de las que espero publicar algunas), le escribí y mandé por correo un “poema” del que copio la parte alusiva al incidente del baile con mi madre:

../…

Hoy con gozo sin igual
alegre mi pecho ensancho
para cantar a Don Juancho
su “hazaña” de Carnaval.

../…

Recuerdo que, siglos hace,
larga carta te envié
y que esperando quedé
respuesta que no ha llegado.

No sé qué te habrá pasado
ni por qué obras así
ni por qué te ha rodeado
silencio tan prolongado
siendo ello raro en ti.

Sólo sé que mi cariño
por tu silente persona
es tan grande que perdona
este olvido en que me has puesto.

Y es solamente por esto
que hallándome emocionado
al saber de tu proeza,
de la gloria y la grandeza
que en Carnaval te has ganado,
quiero cantar, inspirado
—secundando los clamores,
los vítores y las flores
que hoy te ofrenda la gente—
a esa hazaña imponente,
a esa rara virtud
de tu vista perspicaz
que con fiel exactitud
conoció la “juventud”
que ocultaba un antifaz.

¡A ti, pues, clarividente,
trémula mi voz en llanto
al admirar honor tanto,
te envío hoy, reverente,
este “saludable” canto!:

“No bailes en Carnaval
con ninguna disfrazada,
pues te arriesgas a danzar
con senecto carcamal,
con feto descomunal,
con macho o mujer casada.

Y por obrar sin cordura
y no bailar cara a cara,
tendrás máscara más cara
que tu más cara locura.

¡No bailes en Carnaval!
¡Prívate de tal placer!
No bailar, aunque te duela,
es mejor que ir a caer
en pareja de mujer
que podría ser tu abuela”.

[*MiIT}– Computación Personal, herramienta indispensable. 1: Introducción

Carlos M. Padrón

Comenzando en febrero de 2002, el diario Notitarde (de Valencia, Edo. Carabobo, Venezuela) empezó a publicar en su revista dominical una serie de artículos que, bajo el título ‘Computación personal, herramienta indispensable’, escribí acerca de ese tema y como contribución con ese diario.

Para mi tranquilidad —porque me angustiaba el saber que yo tenía que escribir algo nuevo cada semana—, después de la publicación del artículo número 19, Notitarde canceló mi contribución.

En la esperanza de que estos artículos puedan ser de utilidad para alguien, los publicaré de nuevo aquí, uno a la vez, bajo la sección  MiIT y numerados del 1 al 19.

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Conozco a muchas personas, hombres y mujeres de mi generación y hasta más jóvenes (o menos viejos), que manifiestan —a veces no muy abiertamente, otras sí— indiferencia o hasta aversión por la computación personal porque, según argumentan, no la necesitan, pueden vivir sin ella, es cosa de jóvenes, etc. Creo que el motivo que aleja de la computación a estas personas es el miedo; un miedo, muy natural, a no entender, a no poder y, por ello, a hacer el ridículo ante otros.

Acepto que para quienes pasen de los 50 y no hayan estado nunca cerca de esta disciplina, resulte cuesta arriba aceptarla a las primeras de cambio, pero no hay motivo para que no traten de aprender el uso práctico, y hasta me atrevería a decir que “coloquial”, de una herramienta que es hoy día casi indispensable, y lo será cada vez más, para quien quiera o necesite tener presencia y contacto activos en nuestra sociedad.

El miedo al que antes me referí lo veo como normal.

A comienzos de la década de los 80s, y por encargo expreso del presidente de un Banco, armé y comencé a dictar un seminario al que puse por nombre “Introducción a la Computación” que estaba destinado a ejecutivos bancarios de un promedio de edad de 35 años y que tenía el expreso propósito de sacarles el miedo que, según su presidente —quien, paradójicamente, rondaba los 60— tenían ellos a la computación de entonces, que era para todos, tanto programadores como usuarios, mucho menos simple que ahora.

Una vez que, después de un recorrido por los orígenes y evolución de lo que hoy llamamos computadora, entendieron que ésta es una máquina tonta que sólo puede hacer lo que se le diga que haga, y que todo el truco reside en la forma de decírselo, el miedo comenzó a remitir, y la mayoría de aquellos ejecutivos terminó conformando un grupo de entusiastas y creativos usuarios de la computación que, apoyándose en ésta como herramienta, llevaron a su Banco a una posición de privilegio.

En esta serie de pequeños artículos me propongo intentar, una vez más, sacar el miedo a la computación, en particular a lo que hoy conocemos como computación personal, y haciendo énfasis en su manifestación más común: el correo electrónico.

Para ello comenzaré con un recuento muy somero de los orígenes y evolución de la computadora, lo cual me ha dado pruebas de ser una medicina muy efectiva contra los posibles temores de estos usuarios potenciales, de quienes espero que, con las nociones que así recibirán más lo que con su estudio alcancen, pasen en poco tiempo a activos, competentes y satisfechos. Y recuerden: en esto, como en casi todo en la vida, conviene aplicar el proverbio hindú que dice que “Es la pregunta, no la respuesta, el principio de toda sabiduría”. Por tanto, pregunten sin temor al ridículo. Éste fue el principio que marcó el cambio de los ejecutivos antes mencionados.

No pretendo dictar cátedra de nada ni hacer análisis exhaustivos de los diversos conceptos que mencionaré. Sólo tocaré de tales conceptos los aspectos que resulten útiles para el propósito que señalé al comienzo: entender qué es y cómo funciona una computadora, para así perderle el miedo.

Algunos estudiosos del tema fijan los orígenes de la computadora en una máquina de sumar que, a base de engranajes, fue ideada por el francés Blas Pascal en 1642. En 1694, el alemán Godofredo Leibnitz da un paso adelante inventado una máquina que, además, multiplicaba. Y 140 años después, en 1834, un inglés, Charles Babbage, —inspirándose en un telar que, en base a unas placas con perforaciones, había inventado el francés Joseph Jacquard en 1799— inventó a su vez una máquina calculadora que fue lo mejor en su ramo por 37 años. Inspirado en ésta, el norteamericano Herman Hollerith inventó en 1890, y en base a tarjetas perforadas, una máquina tabuladora que ganó la licitación para el censo nacional de población de EE.UU.

Esta tarjeta perforada, con su diseño y el uso que de ella hacía la tabuladora de Hollerith, fue la base para el desarrollo de la máquina que aparece en 1944 y a la que, en análisis retrospectivo, se le concedería después el título de primera computadora, aunque si reiteramos en ese análisis podemos concluir que fue ésa máquina y algunas de sus sucesoras, como las llamadas ‘de registro directo’, las únicas que ameritan el nombre de ‘ordenadores’ por cuanto su principal función era ordenar datos. Opino que llamar ordenadores a los computadores o computadoras —el DRAE registra ambos términos— a partir de la aparición del sistema operativo y hasta las de hoy, es casi un insulto.

Así que fue un pedazo de cartulina lo que —con un sistema de perforaciones que podían representar los números del 0 al 9, todas las letras del alfabeto y varios caracteres especiales (ver ilustración)— se constituyó en el primer medio simple y barato para alimentar a una máquina con datos que ésta pudiera procesar. Por eso al dúo tabuladora más tarjeta perforada se la considera la “madre” de la moderna computadora.