[*FP}— Mi charla “Remembranzas, personajes y anécdotas de El Paso de los años 50”. (Reedición con nueva información y foto)

Póster mi charlaDon Andrés Carmona, Concejal de Cultura del Ayuntamiento de el Paso, y Carlos M. Padrón, durante la presentación, por parte del concejal, de charla y charlista

09-08-2018

Carlos M. Padrón

– I –

Buenas tardes a todos, y gracias por su presencia.

Remembranzas significa recuerdos, memorias de algo pasado. Y, en el caso de la charla de hoy, es mi memoria de los años 50.

Digo mi memoria porque el recuerdo de este tipo es siempre subjetivo, obedece a cómo alguien vio o sintió algo que tal vez otra persona lo vio o sintió de forma diferente.

Como no puedo meterme en los recuerdos de otros, hablaré de las imágenes y sentimientos que la añoranza de estar tantos años lejos de mi pueblo me ha llevado a internalizar, aunque sé que, como las añoranzas son casi siempre tristes, corro el riesgo de parecer pesado o cursi, pues, repito, no todos recordamos algo de igual manera, y el recuerdo que a mí me haya inspirado un fuerte sentimiento, tal vez sea, para otras personas, algo nimio que no les ha alterado en lo más mínimo.

La distancia influye mucho en los efectos de la añoranza.

Por ejemplo, no es igual escuchar a Cumbre Nueva cantar en Venezuela, que escucharle cantar aquí. La famosa malagueña que en Venezuela cantó Santiago González con Cumbre Nueva puso a llorar como niños a muchos pasenses que, como yo, estábamos presentes. Sin embargo, si eso ocurriera en este recinto, es seguro que nos gustaría, pero no nos arrancaría lágrimas.

Y, como la distancia persistente en el tiempo, amplifica y fortalece la añoranza, de ahí el riesgo de que suenen cursis, como ya dije, las remembranzas que yo evoque, pues mi ausencia de este pueblo duró 55 años y, como dije y repito, la añoranza es generalmente triste.

Por otra parte, para aquéllos que están aquí y que nacieron antes de los 50 no será nuevo lo que yo cuente, pero sí servirá para fortalecer los recuerdos que al respecto tengan ellos.

En cambio, para los más jóvenes —digamos que los nacidos después de los 60— será una forma de enriquecer y ampliar lo que sepan acerca de la historia y cultura de nuestro pueblo, que es precisamente el objetivo de esta charla: contribuir a que algunos personajes, algunas anécdotas y algunos hechos de El Paso, sean tristes o no, perduren en el tiempo.

Una forma de fortalecer la memoria es la asociación, o sea, asociar a lo que se quiere recordar, algo que, por lo inusual, trágico o cómico, llame la atención.

Es por eso que cuando yo hable aquí de algunos personajes de El Paso de antaño contaré, si las sé, una o más anécdotas de diferente tipo asociadas a ellos. Mi intención al hacer eso no es denigrar o hacer escarnio del personaje, sino aportar un motivo para que se le recuerde más y mejor.

Y sólo mencionaré a algunos de los para mí más notables de la década de los 50, de los que fueron, según mi recuerdo, como emblemáticos en nuestro pueblo. Si fuera a nombrarlos a todos y a contar todas las anécdotas que de pasenses me han contado, estaríamos aquí el resto del mes, así que en esto he tenido que racionar mi charla.

Los más de esos personajes deambulaban casi a diario por las calles y plazas del centro de El Paso, y a veces alargaban su recorrido hasta casas de barrios distantes.

A algunos de ellos se les calificaba de bobos, como Juan el Bobo, Domingo el Bobo, la Tejera, el Cugucho, etc. Y todos en el pueblo aceptábamos que se les tildara de bobos para significar que no eran inteligentes, algo muy discutible si uno se basa en lo propuesto en 1983 por Howard Gardner, profesor de la Universidad de Harvard, para quien la inteligencia no es una sola ni es binaria —o sea, que no es cierto que haya sólo dos posibilidades: que una persona sea inteligente o que no lo sea—, pues, según Gardner, hay ocho clases de inteligencia.

Hay quienes tienen varias de ellas y mucho o poco de cada una; y hay quienes no tienen ninguna, que serían los realmente bobos.

Éstas son las diferentes clases o tipos:

  1. Lingüístico-verbal. La que da dominio del lenguaje. La que tienen los oradores o escritores.
  2. Lógico-matemática. La que permite conceptualizar e interpretar correctamente las relaciones lógicas entre las acciones o los símbolos.
  3. Espacial o visual. La que permite observar el mundo y los objetos desde diferentes perspectivas. La que tiene un buen fotógrafo, o director de cine.
  4. Musical. La que permite producir una pieza de música. La que tuvieron Mozart, Beethoven, etc.
  5. Corporal-kinestésica. La que da dominio de los movimientos corporales. Por ejemplo, la de Nureyev, el bailarín ruso.
  6. Interpersonal. La que da la capacidad de relacionarse y llevarse bien con otras personas. Seguro que todos conocemos a quienes tienen este don, y a quienes carecen de él.
  7. Intrapersonal. Da la capacidad de conocerse a uno mismo. Algo que veo bastante difícil, en principio por lo de subjetivo
  8. Naturalista. La que dota de sensibilidad hacia el mundo natural.

Trabajando sobre la idea de Gardner, otros han añadido tres tipos más

  • Existencial. La que lleva a la meditación de la existencia, del sentido de la vida y la muerte.
  • Creativa. La que permite innovar y crear cosas nuevas.
  • Colaborativa. La que permite elegir la mejor opción para alcanzar una meta trabajando en equipo.

A la luz de esta clasificación mencionaré algo hecho o dicho por algunos de los que llamábamos bobos.

Y, cuando estén disponibles, proyectaré el excelente dibujo que sobre algunos de esos personajes hizo mi amigo Wifredo Ramos, quien me autorizó para publicarlos en mi blog Padronel, o sea, para hacerlos accesibles a todo público.

Alfredo

(Foto cortesía de Juan Antonio Pino Capote)

Era de El Paso de Abajo, donde, al menos en los años 50, vivía con su familia.

Tenía la manía de pedir besos, que solicitaba con su muy peculiar forma de hablar y su permanente exclamación “¡Beeesso, tú!”. Y, si se lo permitían, lo daba en el dorso de la mano de su “víctima”… y luego solía echar a correr.

Tenía muy buena memoria para las caras de los paisanos, y era capaz de recordarlos aunque hubieran estado ausentes por años.

Pero gustaba de algo que resultaba peligroso y de lo que fui víctima una vez: se aproximaba en silencio por la espalda de alguien y, tapándole los ojos con sus dos manos, le apretaba con fuerza la cara.

Por qué Alfredo hacía esto, no lo sé, pero sí sé que un día, mientras yo miraba la cartelera del cine, me lo hizo, y torció casi fatalmente la montura de mis gafas, no llegando a romperlas porque le di un grito que le asustó y retiró sus manos.

Eso fue en el cine, que entonces funcionaba donde luego estuvo una planta de televisión, pues el cine era entonces la pasión de Alfredo.

Al comienzo de cada función se le podía encontrar en la puerta, y desde horas antes iba por las calles diciendo “Cine hoy; pilícula bonita”.

Si alguien le decía algo al respecto, él repetía el final de la última palabra que le hubieran dicho, o la palabra entera.

Por muchos años, Alfredo ayudó en Monterrey —en el bar, restaurante y sala de fiestas— pues, en un gesto altruista y por motivos de parentesco, los propietarios le ofrecieron algo que hacer, lo cual le permitía sentirse útil

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Fernando el de Avelina

imageAl igual que Alfredo, Fernando, en sus últimos años de vida, trabajó en Monterrey.

Su madre, de nombre Fernanda, murió cuando nació Fernando, y a él lo crió su tía, Avelina, a la que él llamaba “Amá”. De aquí lo de “el de Avelina”.

Desde joven mostró, y mantuvo siempre, afición por los actos religiosos, en particular las procesiones, tal vez porque atraían a mucha gente y le daban oportunidad de lucirse. Ya de mayor, participaba en ellas portando un pendón.

En época anterior a cuando yo lo recuerdo, gustaba de reunirse con otros muchachos, aunque de tales reuniones saliera siempre trasquilado, pues las muchas veces que algunos muchachos, más o menos de su edad, se reunían para jugar en la entonces llamada Casa de Sandalio —muy cerca de la de Avelina, y aún sin terminar para la época a la que me refiero—, sabedores de que a Fernando le gustaban las procesiones, lo invitaban a sacarlo en procesión, como si de imagen de santo se tratara, y para ello, y con materiales de la construcción de esa casa, improvisaban unas andas sobre las que sentaban a Fernando, y después de unos pocos pasos llevándolo “en procesión” dejaban caer las andas, con lo cual Fernando iba a dar con sus huesos en el suelo.

Cuando a los muchachos les daba hambre, invitaban a Fernando a “jugar a comer higos pasados”. Él iba corriendo a su casa y, sin que Avelina lo viera, llenaba con higos pasados sus bolsillos y regresaba a reunirse con sus amigos, que se daban banquete.

Y así una y otra vez. Creo que él entendía que si ése era el precio que tenía que pagar para que los muchachos toleraran de alguna forma su presencia, lo pagaba con gusto.

El Fernando que yo conocí, años más tarde, era mentiroso empedernido, chismoso, bastante amanerado y tímido selectivo, pues las más de las veces que algún hombre no muy allegado a él le preguntaba algo, entraba como en pánico, daba una respuesta que nada tenía que ver con la pregunta, y echaba a correr.

Si cuando soltaba lo que claramente era una mentira alguien se lo hacía notar, daba media vuelta, exclamaba «¡Déjame ir a echarle de comer a las cabras!», y huía a toda carrera.

Gustaba de andar cerca de mujeres, y no por interés erótico —aunque por años dijo que tenía una novia en Tendiña— sino sólo para enterarse de lo que ellas contaban, e ir luego a repetirlo en otros lados.

Sin embargo, lo erótico estaba presente en sus mentiras y folclóricas respuestas, y así un día en que una de las vecinas le dijo:

—Fernando, te veo muy gordo. ¿No estarás tú preñado?

La respuesta inmediata de Fernando, justo antes de echar a correr, fue:

—Pues si estoy preñado, es de ……

Y dio el nombre de un muy honesto y respetado pasense quien, al enterarse de este incidente, alzó sus brazos y exclamó impotente: «Caballeros, ¡lo que uno tiene que aguantar!».

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El Gran Imperio

imageNo era de El Paso; llegó un día al pueblo, supuestamente como latonero, y la gente decía que no se sabía de dónde procedía.

Tomó como vivienda un pajar abandonado, bastante cerca de mi casa natal (como se ve, lo de los ‘okupas’ no es tan reciente) y, a falta de cama, se dedicó a recorrer los caminos recogiendo estiércol —pues en esa época transitaba por esas vías mucho ganado caballar y vacuno, y alguno caprino (aún pasaba algún que otro cabrero con su rebaño vendiendo leche a domicilio)— y con ese estiércol hacía una especie de gruesa plataforma sobre la cual dormía.

Decía que el calor de la fermentación del estiércol le reconfortaba en las noches de frío, a lo cual contribuía también la gruesa capa de mugre que cubría sus ropas y lo que se veía de su cuerpo. Era un ejemplo viviente del dicho “La cáscara guarda el palo”.

Como en el lugar donde vivía no tenía agua corriente, con un balde en cada mano se iba al abrevadero más cercano, y con ambos baldes llenos de agua regresaba a su vivienda.

Eso mantenía ocupadas sus dos manos, que no podía usar para evitar que con el andar y el viento se abriera la vieja y sucia gabardina que, casi sin botones, era la única ropa que llevaba puesta, y eso dejara ver su desnudez. Y, para asombro de los muchachos que a veces lo seguían, también sus partes pudendas.

Para alimentarse pedía a los vecinos que le regalaran los animales domésticos —preferiblemente gallinas, conejos, cabras o cabritos— que murieran por enfermedad.

Y si los vecinos no lo complacían en esto, y él se enteraba de que el cuerpo de alguno de esos animales había sido enterrado, averiguaba dónde, y, armado de una pala o azada, desenterraba el cadáver y se lo llevaba a su “residencia” donde, luego de sacarle la piel o plumas, lo descuartizaba, y la carne la almacenaba en un barril —de los entonces usados en el pueblo para almacenar por todo un año el tocino de los cochinos— dentro del cual la organizaba por capas.

Por ejemplo, una capa de carne de cabrito, otra de conejo, otra de gallina, etc., y repetía luego la secuencia mientras tuviera “materia prima”.

Al menos, esto era lo que él decía a los vecinos, aunque muy pocos de ellos tuvieron ánimo u ocasión para comprobarlo.

Como combustible para cocinar sus “exquisitos manjares” usaba gomas de alpargatas o de neumáticos de autos, y los “aromas” de esa combustión decían a todos los vecinos en muchos metros a la redonda que El Gran Imperio estaba dado a sus tareas culinarias.

Un día cayó enferma de “tetera” (causaba hinchazón exagerada de la ubre) una de las cabras que había en mi casa. Murió pocos días después, y mi padre la enterró en una de las que llamábamos “huertas de atrás”.

El hecho llegó a oídos de El Gran Imperio quien, ni corto ni perezoso, armado de una azada, al día siguiente del deceso caprino se presentó ante mi padre, que se encontraba trabajando precisamente en esa huerta, y le preguntó que cómo se le había ocurrido enterrar la tal cabra en vez de avisarle a él, que vivía muy cerca, para que viniera a buscarla.

La respuesta de mi padre fue que la cabra había muerto de enfermedad grave, a lo cual El Gran Imperio contestó que el fuego lo cura todo, y le pidió permiso a mi padre para efectuar la inmediata exhumación.

Concedido el permiso, El Gran Imperio desenterró el cadáver de la cabra y se lo llevó a hombros, no sin antes tapar muy bien el hueco que había quedado.

Otro de nuestros vecinos —en realidad, vecina— lo sorprendió una vez en un huerto suyo desenterrando un conejo que ella había enterrado allí el día anterior, y al preguntarle qué diablos hacía, El Gran Imperio le contestó que él sabía que allí había sido enterrado un conejo e iba a desenterrarlo para comérselo, porque no hacerlo sería un desperdicio.

Incrédula, la vecina exclamó:

—Pero, hombre de Dios, ¿¡usted va a comerse un conejo muerto!?

A lo que El Gran Imperio replicó:

—¿Y es que usted se los come vivos?

La única anécdota que en materia de socialización supe de él es que, sintiéndose solo, le pidió “arrejuntamiento” a su vecina Avelina, la tía de Fernando el de Avelina, pero, aunque parezca increíble, ésta declinó tan grande “honor”.

Los detalles de la romántica petición y consiguiente respuesta causaban un verdadero sainete cuando los relataba la propia Avelina en alguna de las noches en que venía a mi casa a jugar ronda, brisca o lotería, y mi padre le tiraba de la lengua echándole en cara el haber dejado pasar la gran oportunidad de su vida al no haber aceptado la generosa proposición de El Gran Imperio.

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Cuncún

imageTodos lo llamaban Cuncún, aunque su nombre era Antonio, y es el humano menos homo sapiens que he conocido en mi vida.

Cubierta su cabeza por un viejo y raído sombrero de paño, y vestido casi de harapos  —con sólo lo que podría llamarse una camisa y un mal remendado pantalón sujeto a la cintura con una soga y sin nada debajo—, Cuncún deambulaba descalzo por todo el pueblo recogiendo charamuscos que al atardecer llevaba a la casa donde vivía, que estaba cerca del cementerio nuevo.

Recogía también, y se fumaba, cuanta colilla encontrara a su paso, y si alguien le decía que echara humo, y él estaba de “humor” en ese momento, se tapaba con una mano una de las orejas y, cerrando la boca, forzaba una salida de aire —como cuando por efecto de la presión se le obstruyen a uno los oídos y quiere normalizarlos— y, decían algunos que, en efecto, por la oreja no cubierta le salía humo.

Como no usaba calzado, no importando el tiempo que hiciera, la planta de sus pies era una verdadera suela formada por duros callos. Caminaba silenciosa y lentamente, arrastrando sus pies.

Si al llegar a una casa encontraba abierta la puerta, entraba sin más, buscaba la cocina, destapaba los calderos y, si en ellos había comida, estuviera ésta fría o caliente, él metía en el caldero su mano sucia de todo lo imaginable, y se comía lo que sacaba.

Si los ojos son el espejo del alma, Cuncún no tenía alma. Su mirada era apagada, plana, sin profundidad, como la de un ciego; nada trascendía de ella.

Podría decirse, además, que no hablaba, sino que emitía algo como mugidos. Sin embargo, cuando se le incitaba a que dijera lo que sabía, recitaba —guturalmente, que era su forma de “hablar”— una especie de vieja tonada popular que al principio uno no entendía, pero que sí resultaba medio inteligible una vez que en boca de otra persona se escuchaban los cuatro versos que la componían:

Éste que viste levita,
éste que viste “leloj”,
éste que viste tan bien,
anda lo mismo que yo.

Según me cuenta mi amigo Juan Antonio Pino, fue su padre, don Antonio Pino, nuestro gran poeta, quien enseñó a Cuncún ésta y otras tonadas que a veces hasta las bailaba dando vueltas sobre sí mismo, y que es lo único que, además del mugido, escuché salir de su boca.

A veces, llevando sujeto bajo su brazo izquierdo el manojo de charamuscos, detenía su deambular y, alzando la mano derecha, señalaba con el índice hacia el horizonte mientras fijaba esa mirada vacía en algún punto perdido que sólo él conocía.

En el dibujo, que es el único recuerdo gráfico que de Cuncún tengo, Wifredo incluyó el detalle de una mancha oscura en el antebrazo derecho de Cuncún, mancha que en la realidad era una abultada cicatriz sangrante porque a veces algunos gamberros del pueblo —especie que, lamentablemente, nunca falta— lo mortificaban tirándole de la camisa e impidiéndole caminar, y cuando el pobre Cuncún montaba en cólera por la impotencia para defenderse, mordía desesperado su antebrazo derecho hasta hacerse sangre.

Como los gamberros no lo dejaban tranquilo, la herida de esas mordidas nunca cicatrizaba.

Acerca de Cuncún, Luis Herrera —mi amiguermano, como lo llamo, quien siempre ha vivido en El Paso y que por ello tiene acerca de estos personajes más información de la que tengo o recuerdo—, me cuenta lo que sigue.

«Cuncún deambulaba por caminos y veredas con su sombrero de paño acartonado por la mugre y bien enterrado hasta las orejas; tal parecía que para portar ese mugriento y raído sombrero era para lo único que servía su desamueblada cabeza.

Pero, no obstante su condición de subnormal profundo, alguna chispa de pillo le saltaba de vez en cuando.

Doña María, una vecina de Tenerra, tenía varias cabras a las que, además de con otros pastos, alimentaba también con pencas.

Aunque eran tiempos difíciles, esta mujer socorría en lo posible a los indigentes que tocaban a su puerta; y Cuncún, que era un habitual de aquella casa, algunas veces conseguía en ella algo que llevar a su boca.

Un día, doña María estaba barriendo pencas cuando llegó Cuncún, y a ella se le ocurrió encomendarle esa tediosa labor.

No fue tarea fácil, pero consiguió que el menesteroso aprendiera a despojar de picos las pencas que luego servirían de alimento para las cabras, labor que, a partir de aquel día, se convirtió en moneda de cambio para compensar las limosnas recibidas.

Era de suponer que el cociente intelectual de Cuncún no le permitiera establecer comparación entre el esfuerzo que para él suponía ponerse a barrer pencas, y el valor de lo que recibiría por esa tarea.

Pues no, señor. Pasados algunos días, de debajo de aquel mugriento sombrero surgió la ocurrencia de, al llegar a casa de doña María, antes de entrar a mendigar, asomarse primero para cerciorarse de si había pencas que barrer, pues, si no había, mejor era seguir su camino porque tampoco habría recompensa.

Como dice un amigo mío, “Cuncúnno era tan coño”.

Tampoco podía resistirse a un par de alpargatas nuevas, y si quien las calzaba se lo permitía, se postraba a sus pies y comenzaba a prodigar caricias a las bigoteras, cordones y talones de ese entonces popular calzado, y con ello se excitaba sexualmente, lo cual ponía de manifiesto el placer que él derivaba de acariciar algo nuevo y que, en su opinión, era también sexy, aunque se tratara de unas alpargatas».

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Andrés el Bobo

image Era del extremo oeste del pueblo, o del Paso de Abajo o, tal vez, de Los Llanos; no estoy seguro.

Muy pacífico y pequeño de estatura, padecía el síndrome de Down y también el de orador político, pues a poco que alguien se lo pedía ofreciéndole una peseta, se encaramaba en una pared y daba un apasionado discurso supuestamente político, ya que Andrés creía que eran políticos todos los discursos marcados por el tono que él imponía a los suyos.

La duración del discurso dependía de la cuantía del dinero ofrecido, pero que siempre constaba de dos partes: cuerpo y cierre.

El mejor recuerdo que de Andrés tengo lo ubica en la Plaza Vieja, cuando al bajar la gente de misa, encaramado en el banco de la esquina del cruce de las calles, para que le oyeran todos, pronunciaba un discurso que no entendía ni él, pero que declamaba mejor que muchos políticos de ahora, a los que tampoco se les entiende mucho.

Según en el dibujo indica muy bien Wifredo Ramos, el cuerpo del discurso era “Ali-pachi, ¡li-ri-lí, li-ro-lá! Ali-le, li-cha-chi, chuchu-joma,

ma-no-má”, repetido ‘n’ veces; y el cierre era siempre “¡Papas y carbón!”, dicho lo cual descendía de la pared o banco y, con su mano extendida, iba a reclamar el pago ofrecido.

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Josefita

imageLa conocí como una viejita solterona, que vivía en Camino Viejo, siempre vestía de negro y portaba una pequeña caja metálica en la que llevaba tabaco en polvo, pues su vicio era “fullar” (o sea, inhalar) ese producto (como se ve, lo de inhalar coca tampoco es tan nuevo), y siempre tenía la nariz impregnada del polvo de tabaco.

No era una pordiosera ni pedía limosna. Su rasgo folclórico consistía en que si alguien que la encontrara en la calle le pedía que cantara, ella contestaba que no podía porque andaba con prisas.

Pero esto no pasaba de ser una excusa para hacerse de rogar, y a la segunda o tercera petición, guardaba en un bolsillo la cajita metálica, se acercaba a una pared y, poniendo sobre ella los sarmentosos dedos de sus arrugadas manos, comenzaba a accionar como si tocara el piano, al tiempo que cantaba “Canta, pajarito, canta; canta al son del piano. Cai, cai”.

Y ahí finalizaba el concierto.

Para lo que sí no se hacía de rogar era pra decir su nombre, que adornaba con un toque «nobiliario», pues a la pregunta de

—¿Cómo te llamas, Josefita?

La respuesta era:

—Josefita Lorenzo Taño del Campillo de los Cagajones

Al parecer, alguien desconsiderado, que no faltaba quien abusara de estas gentes, la tomó una vez por su cabellera y la introdujo por la boca de un aljibe como si fuera a soltarla para que cayera dentro y se ahogara, y por eso cuando le preguntaban si creía en las brujas contestaba:

—Sí creo porque a mí me agarró una por los pelos y quería botarme en el aljibe.

Cuando a Josefita le preguntaban cuántos años tenía, su respuesta —muy femenina, por cierto— era siempre la misma:

—¡Vinticinco virando pa’quince!

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Domingo el Bobo

imageEra un mendigo de uno de Tendiña que, dada su aparente admiración por los arrieros, llevaba casi siempre consigo lo que llamábamos un zurriago, o sea, un látigo hecho con una vara de almendro, a guisa de mango, a uno de cuyos extremos iba ataba una larga trenza de cuero, con la que se inflige castigo.

Al igual que Cuncún, no usaba calzado, y sus enormes pies exhibían unos dedos ajados, con uñas melladas, moradas o ausentes, y unas plantas que recordaban la madera, no sólo por el color de las callosidades, sino por la dura consistencia que parecían tener.

Para molestarlo, los muchachos solían decirle:

—Domingo, ¡vete a trabajar!

Y, con tono lastimero, contestaba,

—No pueo, ‘toy enfermo.

De nuevo,

—Domingo, ¡vete a trabajar!

Y ya el tono de la respuesta era más iracundo que lastimero:

—¡Que no pueo, coño! ¡‘toy enfermo!’

Y, a la tercera:

—Domingo, ¡a trabajar con los ingleses!

Y, por motivos que al menos yo ignoro, la mención a los ingleses hacía que Domingo montara en cólera y, agitando con fuerza su látigo, ponía en fuga a los muchachos.

Sabemos que los ingleses estuvieron ligados en La Palma al cultivo del plátano, pero no he logrado averiguar qué tenía Domingo contra ellos.

Lo de que estaba enfermo no era difícil de creer porque de sus dos fosas nasales fluían constantemente unos gruesos torniquetes de mucosidad verdosa que él no se molestaba en limpiar …. y de ahí que cada vez que veo el actual logo de Movistar recuerdo a Domingo el Bobo.

Parecía como si tuviera un catarro permanente, pero, aunque dijera que estaba enfermo —eso se le tomaba como pretexto— no daba muestras de sentirse mal.

Ante esto, una señora que no salía de una afección gripal para entrar en otra, le preguntó molesta a don Juan Fernández, el médico del pueblo, por qué gente como ella, que se cuidaba bien, vivía siempre enferma y, en cambio, un Domingo el Bobo, que en nada se cuidaba, nunca se enfermaba.

A lo que don Juan respondió: «No es así, señora. No es que Domingo el Bobo nunca se enferme, es que nunca ha estado sano».

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Juan el Bobo

imageEra de Tajuya, y de entre los que, según recuerdo, recibían el ‘apellido’ de bobo, éste era, entre los mendigos, el menos bobo de todos y, aún más, era bastante pícaro.

Por ejemplo, llevando una lata vacía pedía en una casa que le pusiera gofio, en la próxima que le dieran leche para mezclar con el gofio; en la otra pedía más leche porque la mezcla le había quedado muy espesa; en la otra pedía más gofio porque la mezcla estaba muy clara, y así hasta conseguir lo más que podía.

Usaba sombrero y bastón, como se le ve en el dibujo, era dicharachero y recuerdo muy bien que nunca faltó a ningún entierro, y que era de los primeros entre los acompañantes del cortejo fúnebre de cualquiera que hubiera muerto en el pueblo.

Sé que Juan el Bobo, y algunos otros de su condición mental y social, fueron llevados a una especie de hospicio en Tenerife, donde murieron, y nunca más supe de ellos.

Pero no creo equivocarme al asegurar que si Juan el Bobo hubiera muerto en El Paso, habría dado lugar al entierro más multitudinario en la historia de nuestro pueblo.

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Macho y Magdalena

Eran una pintoresca pareja de El Paso de principios del siglo XX, a quienes no conocí, pero supe de ellos por los cuentos que escuché en boca de mis padres y vecinos, aunque nunca supe el verdadero nombre de Macho.

Siempre se les veía con cara, manos y ropas sucias por el carbón, porque Macho y su mujer, Magdalena, se dedicaban a hacer carbón en carboneras que construían en el monte, carbón que luego vendían en el pueblo donde se usaba como combustible para cocinar, y, con el dinero así recaudado, se emborrachaban ambos.

Ya borrachos, se demostraban su “ardiente amor” peleándose a golpes durante el regreso al monte y hasta que se les pasara la borrachera.

Ya en el monte, donde vivían, Macho, sin anestesia, con aguja tipo zapatero y con el hilo que consiguiera, daba varios puntos de sutura a las heridas mayores que él, con sus “caricias” le había ocasionado a Magdalena, y proseguían, como si nada hubiera pasado, su “dulce” relación conyugal.

Noten, los dados al romanticismo, que hay diversas formas de demostrar el amor de pareja, y que no siempre es el macho el que arrea trancazos, pues Magdalena era, según dicen, muy buena en eso.

Y paso ahora a los personajes de los que sí tengo aún más certeza de que no eran bobos

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El Catalino

Tampoco era de El Paso y tampoco sé de dónde vino; creo recordar que alguien dijo que era de un pueblo del norte de la isla.

Para vivir ocupó el kiosco que por años estuvo en la Plaza Nueva frente a la entrada principal de la iglesia. Era dado a la bebida y, cuando se le pasaba la mano, se tornaba belicoso.

El Catalino tuvo también su anécdota romántica, pues estando un día cierta señora parada en la puerta de la venta de don Vicente Pino, en la Cruz Grande, vio que por la cuesta venía subiendo El Catalino.

Como ella era, según entonces se decía, muy “zafada” (o sea, que decía y hacía cosas consideradas impropias de una dama), cuando El Catalino pasó frente a ella, y estando la venta llena de parroquianos, le dijo:

—Oye, Catalino, ¿quieres dormir conmigo esta noche?

Sin titubear ni interrumpir su marcha, El Catalino, en tono amable, le respondió:

—No, gracias. Estoy comprometido.

Creo que de las anécdotas acaecidas en el pueblo, ésta era la que más risa le causaba a mi madre.

Refiere el amigo Juan Antonio Pino que su padre, don Antonio Pino, le contaba que El Catalino era tan fanático de todo lo frito que decía “¡Fritos me como yo hasta los moñigos de burro!”.

Y que un día, por algo como una afección intestinal, hubo de ser hospitalizado en estado grave, pero por más que el personal sanitario se esforzó, no consiguió que El Catalino defecara.

Informado de que era necesario que lo hiciera, pidió que en el suelo, junto a su cama, le pusieran un saco. Así lo hicieron, y entonces, con la debida ayuda, bajó de la cama, se puso en cuclillas sobre el saco y cagó a placer, mientras decía: “¡Muero en mi ley!”.

Tal vez en esto se inspiró el autor de la famosa canción “My Way”, que aquí se conoce como “A mi manera”.

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La Tejera

imageSegún contaba mi madre, a mediados del siglo XX vivió en El Paso una señora, de nombre Josefa, a quien apodaban La Tejera y a quien todos consideraban retrasada mental.

Practicaba la mendicidad, y, entonado el mismo “tarararí”, deambulaba de casa en casa pidiendo comida y, sobre todo, vino. Vino del que fuera, de cualquier color, cosecha o condición; no importando cómo estuviera el vino, ella se lo bebía, por lo que cabe suponer que estaría alcoholizada y en permanente estado de ebriedad. De ahí tal vez la constante cantaleta del “tarararí”.

Un día llegó a la casa de una vecina justo en el momento en que la familia estaba almorzando. Como era obvio que esperaba que le dieran de comer, a guisa de pretexto la señora de la familia le dijo:

—De haber llegado un poco antes habría podido darte algo, pero, como ves, ya todos nos servimos y no quedó nada en la olla.

A lo que La Tejera contestó de inmediato:

—Si se saca un poquito de cada plato se puede hacer uno para mí.

Otro día llegó a mi casa y le pidió vino a mi madre. Nunca tuvimos buen vino, y en aquel momento el que había servía sólo como vinagre suave, y así se lo hizo saber mi madre a La Tejera, pero ésta contestó que bebería cualquier cosa que se pareciera a vino aunque fuera vinagre puro.

Horrorizada, mi madre echó mano de una manida expresión a la que La Tejera daba una respuesta que la hizo famosa, pues cuando mi madre exclamó:

—¡Jesús! ¡Dios nos dé cabeza!

La Tejera contestó:

—No, que Dios nos dé juicio, que cabeza todos tenemos.

Ante estas dos anécdotas suyas cabe preguntarse qué tan boba era La Tejera. Su expresión “Dios nos dé juicio, que cabeza todos tenemos”, la acuño ella, y aún se usa en El Paso.

Juan Antonio Pino me cuenta que recuerda a La Tejera con su pamela y rodeada de tocas y toquillas de colores. Y que otros dichos de ella eran: “Obligada estoy a decir la verdad y no a que me crean”, “La razón no quiere fuerza” y “A las pruebas me remisiono”.

Un domingo, en plena celebración de una misa, La Tejera entró en el templo y, sin titubeos, se dirigió al púlpito.

La feligresía en pleno contuvo la respiración temiendo que, una vez sobre ese respetado lugar, se disparara con alguna prédica basada en sus “filosóficos” dichos. Pero no, llegó sobre el púlpito, paseó su mirada por toda la iglesia, bajó y se fue tan en silencio como había entrado.

Cuando, allá por los tiempos de antes de la Guerra Civil, el Ayuntamiento de El Paso estaba en el inmueble adosado al lado norte de la Iglesia Vieja —el ahora llamado Casa del Alférez Salvador Fernández—, uno de los recintos en los bajos de ese inmueble fungía como cárcel municipal, y como a pesar de ello estaba abierto la mayor parte del tiempo, La Tejera lo usaba para pernoctar.

Luego, a guisa de pícara justificación, comentaba que la gente de El Paso era tan buena que las puertas de la cárcel de ese pueblo permanecían abiertas.

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Carlos Cugucho

Otro al que también consideraban bobo era un tal Carlos, al que le dieron el fonéticamente desagradable apodo de Cugucho.

Aparte de ninguna manifestación intelectual, de un escaso vocabulario siempre pobremente usado, y de no poder hacer, a decir de la gente del pueblo, razonamiento alguno, Carlos Cugucho tenía dos características destacadas:

  • Su gran capacidad para el trabajo, que ofrecía sin limitaciones a cambio de que le dejaran comer todo lo que él quisiera, que no era poco; y,
  • Su pasión por viajar en coche.

Por tanto, dadas tales características, para todos en El Paso Carlos Cugucho era bobo, sin atenuantes ni posible apelación, y como tal lo trataban.

Julio Peña, vecino también de El Paso, tenía oficina en Los Llanos, y en su coche de dos plazas —del tipo que entonces llamaban cuña, y que él no manejaba con soltura porque había aprendido a conducir siendo ya mayor— bajaba en las mañanas desde El Paso a Los Llanos, regresaba al mediodía a almorzar en su casa y dormir la siesta, y bajaba de nuevo en la tarde.

Carlos Cugucho conocía esta rutina, y si no había sido contratado para algún trabajo, montaba guardia después de mediodía frente a la casa de Julio en la esperanza de que éste le regalara el paseo en coche hasta Los Llanos, aunque eso implicara que luego Carlos tendría que subir a pie los kilómetros de los entonces mal empedrados caminos que por Paso de Abajo lo traerían de regreso a su casa.

Pero él —como bobo al fin, decía la gente— aceptaba con gusto el sacrificio de tal subida a cambio del enorme placer de viajar en coche. Julio sabía esto, y muchas veces —por compasión, supongo— le hacía el gusto a Carlos: lo sentaba a su lado en el coche y lo llevaba hasta Los Llanos.

Una tarde en que Julio llevó en su coche a Carlos Cugucho y a otro vecino, cuando bajaban por la estrecha y tortuosa carretera —con Julio aferrado al volante, circulando a baja velocidad, como siempre, y presintiendo un accidente en cualquier momento, a pesar de que apenas había tráfico—, al doblar una cerrada curva les pasó al lado, pero circulando correctamente por el canal de subida, una guagua de servicio público que, en opinión de Julio, iba a velocidad supersónica, algo imposible habida cuenta de cómo era la vía.

Sin poder contener el susto, Julio frenó en seco, y saltando en su asiento exclamó:

—¡Qué barbaridad! ¿Ves, Carlos? ¡Si llegamos a venir corriendo, chocamos y nos matamos!

Sin inmutarse en lo más mínimo, Carlos Cugucho, el mismo al que todos consideraban bobo sin remedio, respondió:

—No. Si llegamos a venir corriendo no encontramos la guagua aquí.

Tal respuesta implica que, de inmediato, Carlos Cugucho había analizado fríamente la situación, sus elementos y condiciones (dirección y velocidad de los vehículos, curvas en la carretera, etc.) y, con una lógica impecable

—inteligencia clase 2, de la que no daban muestras muchos de los que en el pueblo lo llamaban bobo— había deducido que si el carro de Julio hubiera ido a mayor velocidad, el cruce con la guagua habría ocurrido mucho más cerca de Los Llanos, donde la carretera tenía menos curvas y la inclinación no era tan pronunciada.

Así eran algunos “bobos” de El Paso.

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Éstos pertenecen a otra categoría —adelantados a su tiempo, en mi opinión— que, como La Tejera, nos han dejado frases lapidarias.

Una fémina, que practicaba en el pueblo la llamada profesión más vieja del mundo y que vivía en compañía de su anciana madre, se tomaba tan en serio la calidad de sus servicios que cuando, durante la visita de una vecina, supo que en el mercado había dudas sobre quién los prestaba mejor, si ella o una competidora suya, le preguntó a su madre:

—Mamá, ¿quién es más puta, fulana o yo?

Tomada por sorpresa ante la necesidad de dar una respuesta que, ya fuera positiva o negativa, le acarrearía problemas, la anciana alzó la vista, la dejó vagar por el techo en un gesto de indiferencia, y respondió con algo que la ubica como mujer muy adelantada a su tiempo en el uso de lo que ahora se ha dado en llamar lenguaje políticamente correcto, pues se limitó a decir:

—Larán, larán, callareme.

Así que, muchachos y muchachas que están en edad de franca preparación para la vida, ya saben: si alguien les hace una pregunta que carece de una respuesta que no sea conflictiva, echen mano del “Larán, larán, callareme” y dejen que quien preguntó le dé la interpretación que mejor le acomode.

—oOo—

Aunque un tanto escabrosas, tengo dos anécdotas más que cuento porque ocurrieron en el seno de mi parentela, motivo por el cual usaré, al menos en la que sigue, nombres ficticios.

Manuel y Maruca eran una pareja económicamente acomodada de las que en aquellos tiempos tenían sirvienta, o sea, una mujer que ayudaba a Maruca en las tareas del hogar.

A cierta distancia de su casa vivía una vecina que desde su ventana podía ver muy bien el pajero donde Manuel guardaba animales, pienso y aperos de labranza.

Y la vecina, cuyo deporte favorito era vigilar a través de la ventana, cayó en cuenta de que algunos días, y más o menos a la misma hora, mientras Manuel estaba sentado cerca del pajero echando un cachimbazo, la sirvienta, una muchacha bastante joven, salía de la casa, entraba al pajero y Manuel la seguía.

Después de varias incidencias como ésta, la vecina —que obviamente era vidente y precursora de Facebook— concluyó que aquellos dos no entraban al pajero a rezar el rosario, así que un día que desde su ventana vio que Manuel salió a hacer una diligencia, fue corriendo a ver a Maruca y, con el entusiasmo propio del periodista que va a publicar una importante exclusiva de alcance mundial, le contó lo que había visto varias veces.

Impertérrita y con un envidiable aplomo, Maruca escuchó todo con atención y, una vez que la vecina hubo terminado su narración con un condenatorio “Maruca, ¡esto es lo que Manuel te está haciendo!”, le contestó así:

—Pues yo no se la he visto ni más grande ni más chica, ni más gruesa ni más delgada.

Lo que ocurrió cuando Manuel regresó a la casa lo dejo a la imaginación de ustedes. Lo ocurrido a la muchacha no está sujeto a dudas.

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A mi tío-abuelo Juan Sosa —el mismo que, según conté la última vez que tuve el honor de subir a este estrado, no me miraba bien porque a mí me gustaban los libros más que el campo— le escuche contar varias veces un hecho que él vivió cuando era aún muy joven (como se le ve en la foto de la izquierda; en la de la derecha se le ve ya viejo, que es como lo recuerdo) y que, como anécdota, es válida para los años 50.

imageYa que mencioné lo de campo, es momento para explicar que, en aquellos tiempos en que en este nuestro pueblo había muchos almendros que cuando estaban en flor ofrecían un paisaje encantador, había también cosecheros que recogían muchas almendras.

Como para hacerlas útiles había que pelarlas, recogida ya de los campos la cosecha del año, estos cosecheros invitaban a lo que se conocía como una “pelada de almendras”.

A tal fin, en una casa en la que, a título de atractivo, había café, vino y algo que picar, estas personas montaba un mesón lo más largo posible sobre el cual unos hombres extendían almendras sin pelar.

A un extremo del mesón se sentaban juntas mujeres que eran encargadas de pelar las almendras, y que gustaban de, mientras hacían eso, darse al “deporte” de lo que entonces se llamaba “trapichar mocedades” y que hoy se llama “prensa rosa”, o sea, hablaban de los amoríos de fulanito con sutanita, de si a ella le gustaba él o le gustaba más otro que no le hacía caso, del posible temprano matrimonio de menganita con su novio, etc.

El mejor amigo de mi tío-abuelo era un coetáneo suyo llamado José Luis que cortejaba a una muchacha de nombre Rosita María de la que estaba enamorado, pero ella no soltaba prenda, pues en aquel entonces ninguna muchacha que se respetara iba a demostrar atracción romántica hacia un varón que la cortejara, y saber si él le resultaba atractivo o no a Rosita María era para José Luis una incertidumbre que lo atormentaba.

Debido a la especial configuración de las partes íntimas de muchas féminas vírgenes, al momento de orinar, estas partes emiten un sonido que recuerda un silbido. Y ése era el caso de Rosita María.

José Luis supo que su adorada Rosita María iría a una pelada de almendras a la que él no había sido invitado. Esa pelada tendría lugar en un viejo caserón cuyas puertas tenían rendijas y huecos, y que había sido hecho sobre un terraplén horizontal que para llegar a eso requirió de la construcción de un muro de contención de unos tres metros de alto.

José Luis pidió por favor a mi tío-abuelo que lo acompañara para que los dos fisgonearan a través de las rendijas y huecos de la puerta y trataran de oír las respuestas que Rosita María diera a las preguntas que seguramente las demás mujeres le harían acerca de su relación con José Luis.

Ésta sería la única forma en que él sabría si le gustaba o no a Rosita María, pues, como ya dije, en aquel entonces ella no iba a darle señales de que él le gustara, y de ahí la gran incertidumbre de José Luis.

Mi tío-abuelo aceptó, y, la noche de esa pelada de almendras, él y José Luis hicieron lo que habían planeado.

Fisgoneando a través de la puerta estaban cuando vieron que, de repente, Rosita María se levantó de la mesa y puso rumbo a la puerta tras la cual estaban ellos.

Sin pensarlo dos veces salieron corriendo, saltaron a lo bajo del muro de contención, se escondieron lo más pegados a su base que pudieron, y guardaron total silencio.

Rosita María, que había salido a orinar, cerró la puerta tras ella y —como afuera estaba muy oscuro, no había nadie a la vista y el cotorreo de la gente en la pelada ahogaría un ruido exterior— no se alejó a satisfacer su necesidad entre los matorrales del terreno circundante, como habría sido lo normal, sino que se acercó al borde del muro, se puso en cuclillas, movió su vestimenta y comenzó a vaciar su vejiga….. con tan buena puntería que el chorro de orina fue a caer justo sobre la cabeza de José Luis que aguantó impávido, sin hacer movimiento ni emitir sonido alguno, mientras mi tío-abuelo se apartó de él para evitar que la orina lo salpicara, y se tapaba la boca en un esfuerzo por ahogar la risa.

Rosita María, creyéndose sola en aquella oscuridad y en aquel silencio en el que sólo destacaba el silbido de sus partes, de pronto exclamó: “Silba tú, coño, que José Luis te va a sacar el silbido”.

Se ha hablado mucho del efecto terapéutico de la orina, algo que en este caso quedó demostrado porque el chorro de orina de Rosita María tuvo la virtud de acabar con la incertidumbre de José Luis, que así supo esa noche que Rosita María sí lo quería… o que al menos contaba con él para algo.

– II –

La vida no nos depara sólo risas, sino también lágrimas. No sólo nos da alegrías, sino también tristezas, y las añoranzas son generalmente tristes.

La añoranza por mi pueblo y su gente se coló un día, sin yo esperarlo, en el hobby al que me di a comienzos de los 80, uno que consistía en buscar música, preferiblemente instrumental, y grabar la que me gustara para escucharla a placer cuando me apeteciera.

A ese efecto preparé en mi casa un salón con un equipo de sonido de alta fidelidad y que me permitía reproducir en cuadrafónico, pues para entonces no existía el hoy común dolby.

Durante las sesiones cuando, encerrado en ese salón y a oscuras, escuchaba yo la música que me gustaba, destacaban en ella melodías que, sin yo querer, disparaban siempre en mí los mismos recuerdos, y cada vez con más fuerza.

Durante los años 50 y en la década anterior fueron muchos los pasenses ya casados que emigraron a Venezuela en busca de fortuna para luego regresar, o llevar a su familia cuando económicamente pudieran hacerlo, y así dejaron aquí a su mujer, y a veces a uno o varios hijos. Y también en busca de fortuna se fueron a Venezuela muchos jóvenes que dejaron aquí noviecita o novia ya formal.

Fueron muchos los casos —varios recogidos en mi novela “Aquel futuro de mil caminos”— en que ni los casados ni los solteros regresaron al pueblo.

Las mujeres de los casados pasaron a engrosar la legión de lo que se dio en llamar Viudas Blancas, y las novias o noviecitas, viendo cómo se marchitaban sus esperanzas, tuvieron que afrontar una dura realidad.

Siendo yo joven cuando me fui de El Paso, conocí mayormente a varias de estas noviecitas, y las condiciones que, según las noticias que me llegaban a Venezuela, tuvieron que afrontar estas jóvenes se metieron entre los recuerdos de mi añoranza y fueron tomando cuerpo cada vez que yo escuchaba un instrumental titulado “Mama Leone”, interpretado por Anthony Ventura, y esos recuerdos me llevaron a ponerle letra al tal instrumental y hacer así una canción.

Y ya muy tarde una noche, cuando todos dormían en casa me encerré en mi salón y canté y grabé sobre esa melodía la letra que yo había escrito teniendo en mente algo como lo que sigue, en lo que se repite mucho el pronombre ELLA porque ése es el título que di a esa canción.

Cualquier parecido con los hechos que recuerden algunos —o, sobre todo, algunas de ustedes, o que sorprendan a otros u otras— no es casualidad, pues lo que sigue es una realidad que muchas jóvenes vivieron aquí, y es parte viva de las remembranzas que de El Paso tengo.

«Corrían los primeros años de la década de los 50. ELLA, aunque de 13 años, era aún una niña, pero poco antes de cumplir los 14 ocurrió el milagro, y un día su cuerpo comenzó a desarrollar notables y crecientes cambios, y ELLA comenzó a experimentar extrañas y hasta entonces desconocidas sensaciones.

Poco antes del próximo mes de junio, su madre le hizo un vestido nuevo —uno que, ¡por fin!, ya no era de niña— para que lo estrenara en la fiesta del Sagrado Corazón.

El domingo de la fiesta, antes de la solemne función religiosa, grupos de muchachas paseaban cogidas del brazo, según la costumbre, dando vueltas en La Plaza Nueva, en torno a la iglesia, y grupos de jóvenes las daban en sentido contrario con el deliberado propósito de cruzarse con las muchachas dos veces durante cada vuelta.

Él, que ya tenía 18 años, paseaba con sus amigos —muchachos más o menos de su edad que, al igual que él, trabajaban en los campos de sus familias—cuando al acercarse al grupo en que venía ELLA no pudo evitar reparar en aquella atractiva muchacha y dedicarle una sugerente mirada de grata sorpresa, pues la última vez que, según él recordaba, la había visto, ELLA era una niña que en nada llamó su atención.

Pero ahora no sólo la llamó, sino que lo dejó prendado, por lo que las miradas que le dedicó fueron más largas, directas y sugerentes en cada cruce.

ELLA, que las había notado todas, se limitaba a sonrojarse, mirar al piso y soportar las bromas que al respecto le gastaban sus amigas, hasta que. molesta por las burlas y llevada por el hecho cierto de que le había gustado ese muchacho desde que lo vio tiempo atrás, se dijo que ya no era niña y se preparó anímicamente para aceptar el desafío de sus amigas y, en el próximo cruce, devolver la mirada del muchacho.

Y así lo hizo: aunque sonrojándose, le sostuvo la mirada durante bastante tiempo antes del cruce, y hasta le regaló una tímida sonrisa que aumentó el rubor de ELLA, pero que a él le supo a gloria.

Terminada la función religiosa, todos se fueron a Monterrey, y en la terraza continuaron los paseos y las vueltas… y las bromas que le hacían sus amigas que, para ponerla nerviosa y exponerla a lo que, según ellas, no quería ELLA que ocurriera, la colocaron en un extremo de la fila que entre todas formaban al pasear cogidas del brazo.

Sabiendo ya que ELLA tenía valor para hacer frente a esas burlas y desafíos, él se armó también de valor y, en uno de los cruces, se separó de sus amigos, se puso al lado de ELLA, la saludó y siguió a su lado.

Las mal contenidas risitas de las amigas lograron que ELLA, sabiendo que las había hecho quedar mal, contestara, aunque tímidamente y mirando siempre al suelo, las preguntas que él le hacía, y así dio comienzo un romance muy esperado por ELLA, pero inesperado para él.

Ambos, aunque de barrios diferentes y alejados del centro del pueblo, eran de la misma extracción social, se habían criado en las mismas costumbres y compartían educación y principios. Pero ambos sabían, como sabía todo el pueblo, que era sólo cuestión de tiempo el que él emigrara a Venezuela porque, al igual que todos los demás jóvenes que ya lo habían hecho y los muchos que lo harían después, en el pueblo no había futuro para ellos.

Sí, ELLA sabía eso, pero también sabía que muchas otras mujeres —unas solteras aunque no tan jóvenes como ELLA, y otras ya casadas y a veces con hijos— habían visto emigrar a sus novios o esposos, habían quedado esperándolos y, en muchos casos, ellos o habían regresado al pueblo o las habían llevado a Venezuela.

Y al cabo de poco más de un año, él emigró a Venezuela, no sin que antes se juraran amor eterno.

Él le dijo que trabajaría muy duro hasta conseguir el dinero necesario para regresar, casarse con ELLA y formar una familia; y ELLA le dijo que lo esperaría “guardándole la ausencia”, según era la costumbre de las mujeres, fueran novias o esposas, de los emigrantes.

Y cuando él se hubo ido, ELLA se enclaustró en su casa sin hacer vida social alguna.

Como mucho, ir al correo los días en que se esperaba que llegara el de Venezuela, atender el velorio de algún familiar o conocido, e ir a misa y, terminada ésta, regresar a su casa.

Nada de celebraciones, como bautizos o bodas, ni paseos con amigas alrededor de La Plaza Nueva ni en Monterrey. La suya era casi una vida monacal.

Al principio recibía cartas de él por lo menos una vez al mes, aunque ELLA religiosamente acudía cada semana a la ceremonia de reparto de la correspondencia.

Para cuando llegaba la guagua que, a veces sí y a veces no, traía el saco de la correspondencia, ya ELLA estaba frente a la oficina postal, formando parte de la pequeña multitud que cada semana se reunía allí en la esperanza de recibir una misiva de hijos, novio o marido.

Cuando le era entregado el saco con la correspondencia, el cartero se encerraba en su oficina.

Después de unos 20 minutos, que a los reunidos afuera les parecían eternos, salía con un mazo de sobres en sus manos y comenzaba a vocear el nombre de la persona destinataria de cada sobre.

Si esa persona, o un familiar suyo, estaba entre la concurrencia, gritaba “¡Aquí!” y alzaba un brazo, y el cartero lanzaba el sobre en dirección a ella… y continuaba leyendo y lanzando sobres hasta terminar de leerlos todos.

Las personas que habían recibido carta se iban felices, pero no así las que no. Y ELLA pasó a engrosar este segundo grupo cuando había transcurrido poco más de un año de que él había emigrado. Y entonces comenzó lo que sería su largo calvario.

Cuando llegaba al pueblo algún “indiano” de los muchos que habían emigrado a Venezuela —y era de los que, según ELLA sabía, o suponía, que conocían algo de la vida de su novio en ese país— se las ingeniaba para preguntarle al respecto, y así fue cómo supo que él mantenía relación con una venezolana.

Pasaron los meses, pasaron los años, y él no regresó ni le escribió más, pero, a pesar del evidente abandono, el último pensamiento de ELLA antes de conciliar el sueño cada noche era para él, y lo acompañaba del renovado propósito de continuar esperándolo y soñando que un día él volvería».

Ésta es la descripción ficticia de hechos reales que ocurrieron en El Paso de los años 50 y que inspiró la letra de mi canción titulada ELLA, que suena así (clicar AQUÍ), cantada en mi voz, pero, supuestamente, por el novio de ELLA.

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Antes de resumir lo más destacado de El Paso de mis remembranzas proyectaré algunas fotos que dan idea de cómo eran la vida y las gentes en aquellos tiempos.

13.- Cura con parroquianos24.- Iglesia vieja 50s25.- Cuesta_Tio_Daniel26.- El Paso, CallePpal26A.- mTH Otros (FiestaPino)27.- Cine EP. Luis Llamas, Javier, Róncano, Pancho28.- Rec. almendras. CMP, Avelina, M Celia, Luisita, niños32.- Fuencaliente. Excursión con curas33.- Lelo, Nievitas, Luisa..34.- Carnaval35.- Lelo, Lula, Viejo35A.- Monterrey. CMP, Jn Enriq, Javier, Iznardo, M Afonso, Florencio, G. Santana36.- Manolo Pino...36A.- Coral Paso Mixta37.- Academia. CMP, Edita, Violeta, don Santiago, Olga, Luz Ma., Walterio, Javier38.- Lalo, Luisa, Guayete, Lula, Pancho. Miraditas40.- CMP Niños Cruz Grande. Recuadrada50.- Jóvenes-ElPaso

Este pueblo era entonces de calles empedradas, terrenos labradíos bien aprovechados, siegas y acarreas de trigo y cebada, trillas, vendimias, peladas de almendras, cultivo y proceso del tabaco, matazones de cochinos, rebaños de cabras vendiendo leche por las casas, yuntas de bueyes tirando de troncos, labranza en huertas y campos, vareado de almendras, y huertas cultivadas y productivas.

Los caminos bullían desde el amanecer por el paso de personas y animales.

Muchos domingos había en Monterrey los llamados asaltos, y luego bailes o verbenas en la noches, todos promocionados desde la mañana en la voz de Pepe Monterrey a través de megafonía móvil.

En las fiestas más destacadas había veladas, loas, o carros con letra compuesta por nuestro gran poeta, don Antonio Pino, y actuaciones de jóvenes y adultos, mujeres u hombres, que asistían a exhaustivos ensayos buscando la perfección, algo que en aquel tiempo y desde mucho antes fue el distintivo del quehacer artístico e intelectual de nuestro pueblo.

Los vecinos, los jóvenes y no tan jóvenes, trabajaban, como aún lo hacen, en los enrames para la fiesta del Sagrado, y con ellos competían sanamente los barrios.

Cuando se alternaban trabajo y estudios, el afán era ser el mejor en éstos, no quedar en la mediocridad.

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Las remembranzas no están vinculadas a lo físico, a lugares o personas específicos, sino a las vivencias que provocan. Por eso, no todas mis añoranzas se activaron en Venezuela. Hay una en particular que me permito relatar por lo profética y real que resultó en el tiempo.

A mis 19 años, viviendo yo en Santa Cruz de Tenerife, donde trabajaba, inicié un romance juvenil que me resultó un quebradero de cabeza porque la muchacha de la que yo me había enamorado era cada vez más veleidosa y caprichosa.

Sus amigas de colegio le pedían que dejara ese comportamiento porque, si no, mi relación con ella terminaría.

Y de hecho terminó, porque la corté de golpe el día en que supe que aquella muchacha que exhibía un formidable cuerpo de mujer de casi mi edad, tenía en realidad 14 años.

La ruptura tan radical, la primera de ese tipo en mi vida, me afectó mucho, y como consecuencia escribí un poema que deja claro el daño que hace el drogamor, nombre que doy al enamoramiento, pues no tiene sentido alguno, y resulta extemporáneo, que un muchacho de 19 años, que está empezando a vivir, hable de vida vieja y del rápido paso del tiempo.

Pero, paradójicamente, ese poema ha ido cobrando vigencia a través del tiempo, y hace muchos años que es totalmente válido. Dice así:

El tiempo corre, se aleja,
y en su veloz transcurrir
tristes recuerdos nos deja;
trozos de una vida vieja
que se resiste a morir.

Recuerdos que al revivir
lastiman el corazón
y duelen con un dolor
que nos mueve a sonreír.

Y no podemos huir
de ese dulce padecer.

Mejor, pues, es comprender
y dentro del pasado gris
recordar como feliz
lo que feliz pudo ser.

Ahora, 60 años después, sí que el tiempo, más que correr, se aleja volando, y que la vida, ya vieja por los años transcurridos, nos ha dejado, como ya dije, recuerdos gratos —como los más de los lugares, personas, actividades, etc. — que muestran las fotos que he pasado y que alegran nuestra vida y nos hacen sentir orgullosos de nuestro pueblo.

Pero también nos ha dejado recuerdos tristes de eventos que, como no pueden remediarse, duelen con ese dolor que, por impotencia y resignación, nos mueve a sonreír.

Esta foto es de seis amigos pasenses, seis jóvenes recién salidos de la adolescencia que un domingo de 1953 decidieron tomársela en la Plaza Nueva.

De ellos, el único que queda para contarlo soy yo; los otros, que bien pudieron disfrutar de una existencia larga y feliz, nos dejaron antes de tiempo, y algunos en circunstancias tristes.

Hoy, pasados 65 años, siento que, ante el destino de esos mis amigos, de otros pasenses que aparecen en las fotos, y de lo bueno que ya no tenemos en nuestro querido pueblo, puedo con justicia decir que hay que alegrarse de haber vivido lo que hemos vivido, y, si algo no ha resultado tan bueno como quisimos que fuera, lo mejor es comprender y, dentro del pasado gris, recordar como feliz lo que feliz pudo ser.

Buenas tardes y, de nuevo, muchas gracias por su atención y paciencia.

8 comentarios sobre “[*FP}— Mi charla “Remembranzas, personajes y anécdotas de El Paso de los años 50”. (Reedición con nueva información y foto)

  1. Recordar, resumir en síntesis anecdóticas; años 50, remembranzas, personajes y anécdotas del pueblo que te vio nacer, amerita reconocer la sencillez de nuestro conferenciante, esta vez con mayor elogio si valoramos tu nobleza en la elección de los personajes; otros tantos y muchos más hijos de este pueblo han honrado la memoria de El Paso por su intelecto, matemáticos, ingenieros; eminentes genios, en la Medicina, abogacía, la defensa del territorio local desde el fondo de la Caldera hasta el infinito, industriales, etc.

    Pero la nobleza de mi hermano más que amigo, al dedicar esta charla a la semblanza de los más humildes, indigentes, honra tu sensibilidad y calidad humana. La audiencia te ha valorado no con extrañeza, sino con criterio social en conciencia con los más desfavorecidos en una época difícil, muy difícil, de posguerra.

    Enhorabuena, Carlos. Fue una charla que gustó a todos.

    Un abrazo,
    JLuis HerreraP

    Respuesta CMP.- Gracias, Luis. Captaste bien mi propósito de hacer algo en pro de los más desfavorecidos. Y gracias también por haber asistido

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  2. Carlos, mi enhorabuena. Bien descritos los personajes y bien tratado el tema.

    Respuesta CMP.- Gracias, Juan Antonio. Te corresponde tu cuota por la valiosa información que me diste.

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  3. Querido tío, me falta elocuencia para medianamente intentar expresar el sentimiento que tu charla me produjo. Ha sido cosa de reír y de llorar, de leer y releer cada historia, cada episodio. Tu charla me ha acompañado todo este día domingo. Ha sido como uno de esos fenómenos sensoriales, que por acá llaman ‘dejavu’, que sutilmente me ha transportado a nuestro amado pueblo, pero en tu tiempo.

    Gracias por compartir estos recuerdos conmigo. ¡Me imagino que arrancaste una lluvia de emotivos aplausos!

    ¡Recibe un apretado abrazo, mi valiente y sensible tío!

    Respuesta CMP.- Gracias a ti, Nipotina, por los ánimos que siempre me das.

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  4. Tremenda charla, Carlos. Te felicito por tan explícita presentación. La verdad que me hubiese gustado oírla ya que, de seguro, otra cosa hubiese sido escucharte y verte hablar con todo tu gran arte de contarnos ese pasado tan curioso.

    Respuesta CMP.- Gracias, Fabiola. Vas a tener que venir más seguido a …. El Paso 🙂

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  5. Excelente charla, Carlos. Como me imaginaba, algunas de las personas de las que hablas me han traído recuerdos concretamente con Cuncún. Cita Luis Herrera a Doña María. del Hoyo de Tenerra. La conocí a ella y a su excelente familia porque, como sabes, me crié entre la Cuesta de Matias y el Hoyo de Tenerra. Está mujer, como Cuncún era noctámbulo le dejaba todas las noches una fiambrera con la misma comida que habían cenado en su casa. Cómo decía mi tía abuela Esperanza “María la de Juan de Armas tiene el cielo ganado”.
    ¡Felices fiestas del Pino!

    Respuesta CMP.- Gracias, José Antonio. Lamento saber ahora lo que con Cuncún hacía la tal doña María. De haberlo sabido lo habría incluido en mi charla. Fue algo realmente humanitario.

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  6. Enhorabuena, amigo, por recordarnos tantos personajes que en su momento fueron muy populares, y yo diría que apreciados. Gracias por publicar fotos en las que me encuentro y que había olvidado. Un abrazo.

    RESPUESTA CMP.- Gracias, Paco. Me preocupa que no recuerdes las fotos en que se te ve ejerciendo de galán.

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  7. Aunque no soy de allá, fue como un recordar esas anécdotas que oí muchas veces contadas por mi papá, mi tío Pepe y mi esposo. Fue algo muy agradable, pues tú sabes que conocía muy bien a los personajes.

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